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Finca Prats

Kate colgó la BlackBerry y se dejó caer de nuevo sobre la cama. Acababa de anular por e-mail las dos citas de la mañana siguiente y la comida, lo cual la liberaba para quedarse en casa de Dana hasta la tarde del martes. La noche anterior habían estado hablando hasta las tantas y, casi al final, Dana había destapado el enfrentamiento que había mantenido con Bernat, forcejeo incluido. Luego, en su habitación, Kate había intentado trabajar en el caso Mendes sin conseguirlo. Un pálpito, una sensación completamente irracional, no la dejaba tranquila desde que Dana le había hablado de la segunda visita del policía y de lo que el viejo Masó les había dicho. Y, para colmo, alguien había presenciado su forcejeo con Bernat, alguien que había acudido a la policía para implicarla.

A las seis de la mañana la despertó un correo. Kate acababa de dormirse después de pasar la madrugada intentando decidir cómo podía enfocar el caso para sacar del hoyo a un corrupto tan descuidado e inepto como Mario Mendes. Al oír el tono de aviso había lanzado la BlackBerry a los pies de la cama y había vuelto a cerrar los ojos. Pero la cabeza empezaba a dolerle, el persistente zumbido de un enjambre parecía haberse instalado en ella y ya no fue capaz de volver a dormirse.

Dos minutos después del aviso de mensaje, recuperó la BlackBerry y leyó el e-mail. Luis le decía que estaba embalando todo lo que había que trasladar a la octava. Cuando vio la hora a la que su adjunto le había enviado el correo no pudo contener la sonrisa. El bueno de Luis tenía tantas ganas de instalarse en el Olimpo que había madrugado por primera vez en su vida sin que ella tuviese que amenazarlo antes. Bien, ella también estaba ansiosa, pero no era necesario hacerlo tan evidente.

Plantó el maletín que usaba como neceser sobre la mesa y abrió el candado. Sus ojos recorrieron la primera bandeja. Tónico, desmaquillador, hidratantes de día y de noche, contorno La Prairie; su pequeña fortuna en cosmética, los tesoros que la hacían sentir guapa y especial sólo con saber que estaban allí, esperando para cuidar de su piel. Pero ni rastro del ibuprofeno. Levantó la bandeja y en seguida percibió el aroma de los aceites de talasoterapia de su última adquisición: el peeling corporal de la italiana Collistar. Aspiró hondo y sacó el tarro para dejarlo a la vista. Por la noche dormiría de miedo. Buscó de nuevo en el fondo del maletín y fue apartando los lujosos frascos hasta revisar cada rincón, pero tampoco encontró lo que buscaba.

Seguro que ya era tarde y Dana estaría en las cuadras. Apretó la ruedecilla de la BlackBerry, vio un nuevo mensaje de Luis y lo abrió. Era el dossier sobre el técnico andorrano que podría ayudarles a rastrear las operaciones fraudulentas de Mario y modificar los registros. Empezó a leerlo. Un perfil perfecto para sus intereses; separado, con dos hijos, endeudado hasta las cejas y con una pensión que, si quería comer caliente, no podía pagarle a su ex. Bien, por fin algo bueno. El informe también relataba que el tipo había intentado por activa y por pasiva volver con su familia. Todo inútil. Un pobre tipo.

Kate respondió al mensaje de Luis y lo imaginó embalando cajas con su iPhone colgado del cuello en la cinta roja con el logo del gimnasio.

Había tenido suerte con él. Mientras lo mantuviese atado en corto, todo funcionaría. Además, sus recursos para averiguar detalles de las vidas ajenas eran ilimitados, y eso acostumbraba a convertirse en un as en la manga. En cuanto al despacho, tendría que averiguar a quién pertenecían el resto de las oficinas de la octava y ver cuáles eran las más espaciosas. Intentaría hacer un trueque con alguno de los socios más recientes y accesibles. Nada de quemarse con las vacas sagradas. Por suerte, su cartera de clientes era la más valorada, lo cual le facilitaría la negociación para cambiar a una ubicación mejor. Entró en el lavabo y se sentó en el váter a escribirle un mensaje a Flora. Así, el martes a primera hora, en cuanto abriese el correo, su eficiente secretaria le habría mandado un plano de la planta octava con el emplazamiento exacto de cada uno de sus inquilinos.

Dejó la BlackBerry sobre la repisa de mármol y abrió el grifo de la ducha, se quitó los calcetines de lana con los que había dormido y, cuando se disponía a entrar, empezó a sonar la Fuga en do menor, de Bach. La pantalla del móvil permanecía iluminada al otro extremo del baño y el suelo estaba frío. Dudó si dejarlo para después, pero el aparato reptaba peligrosamente hacia el borde de la repisa. Chasqueó la lengua en el instante de pisar la primera baldosa helada. Cuando vio el número de su hermano Miguel se le escapó un bufido.