Era Bernat, Santa Eugènia
Si algo tenía claro el caporal Arnau Desclòs era que nada ni nadie le impedirían estar a las cinco en punto en la iglesia de Das. Acababa de salir de la finca de los Bernat y había encontrado a Santi bastante bien, dadas las circunstancias. Le había visto llegar con el mono y las botas embarradas; dijo que venía de faenar en la era de Mosoll. Arnau se preguntó si el día del entierro de su padre él iría a trabajar a la comisaría, y se dijo que sí con convencimiento. Además, se pondría el uniforme, porque un agente de la ley debía dar ejemplo y mostrar aplomo en cualquier circunstancia. Como ahora estaba haciendo Santi; los buenos, siempre al pie del cañón.
Al llegar a la curva de la carretera de Bellver puso el intermitente y detuvo el coche justo antes de la raya del stop. Le encantaba esmerarse en seguir las normas. Si todo el mundo lo hiciese, otro gallo cantaría. Siguió adelante, satisfecho de sí mismo, por la avenida de la Cerdanya y, al llegar al cruce, el majestuoso edificio del centro de atención primaria le hizo acordarse de la forense.
Se había extrañado al verlo, incluso le había parecido que le costaba entregarle la bolsa con las cosas de Jaime Bernat. No sabía por qué, al fin y al cabo él era el agente que llevaba el caso, así que lo más normal era que fuese él mismo quien recogiese los efectos personales para entregárselos a su hijo. ¿O es que pretendía que Santi fuese hasta el tétrico sótano del hospital a buscar las pertenencias de su padre? Desde luego, uno podía esperar cualquier cosa de las mujeres.
Dejó atrás la plaza de Pi y tomó el último tramo hasta Santa Eugènia. Tras la segunda curva, apareció a su izquierda la falda nordeste de la montaña, verde, frondosa y oscura hasta la línea del cortafuego. Allí quedaba al descubierto el color rojizo de la tierra removida y se arruinaba la armonía del bosque. Arnau entornó los ojos. Una montaña cualquiera entre todas las del Cadí, pero no para los Bernat. Su padre, el juez, le había contado su historia cuando habían coincidido en el ascensor. Al parecer, Santa Eugènia había pertenecido a la familia hasta que el tatarabuelo de Santi dividió la propiedad entre sus dos hijos varones. A su muerte, las disputas por la herencia provocaron que el hermano soltero, enojado por un reparto que le perjudicaba, pusiese a la venta su parte de Santa Eugènia, una tierra por la que nadie del valle iba a ofertar, naturalmente. Hasta que apareció un extranjero, un ignorante señorito de Barcelona, y la compró. Eso era lo que le había explicado su padre, aunque la leyenda popular, alimentada por los propios Bernat, afirmaba que se la habían robado en una partida de cartas. Lo único seguro era que, desde entonces, los Bernat andaban tras esas tierras como lobos, igual que haría cualquiera si estuviese en su lugar.
Al llegar a la escena, el caporal distinguió de inmediato las marcas que debía dibujar. El zarzal que separaba de forma intermitente las tierras de la finca Prats y la era en la que habían encontrado a Jaime se extendía hasta la carretera. Arnau aparcó el coche delante. En Santa Eugènia aún no llovía, pero era uno de esos días en los que los rayos del sol no son capaces de atravesar nítidamente la cortina de nubes y, sin embargo, consiguen provocar una luminosidad molesta a los ojos. La zona en la que habían encontrado a Bernat estaba justo en mitad de la montaña, donde la pendiente era más pronunciada, así que se distinguían con bastante claridad las marcas de ruedas de los vehículos que habían transitado por allí.
Cogió el bloc que llevaba en el maletero y dibujó como pudo el zarzal y las roderas que había a ambos lados. Empezó por la izquierda y fue avanzando hacia la derecha.
De vez en cuando caía alguna gota pequeña sobre la libreta y la apartaba con la mano, hasta que una fue a parar a la punta del bolígrafo y al pasar de nuevo la mano la tinta dejó sobre el papel algo parecido al rastro de varios cometas. Mierda. Bueno, ya lo pasaría a limpio en comisaría. Volvió a mirar hacia las eras, y al dibujo, y entonces advirtió que los trazados de las ruedas no coincidían en ningún punto, como si se tratase de vehículos distintos. Y eso lo crispó. Qué manera más inútil de perder el tiempo. Consultó la hora y estrujó el bolígrafo con irritación. Faltaban menos de treinta minutos para el funeral y aún seguía allí con el maldito dibujo. A pesar de las bajas temperaturas, el cuello del uniforme empezaba a molestarle y notaba la espalda húmeda. Empezó a llover con más fuerza y Arnau miró la hoja de nuevo. Estaba sembrada de gotas. Aquello no tenía pies ni cabeza, así que prolongó los trazos de las roderas de ambos campos hasta hacerlas coincidir en un único rastro. ¿Qué le importaba? Se estaba mojando y al final llegaría al funeral tarde y empapado. Cerró la libreta y se metió en el coche. Ya lo arreglaría en comisaría.