Iglesia de Das
Kate no había vuelto a entrar en la iglesia de Das desde los doce años, el día en que enterraron a su padre. De hecho, en la recta de Baltarga tuvo la tentación de torcer a la derecha y seguir hacia el túnel hasta llegar a Barcelona. Pero Miguel ya había hablado con el abuelo, así que no le quedaba otra que seguir recto hacia Das.
Como de costumbre, la privacidad y la discreción simplemente no existían en el valle. Durante el desayuno, a Dana se le escapó que acababa de hablar con Miguel sobre la fiesta y que le había dicho que estaban juntas. Eso ya le hizo intuir lo que se le venía encima. Y, mientras le echaba la bronca por ser tan bocazas, recibió una llamada de Miguel: el abuelo la esperaba sobre las cuatro y media. Así que ahora iba de camino para recogerlo y llevarlo al funeral de Jaime Bernat, y ésa era una de las cosas que más la molestaban: no llevaba ni veinticuatro horas en el valle y ya habían organizado cómo y con quién iría al entierro.
Entró en el camino de grava que llevaba hasta la casa de su abuelo y abrió la ventanilla para oír el crujido suave y familiar de las piedras. Notaba el volante pegado en las manos y los vaqueros la molestaban. Hubiese pagado por parar el coche y quitarse la chaqueta, pero ya se imaginaba la cara del abuelo en cuanto viese la camisa de seda estampada. Seguro que los dorados, verdes y azules eran poco apropiados para la ocasión, aunque el fondo de la tela fuese más negro que la mismísima alma de Bernat. En fin, mejor dejarse la chaqueta puesta y bien abrochada… Por lo menos había cogido la negra, que aunque apenas le llegaba a la cadera era de paño de lana, impecable, y la hacía parecer más sofisticada.
El abuelo ya la esperaba. Estaba sentado en el porche y piqueteaba el suelo con el bastón. Cuando sus miradas coincidieron, él le hizo un gesto impaciente para que no parase, y ella asintió. Pero ya no la miraba. ¡Dios! La ponía enferma que nunca la dejase responder, como si lo único importante fuesen sus órdenes, su discurso y sus opiniones. Lo observó levantarse con dificultad y caminar hacia el coche mientras sus ojos repasaban el Audi con mirada inquisitiva. Rápidamente pensó cuánto hacía que había pasado por el túnel de lavado. Un par de semanas… Pero ahora empezarían los reproches por los neumáticos gastados y continuaría con las críticas a las marcas alemanas. Cogió aire y echó un vistazo al reloj mientras el abuelo abría la puerta del coche, aún en marcha.
Entró con más dificultad de la necesaria y le soltó un seco llegamos tarde. Kate apretó los labios. Aún faltaban veinte minutos para el entierro y ya había conseguido que se sintiese como una completa informal. Rodeó la fuente para volver al camino y maldijo a Miguel por escabullirse siempre que ella estaba cerca y por obligarla a ir a recogerlo. Y encima, cuando llegasen a Das, seguro que todo estaría atestado de coches.
Nada más cruzar la carretera, el abuelo le indicó dónde debía aparcar con un gesto del puño con el que sujetaba el bastón y un déjalo allí que la enervó. En lugar de responder preguntándole quién conducía, Kate obedeció y puso el intermitente. Para el tiempo que iba a estar allí, no quería problemas. Pero al apoyar la mano en el cambio oyó claramente el carraspeo. ¡Dios! A pesar del frío que hacía, notaba la piel del volante pegada a las manos y una humedad incómoda en la espalda.
El abuelo bajó del coche sin darle tiempo a retirar la llave del contacto y, cuando Kate le miró indignada, varias personas ya se acercaban a saludarle y, de paso, a echar un vistazo al coche y a la conductora. Justo lo que necesitaba.
Se volvió para coger el bolso del asiento trasero y respiró hondo. Cuando Miguel le había pedido que recogiese al abuelo ya sabía lo que iba a pasar, porque a don Miguel Salas-Santalucía, comisario del valle durante casi veinte años, le conocía todo el mundo. Y también era de dominio público su historia familiar, así que no había forma de escapar a los comentarios. Kate cogió el paraguas del maletero esperando que el abuelo hubiese ido subiendo hacia la iglesia, pero él la esperaba de pie, a unos metros del coche, moviendo el bastón con gesto impaciente. Lo alcanzó y caminaron juntos hacia la escalera del templo. Ella iba con la espalda erguida y la máscara de abogada esculpida en la cara mientras sujetaba el paraguas abierto deseando que no la reconociesen, aunque sabía que eso era imposible. Y él caminaba como si el paraguas flotase en el aire a su lado.
Durante el trayecto, Kate consiguió esquivar las miradas de los presentes. Pero, cuando empezaba a relajarse, ocurrió lo inevitable y algunos de los que se paraban a saludar al abuelo pronunciaron el temido Catalina que la hizo añorar intensamente el anonimato del paseo de Gracia.
Tras un periplo que le pareció interminable, al fin llegaron al pie de la escalinata.
Kate levantó la vista y vio al padre Anselmo entre la gente que se agolpaba ante la puerta principal de la iglesia. Estaba cerrada, y todos debían acceder al templo por la pequeña entrada lateral, con la consiguiente aglomeración. El párroco llevaba una casulla morada de aspecto impoluto. Kate contuvo la sonrisa: seguro que los manchurrones en los que Dana y ella solían fijarse cuando les daba catequesis seguían ahí debajo, en la pechera de la sotana. Le observó pasear de un lado a otro, saludando con expresión compungida y hombros caídos, esbozando alguna que otra tímida mueca de compromiso mientras la gente se amontonaba bajo la lluvia para entrar por la pequeña puertecilla de madera. Hasta que un hombre se acercó y le susurró algo al clérigo al oído. Entonces, el cura dejó que un par de voluntarios abriesen los portalones de la iglesia y extendió teatralmente los brazos para que todos los asistentes entrasen en la casa de Dios.
El padre Anselmo subió al púlpito con diez minutos de retraso. Se hizo el silencio. Se le veía pletórico y, aunque nadie pudo decir que sonreía, a Kate le pareció que iba a estallar de gozo ante tan multitudinaria audiencia. Su expresión le recordó la época en la que los reunía en la sala de actos antes de la catequesis. En cuanto empezaba a hablar, todos sabían que ese día ya no habría tiempo para las clases.
Kate estudió el altar y la pequeña tarima del púlpito donde se apoyaba el micrófono. Luego, con los ojos entornados, observó de soslayo al abuelo. La última vez que había estado allí seguía tan clara en su memoria como si hubiese sido el día anterior. Sólo con pensar en ello comenzaron a molestarle las botas, y encogió con rabia los dedos de los pies. ¡Olvídalo! Desear por enésima vez que aquello no hubiese ocurrido no servía de nada. Alzó la cabeza. Y descubrió a varias personas observándola. Notó la boca seca. Seguro que la recordaban como la niña estúpida de la carta. Basta, no quieres pensar en ello. Kate, céntrate.
Pero el sacerdote se explayaba en destacar las virtudes de Jaime Bernat, y eso no la ayudaba a templarse. Como era de esperar, no mencionó ni los contratos abusivos, ni las manipulaciones en el asunto del agua, ni las concesiones fraudulentas para explotar los recursos naturales que se aprobaban desde el CRC. Tampoco dijo una palabra sobre su obsesiva persecución de las Prats. Estaba claro que, tanto dentro como fuera de la iglesia, en el valle nada había cambiado.
Se alegró de no pertenecer ya a todo aquello, de haber conseguido escapar a Barcelona, donde nadie decidía por ella. Miró al abuelo y lo vio saludar a las dos mujeres que se habían sentado detrás de ella. Les echó un vistazo rápido. Una era Marisa, la panadera de Alp. En cuanto la oyó cuchichear, Kate se puso tensa. Seguro que hablaban de aquello. La mortificaba recordarse a sí misma en el estrado, leyendo la carta dedicada a su padre y ajena por completo a los comentarios burlones de la gente. Esas dos seguro que hablaban de ella.
Cada vez que recordaba el funeral de su padre volvía a revivir la vergüenza y la frustración que había sentido cuando, años más tarde, descubrió la verdad sobre él. La verdad que todos debían de comentar mientras ella lo elogiaba en el púlpito como una idiota. Tal y como estaba haciendo en ese momento el padre Anselmo con el malnacido de Bernat. De repente, todo aquello le pareció una pantomima, y el sacerdote, un predicador comprado. Notó un sabor amargo bajo la lengua y trató de contener las ganas de escapar a cualquier otra parte. ¿Cómo podía haber sido tan confiada, tan ciega y estúpida?
Lanzó una mirada fugaz hacia el otro lado del pasillo donde estaba su abuelo con el resto de los hombres. Cuántas veces lo había maldecido también por no haberle impedido exponerse como lo hizo… Él era quien debía protegerla y haberle contado que su padre, el hombre al que ella idolatraba por encima de todo, era un fraude, una mentira. Un jugador empedernido que los dejó sin herencia y en la calle, y que luego se quitó de en medio como un maldito cobarde. Pero no, en lugar de eso, de afrontar la realidad e ir con la verdad por delante, el ex comisario había conseguido imponer en la familia un pacto de silencio que la puso en el más espantoso de los ridículos. No debíamos ensuciar el recuerdo que tenías de tu padre, le había respondido cuando se encaró con él. Y, desde entonces, empezó a preguntarse si no tendría él la culpa de cómo había salido su hijo.
Kate aspiró aire y lo expulsó por la boca. Ahora llevaba tiempo sin hacerlo, sin preguntarse nada sobre todo aquello, porque en el fondo ya no le importaba ni formaba parte de su vida. Por lo menos, no cuando estaba en Barcelona, lejos de quienes la hacían sentir ridícula y culpable por todo.
Incluso Dana había conseguido sacarla de quicio la semana que habían pasado juntas resolviendo varios asuntos legales tras la muerte de la viuda. Hacía casi un año de aquella conversación y, cuando la recordaba, aún le quemaban las tripas. Piensa en cómo debió de sentirse tu abuelo con un hijo así dentro del cuerpo de policía. Seguro que para él también fue complicado, le dijo. Y ella le respondió lo único que le había permitido la rabia que tenía dentro, que qué le estaba contando, que si acaso tenía ella la culpa de eso, de que su padre fuese un sinvergüenza, porque si era así, entonces ellas dos tenían un problema muy serio.
Intentó respirar hondo de nuevo y, sin querer, suspiró ruidosamente. De inmediato notó el peso de la mirada implacable del abuelo. ¡Dios!
Pero las palabras de Dana continuaban inundando su mente como un enjambre. Pensar en el sufrimiento de los demás. ¿Estaba de broma? ¿Acaso no tenía ya bastante con el suyo, con lo que le pasaba por la cabeza en aquella época cada vez que salía a la calle, con cómo se sentía cuando la gente se la quedaba mirando? Lo que le importaba entonces, a los dieciséis años, era la traición de los suyos y la promesa que se había hecho de largarse en cuanto pudiese y no perdonarlos en la vida. Casi quince años después, en pleno entierro de Jaime Bernat, Kate sabía mejor que nadie que no existían verdades absolutas, ni buenos o malos, y aun así, aquella ocultación seguía pareciéndole absolutamente imperdonable.
Porque lo que ocurría en el resto del planeta no valía en el valle. Allí la memoria era eterna. Pasaba como la tierra, de padres a hijos, hasta que tarde o temprano alguien sacaba de nuevo la porquería a la luz para que todos volvieran a oler su tufo y se regodeasen comentando las miserias de sus vecinos. Por eso se había marchado. Por eso, para no cumplir las órdenes del abuelo, como hacían todos, y para librarse de la vergüenza que le producía el recuerdo de aquel día.
Una mano abierta le rozó el brazo y la devolvió al presente, a la voz del padre Anselmo y a los cuchicheos de las mujeres. Kate estrechó esa y otras manos, deseó la paz a varias personas que la rodeaban e incluso se volvió para ofrecer la suya a las brujas que habían encendido sus recuerdos. Sabía que durante la ceremonia todos fingirían estar atentos y que lo peor vendría luego, a la salida.
La voz del sacerdote empezó a perderse de forma intermitente entre los susurros de las dos mujeres que murmuraban detrás. El párroco, dichoso por tener ante sí una audiencia tan cuantiosa, hablaba sobre la figura del fallecido con el ritmo lento y pausado de los oradores con vocación docente. Kate pensó en Jaime Bernat y en lo que el padre Anselmo estaba contando de él. Hacía años que no le había visto, pero recordaba bien sus ojos pequeños y grises, de mirada fría, y el hoyuelo en el mentón.
Por primera vez se planteó quién lo habría matado. Se le ocurrió que quizá el asesino estaba en aquella iglesia y no pudo evitar el deseo de desenmascararle. Ése podría haber sido un buen golpe de efecto, algo que borrase de un plumazo el recuerdo que de ella tenía la gente desde el entierro de su padre.
Durante el sermón el ambiente empezó a relajarse. Se notaba por los murmullos de fondo y el movimiento en los bancos. Alguien le tocó la espalda, y Kate se volvió. Pensaba en que Miguel aún no había dado señales de vida cuando la panadera de Alp le sonrió con un gesto de disculpa mientras la otra mujer la observaba con curiosidad. Vaya truco más estúpido, pensó con una sonrisa forzada. Pero antes de volverse, algo llamó su atención.
Al fondo de la iglesia, una pareja de desconocidos seguía la ceremonia de pie, separados del resto. La mujer llevaba un abrigo largo de color perla abrochado hasta el cuello. Kate reparó en el pañuelo de seda que le cubría la cabeza como si fuera un pirata y en que el hombre que estaba a su lado llevaba unas pequeñas gafas redondas y oscuras incluso dentro del templo.
Dudó si preguntarle al abuelo por ellos al final de la misa, pero decidió ahorrarse la mirada de desaprobación y la rabia contenida. Se volvió de nuevo.
Ahora se detuvo algo más de tiempo. La mujer del pañuelo llevaba las cejas dibujadas con lápiz, y su acompañante, barba de pocos días y una gabardina oscura. Calculó que ella tendría más o menos su edad, pero él era bastante mayor. No los había visto nunca y no parecían del valle. En ese momento algo le rozó de nuevo el brazo.
La panadera de Alp le hizo un gesto para que se acercase y Kate se agachó ligeramente para escuchar cómo le susurraba que la del abrigo gris era Inés Bernat, la hija del fallecido, que se había marchado a Barcelona con su madre hacía más de veinte años. El hombre era su marido, el cardiólogo extranjero que había tratado a su difunta madre. Así se conocieron, añadió con una sonrisa de suficiencia. Kate evitó mirar a los aludidos mientras la otra mujer los repasaba sin reparos. Acto seguido empezaron a parlotear entre ellas sobre la edad de él y sobre si la diferencia entre ambos era cosa buena o mala en un matrimonio. Kate les dio las gracias y, justo antes de volverse, una de ellas la sujetó del brazo. Quería saber si seguía soltera. Kate asintió y volvió la mirada hacia el cura, justo a tiempo de vislumbrar cómo los labios de su abuelo sonreían. Malditos chismosos.
A la salida de misa la gente se congregó en pequeños grupos que discutían principalmente sobre la muerte de Jaime Bernat y el futuro de sus asuntos. Kate buscó con la mirada a la pareja a la que había estado observando en la iglesia, pero no había ni rastro de ellos. Hizo lo mismo con Santi, el hijo de Bernat, y le encontró en el corrillo del alcalde, al lado de una mujer con el pelo rojo y traje chaqueta claro a la que no conocía.
Desde donde estaba era fácil darse cuenta de que, aunque fingía seguir la conversación, Santi estaba buscando a alguien. La sorprendió el aspecto que tenía con aquella barba. Era como un gigante de cuento y no se parecía en nada a su padre. Tal vez Dana tuviese razón y los problemas hubiesen acabado. Siguió observándole a él, y al grupo que le rodeaba, hasta que Santi volvió la cabeza y sus miradas coincidieron.
Un escalofrío la cruzó como un relámpago, los ojos de Jaime Bernat seguían vivos en su hijo, igual que la frialdad de su mirada y algo más que no sabía definir pero que la obligó a apartar la vista en cuanto fue consciente de que él estaba a punto de reconocerla. Y en ese instante Kate intuyó que los problemas de Dana estaban lejos de acabarse. Intentó localizar a la hija de Bernat y al marido. No los había visto conversar con Santi. Ni siquiera se habían acercado para despedirse. Tal vez no se llevasen bien, las relaciones fraternales podían ser muy complejas, ella lo sabía muy bien. Aun así, puede que fuese a Inés a quien buscaba Santi. Entonces sus miradas se cruzaron de nuevo, y justo en el instante en el que Kate vio que la reconocía, alguien la pellizcó en el brazo y la sobresaltó.
Dispuesta a soltar un improperio a su hermano Miguel, se volvió y lo que encontró fue la sonrisa franca de Chico Masó. Esta vez no llevaba el sombrero y tenía un aspecto tranquilo y saludable. Kate pensó que tener tratos con alguien así era justo lo que Dana necesitaba. Le contó a Chico que Dana había preferido no ir al entierro, y él respondió que había hecho bien. Pues él tampoco hubiese ido de no ser porque quería acompañar a su madre.
Cuando se despedían, Kate vio pasar un deportivo biplaza oscuro. Inés Bernat iba en él y conducía su marido. Él seguía con las mismas gafas redondas y oscuras, pero en lugar de la gabardina vestía una camisa blanca impecable. Su perfil le trajo a la memoria a un actor norteamericano cuyo nombre no consiguió recordar. Kate buscó con la mirada a Santi para confirmar sus sospechas, pero en ese momento un grupo de hombres le rodeaban y no pudo verle la cara.
Poco después, se acercó la madre de Chico. Uno de los policías había quedado en pasar por la finca para hablar con ella sobre el hallazgo del cuerpo de Jaime Bernat y quería irse a casa. Los Masó se despidieron y Kate se quedó al lado del corrillo de su abuelo rodeada de gente con la que no quería hablar. No había rastro de Miguel, así que no podía irse hasta que el abuelo estuviese listo y tampoco quería quedarse allí de pie como un pasmarote. Quiso decirle que le esperaba en el coche, pero pronto comprendió que no habría manera de interrumpirle, así que sacó la BlackBerry y miró al cielo encapotado antes de empezar a revisar los correos, convencida de que lo único que podía acelerar su marcha era un buen chaparrón.
En su correo sólo había un mensaje de Luis en el que le decía que ya estaba todo embalado. Además, había dado orden al conserje de que a primerísima hora del martes las cajas estuviesen en el nuevo despacho. El correo continuaba anunciando que tenía la espalda cargada por el esfuerzo y que se iba directo al gimnasio. Sonrió al leer la pregunta con la que lo cerraba y metió el móvil en el bolsillo. A veces se sorprendía de que la conociese tan bien. ¿Cuándo calculas que podré vaciar las cajas definitivamente? Él sabía que ella no se conformaría con ese despacho.
Entretanto, la conversación en el corrillo del abuelo no cesaba y Kate, protegida por los contertulios, empezó a observar a la gente que se había congregado frente a la iglesia en busca del supuesto asesino de Bernat.
Cualquiera de los presentes podía tener asuntos pendientes con Jaime. La mayoría eran arrendatarios suyos o vecinos. En una de las esquinas de la plaza vio un grupo en el que conversaban varios miembros del CRC. Seguro que existían rencillas entre ellos, pero dado el carácter de la institución sería difícil que trascendiesen. En otro corro, Kate vio al párroco hablando con varios cargos públicos. Casi todos habían acudido para ver y dejarse ver.
Se le ocurrió que era probable que el asesino de Bernat estuviese en su entierro, saludando a conocidos y disfrutando en secreto de una hazaña que muchos de los presentes aplaudirían en privado. Un mundo cerrado y extraño, pero no más de lo que lo eran el bufete y los juzgados, donde ella tan bien se defendía. La mano de su abuelo le apretó el brazo, lo que interrumpió sus pensamientos, y se volvió, molesta. Esa costumbre de agarrarla sin previo aviso la ponía de los nervios. Apartó el brazo con firmeza y él la soltó, al tiempo que iniciaba las presentaciones.
Kate ni siquiera había visto acercarse al hombre que le estaba presentando el abuelo. Le miró directamente, aún molesta. Por su aspecto, intuyó que era un delincuente rehabilitado de su época de comisario. Un tipo moreno de piel oscura al que ella superaba en varios centímetros, con una cazadora gris bajo la que asomaban una camiseta denim y los vaqueros desgastados. Kate lo miró a los ojos, y le llamó la atención el color y lo largas que tenía las pestañas. Él le sostuvo la mirada, pero había demasiado que contemplar en aquel tipo para detenerse en los ojos, aunque fuesen de un azul poco común. Mientras él charlaba con su abuelo, Kate no pudo apartar la vista de las letras góticas que llevaba tatuadas en la parte derecha del cuello. Cuando oyó que le presentaba al sargento Silva, ni siquiera ató cabos, sólo hizo un leve asentimiento mientras miraba fijamente el diente roto que se le acercaba para darle dos besos.
De repente, dio un paso atrás y le ofreció la mano. Él pareció sorprendido, pero en seguida sonrió fugazmente, antes de encajarle la suya con suavidad y firmeza. El sargento la retuvo mientras ella intentaba apartar la vista de su tatuaje, hasta que Kate se dio cuenta de que el saludo duraba demasiado y de que la BlackBerry llevaba varios segundos protestando en su otra mano. Entonces se soltó y buscó la pantalla.
Ni siquiera había pensado en lo que le diría después de la cita en el Arts. Miró de soslayo al abuelo y pulsó una tecla para silenciar la llamada. No era ni el momento ni el lugar para hablar con Paco; prefería hacerlo cuando estuviese sola. El aparato volvió a vibrar, y esperó hasta que apareció el icono de los mensajes. Entonces lo deslizó en el bolsillo e intentó prestar atención a la conversación que su abuelo mantenía con el tipo tatuado.
Hablaban sobre una autopsia. A Kate le costó un instante atar cabos y comprender que se trataba de la de Jaime Bernat. Entonces dedujo que el hombre que acababa de presentarle su abuelo era el sargento de Dana. En cuanto supo quién era, vislumbró la oportunidad que eso representaba.
De nuevo cayeron algunas gotas y la gente de la plaza comenzó a dispersarse. Kate se volvió para abrir el paraguas y mientras tanto el abuelo cogió a Silva del brazo y lo puso a cubierto. Eso la dejó sola bajo el paraguas, a varios metros de donde habían ido a guarecerse. Como de costumbre, él, a su aire. Molesta por el gesto, y sorprendida por la familiaridad y deferencia con que el abuelo trataba a Silva, los siguió hasta el porche. El ex comisario no era de los que iban cogiendo a la gente del brazo. De hecho, eso lo tenía reservado para ella. Los alcanzó, dispuesta a estudiar los gestos de ambos y averiguar lo que ocurría. Notó un par de veces la mirada del sargento, pero mantuvo la suya sobre el abuelo. Su cabello blanco y grueso recordaba a uno de esos caballos bretones que imponían sólo con su presencia. Sin embargo, ahora permanecía inclinado sobre aquel tipo y saludaba levantando las cejas a los que intentaban acercarse para que se diesen por despedidos. Típico de él; hablar poco y mandar mucho. Kate se preguntó qué interés podía tener en la investigación de la muerte de Jaime Bernat si apenas le había oído hablar de él en la vida. Además, la complicidad con la que miraba al sargento resultaba patética. De repente, la sorpresa se convirtió en irritación. Kate recuperó la BlackBerry del bolsillo y se subió el cuello de la chaqueta, dispuesta a meterse en la conversación y aclarar de una vez qué pasaba con Dana. Cuando dio un paso hacia ellos, el único que pareció comprender sus intenciones fue el sargento, que se apartó con una sonrisa fugaz que Kate no supo interpretar.
Un par de minutos después la lluvia había cesado y los tres formaban uno de los últimos grupos en la plaza. Kate escuchaba la conversación mientras estudiaba con discreción al sargento. J. B. Silva exponía que, según el informe de la autopsia, Jaime Bernat había muerto de un paro cardíaco. Aún estaban pendientes de los análisis toxicológicos, pero lo más extraño del caso era que alguien lo había atropellado después de muerto con algún tractor pequeño o un vehículo ligero como un quad.
El ex comisario se acariciaba el lóbulo de la oreja, como siempre que algo lo preocupaba, y atendía al sargento con el ceño fruncido. Silva, mientras tanto, observaba con atención al grupo que departía en el otro extremo de la plaza, entre los que estaban el alcalde de Puigcerdà y la mujer del pelo rojo. Kate miró hacia allí y vio cómo Santi se alejaba con el hijo policía del juez Desclòs y otros dos hombres. Luego entornó los ojos para observar de nuevo al sargento. Tuvo la fuerte impresión de conocerle de algo, pero de ser así hubiese recordado su aspecto, el tatuaje o su sonrisa ladeada. Advirtió que el abuelo interceptaba la mirada del policía y le oyó interesarse por la comisaria. Él forzó una media sonrisa que mostró de nuevo su perjudicada pero blanquísima dentadura.
Kate no le quitaba ojo. Era un tipo peculiar para ser policía, pero lo que le resultaba verdaderamente molesto, casi ofensivo, era la camaradería que el abuelo buscaba con él. Igual que la deferencia de tratarle de usted. De nuevo, la mano del abuelo se apoyó sobre el hombro del sargento un instante. ¿Dónde narices estaba Miguel? De repente, le molestaba que su amigo, el sargento, estuviese allí con ellos y deseó echarle. Porque… ¿quién se tatuaría su propio nombre en un lugar a la vista de todos como si fuese algo importante? Aquel tipo era un presuntuoso, por su indumentaria y por esa actitud chulesca, con las manos medio metidas en los bolsillos. Además, parecía que todos hubiesen olvidado que había ido a la finca sospechando de Dana. Kate observó el movimiento de su nuez bajo la piel con cada palabra que él decía. Cuando J. B. se rascó el tatuaje del cuello, ella se fijó también en su mano hasta que él la introdujo en el bolsillo del vaquero.
Estamos hablando del policía que puede dejar a Dana fuera del caso o ensañarse con ella y fastidiarnos la vida. Así que, por el amor de Dios, céntrate. Kate carraspeó y ocultó las manos húmedas en los bolsillos de la chaqueta. Aprovechando que el sargento parecía tener tan buenas relaciones con los Salas, no podía dejar pasar la oportunidad de zanjar el asunto para regresar a Barcelona tranquila. Frotó las manos contra el forro del bolsillo mientras se erguía antes de irrumpir en la conversación.
—Entonces ¿te ocupas tú de la muerte de Jaime Bernat? —preguntó dirigiéndose al sargento con autoridad.
J. B. frunció el ceño por la dura y repentina interrupción, pero asintió clavando los ojos en los de Kate. Ella intuyó una sonrisa irónica en sus labios y respondió irguiéndose aún más sobre sus tacones para mirarlo desde arriba. No tardó en notar la mano firme del abuelo presionándole el brazo, y apareció el tono condescendiente.
—Mi nieta ha venido de Barcelona preocupada por su amiga, la veterinaria de Santa Eugènia. Tengo entendido que la han interrogado.
J. B. asintió en el mismo momento en el que Kate notaba cómo el abuelo la soltaba.
—Sí. De hecho, tenemos un par de testigos que la vieron discutiendo con Jaime Bernat la tarde del día de su muerte y, al parecer, las familias no se llevaban muy bien. Lógicamente, fue de las primeras personas con las que hablamos.
El abuelo asintió, pero Kate no quería irse sin zanjar el tema.
—Entonces, doy por hecho que, ahora que ya sabéis dónde estuvo, no la molestaréis más.
J. B. miró al ex comisario y luego a ella.
—Bueno, durante el día confirmaremos su coartada con una de las vecinas. Hasta ahora no ha habido forma de que nadie corrobore lo que nos contó, así que no podemos descartar nada hasta que interroguemos de nuevo a esa mujer. No puedo decirte más —sentenció enarcando las cejas.
Pero para Kate eso no era suficiente. Desconfiaba de él y de su falta de concreción.
—¿Y a qué hora será eso? —insistió ante la perplejidad de ambos hombres.
—¿Qué quieres decir? —replicó J. B. lanzando una mirada fugaz al ex comisario.
Kate vio cómo la mano del abuelo avanzaba hacia el sargento y él se la estrechaba a modo de despedida.
—Bueno, sargento, me temo que tenemos que irnos.
Y, cogiéndola nuevamente del antebrazo, le dijo al sargento con complicidad:
—Estos abogados sacan la artillería en cuanto surge la ocasión. Espero que sus pesquisas den con el culpable. La muerte de alguien como Jaime Bernat no puede quedar sin resolver. Hay demasiado en juego —dijo sonriendo.
Kate no iba a dejar que las cosas quedasen así. Intentó zafarse de la mano que la sujetaba, pero la tenía bien cogida. Algunas personas continuaban reunidas en la plaza y no había por qué dar un espectáculo. Dejó el brazo muerto y maldijo en silencio a su abuelo mientras lo oía invitar al sargento a su fiesta de cumpleaños.
De camino al coche, avanzó sin esperarle y cuando estuvieron ambos dentro, lejos de oídos ajenos, explotó:
—¿Se puede saber qué haces? Tengo treinta años. ¿Cómo te atreves a ningunearme así delante de un extraño? —gritó furiosa ante la mirada sorprendida del ex comisario.
—¿Es que prefieres que deje que te metas en un lío? —preguntó mirándola con sarcasmo. Y, con firmeza, continuó—: Esto no es uno de tus juicios, ni tiene que ver con esos clientes tramposos de tu bufete, ni siquiera con uno de esos abogaduchos a los que puedes tratar sin respeto. Esto es la vida real, Catalina, y estabas a punto de faltarle al respeto a un sargento de la policía.
El ex comisario fijó la vista al frente y con voz templada añadió:
—Esa actitud no beneficiaría en nada a Dana. Si no quieres darme las gracias, por mí de acuerdo, pero déjame en casa antes de irte.
Le costó un mundo contenerse. Le hubiese gustado estar muy lejos de allí, en el lugar donde era ella la que decía a los demás lo que no querían oír. Pero no. Seguía en el valle. Atada a su pesadilla por lo menos unas cuantas horas más.
Cuando arrancaba, miró por el retrovisor y vio al sargento. Estaba poniéndose el casco, montado sobre una OSSA 500 Yankee del estilo de las que solía llevar su padre. Cuando la moto pasó por su lado evitó mirar, consciente de que su abuelo volvía a saludarle. Sólo cuando supo que ya no podía verla miró hacia él.
Era una OSSA antigua, pero para alguien poco versado en ese tipo de cosas podía parecer una moto recién estrenada. Kate sabía que ese modelo llevaba años sin fabricarse y que era igual que una de las que tenía su padre. Recordar las cosas que había compartido con él le produjo una inesperada lástima de sí misma. Arrancó el coche, puso el intermitente y accedió a la carretera. Avanzó hasta el cruce y al mirar a la derecha vio la cara de satisfacción del abuelo. Seguro que pensaba en lo bien que había quedado el golpe de autoridad delante del sargento. Se sintió rabiosa y ridícula mientras intentaba borrar de su mente esa escena. Parecía tan satisfecho de sí mismo que le dieron ganas de dejarle allí, en mitad de la carretera. Cerró con fuerza las manos sobre el volante mientras se le anegaban los ojos. Intentó pensar en otra cosa y se irguió en el asiento. El sollozo que pugnaba por brotar estalló dentro, contenido y a penas oculto por un carraspeo extraño que Kate emitió al mismo tiempo. Su abuelo se movió en el asiento y ella inspiró profundamente. No iba a darle el gusto de verla llorar, que no se animase demasiado. Contuvo la rabia en su interior. Aún podía ver la mirada de incrédula superioridad en los ojos del sargento, delante de la iglesia, cuando ella había intentado presionarle para que dejase tranquila a Dana. También el tatuaje, y sus fuertes y nervudas manos. Aunque después de la escena con el abuelo no se había atrevido ni a mirarle por miedo a encontrar burla en los ojos de Silva. Miró por el retrovisor y, a lo lejos, vio girar la moto hacia Mosoll. De nuevo, el recuerdo de su padre y la profunda añoranza, íntima e irreparable, de las oportunidades perdidas. Kate consiguió tragarse sus lágrimas. Delante del abuelo no se permitiría llorar.