1998

Disfrutó del tacto áspero del periódico que tenía doblado entre sus manos. Las miró y recorrió con los ojos el dibujo del relieve de las venas que sobresalían. En la izquierda eran más tercas, persistían incluso cuando apretaba el periódico, a pesar de que sentía la piel tensándose sobre ellas. Era la misma sensación de bienestar que le recordaba a algo de su niñez. Tal vez la misma que cuando el siamés que rascaba los cristales de su ventana mientras estudiaba acabó de vaciar la leche del bol que le había preparado y, en ese preciso instante, supo que no volvería a oír aquel molesto ruido tras los cristales. El carro de la comida apareció rodando a su derecha y una azafata muy joven le obsequió con una sonrisa de catálogo. Siempre le parecían modelos, con sus zapatos de tacón y sus faldas impecables. Tenían siempre ese porte altivo e impersonal que tanto le recordaba a la tía. Con una corta sonrisa asintió a la pregunta muda de la joven, metió el periódico en el respaldo del asiento delantero y bajó el soporte, al tiempo que ella colocaba la bandeja con la comida. Entonces le sirvió el zumo y él negó con la cabeza cuando le ofreció el café. Todo un ritual. Cuando le recogieron la comida se recostó y cerró los ojos. Había sido un buen viaje, había podido completar lo que había venido a hacer y volvía con esa sensación de libertad que le daba acabar con algo pendiente. Recuperó el periódico que había dejado en el bolsillo del asiento delantero y lo abrió de nuevo por la página de sucesos. Una mala reseña, pensó. Incompleta. Y, mientras releía la noticia que había esperado durante días, no supo si alegrarse por la suprema incompetencia del periodista que firmaba el artículo. Tal vez fuese lo mejor. «El cuerpo mutilado de un ilustre notario ha sido hallado en un parque de la ciudad junto a su perro. La policía todavía no ha podido encontrar las manos del fallecido, que le fueron seccionadas antes del fallecimiento. La investigación continúa abierta y la familia bonificará cualquier pista fiable que pueda ayudar a encontrar al culpable». Un trabajo perfecto, pensó. Sin embargo, aunque sabía que sólo una persona en el mundo podía hacerlo, le molestó que el artículo no describiese el modo en que había muerto: el dolor insoportable que le había hecho perder la conciencia de forma intermitente y que había acabado matándole; las veces en las que, a pesar de estar consciente, fue incapaz de moverse; los gritos que no pudo expulsar de su garganta reseca; y la sensación de impotencia que debió de sentir cuando, paralizado, como lo había estado él por sus ojos, presenció la amputación de sus propios miembros. Dog, igual que entonces, actuó como testigo mudo. Los altavoces anunciaron el aterrizaje en veinte minutos. Echó un vistazo a su reloj y frunció el ceño al calcular si el viejo perro se habría acabado ya su «postre sorpresa». Los carpianos y las falanges iban a darle mucho que roer antes de entrar en el sueño eterno.