1981

Las pocas veces que le preguntó por su madre, la respuesta fue siempre la misma: una extraña mueca entre el desprecio y una fingida conmiseración que le dejaba desarmado y sin ganas de insistir. La primera frase casi nunca variaba: «Ya sabes que tu madre no era muy lista…», y el final siempre era el mismo: «… porque tú y yo somos iguales, y la gente como nosotros no necesita a nadie, somos autosuficientes». Pero, a sus trece años, las cartas que había descubierto le otorgaron por primera vez el privilegio de la información y también el poder de decidir qué hacer con ella. Se sentía más alto y fuerte, y, sobre todo, mayor. Decidió guardar el secreto y quedarse, para él solo, lo que sabía por las cartas; ya tendría tiempo de verificar si las conclusiones a las que había llegado eran ciertas. A la tía, tantos años de salidas nocturnas recorriendo los lugares noctámbulos de la ciudad, y cierta propensión en su genética, le dejaron una herencia asmática que a los cincuenta y cinco empezó a necesitar de un inhalador. La enfermedad fue el principio del declive de su actividad social, y poco a poco espació sus salidas hasta reducirlas a la misa del domingo y al chocolate de los sábados por la tarde en la calle Petritxol. Así fue como ella empezó a pasar mucho más tiempo en el piso mientras él seguía con su rutina perfecta. Sólo en una ocasión la tía le contó algo de interés sobre la familia. Fue el día que ella le habló de la injusta supremacía del poder masculino y de cómo su sobrino, el hermano de su madre, le había enviado cuatro perras para cuidar de ella y de él cuando naciese. Y de que ella se había tenido que conformar con mantenerlos allí sin apenas beneficio porque jamás se habían vuelto a acordar de ellos. Aquel día la tía le dio una llave, la de la habitación del fondo del pasillo en la que él había nacido y que había ocupado su madre los últimos meses de vida. Él la había metido en su bolsillo y había esperado al sábado para usarla. Cuando entró, la habitación estaba oscura, y las persianas bajadas dejaban entrar un poco de luz por las ranuras, cosa que le imprimía un halo de irrealidad. Él subió las persianas y abrió un poco la ventana. En aquel ambiente tan cerrado costaba respirar, pero apenas lo notó. Los muebles estaban cubiertos con sábanas blancas y la imagen le recordó a la de los muertos, a los que tapaban del mismo modo. Tiró de una sábana y apareció una cómoda igual que la de la tía. Respiró hondo, y empezó a explorar el contenido de los cajones. Ropa, toallas, medias, libros. Los abrió en estricto orden, de arriba abajo y de izquierda a derecha, para no olvidarse nada. Lo fue devolviendo todo a su lugar. El ruido que hizo la puerta del piso al cerrarse le sacó de su estado de concentración y levantó la vista. La luz del día agonizaba ya y el silencio de la casa le caló la mente. Le dolían las piernas de estar tanto rato de pie, sin moverse, y hacía frío. Cerró el último cajón algo decepcionado: nada de aquello le era familiar, nada. Cerró las ventanas y se sintió extraño. Como si alguien hubiese vaciado su vaso justo cuando iba a beber. No había encontrado nada —un olor especial, un tacto familiar— que le conectara con lo que contenía aquel cuarto, con su madre. Había ido haciendo una lista en su mente de lo que quería conservar y fue abriendo los cajones en los que se encontraba cada una de esas cosas. A la hora de la cena salió y volvió a cerrar la puerta con llave. En la mano llevaba un álbum con fotos y la documentación de su madre, un neceser y un par de guantes blancos que olían a violetas.