1979

Sus miradas acusatorias le dejaban un sabor extraño en la boca, como si se hubiera metido en ella una almendra amarga y la hubiese masticado hasta convertirla en una pasta imposible de tragar. Algo que, sin estar, seguía allí horas después. Y él ni siquiera comprendía la causa. En el fondo era simple; la tía estaba sola por su culpa, por haberse entrometido, y se lo hacía pagar. Pero eso lo comprendió mucho después. Todo comenzó cuando los viernes empezó a encontrarse mal, a pasar la mañana sudoroso y mareado en clase, y la tarde, vomitando en la enfermería. El día en que la llamaron del colegio para que fuese a buscarle, no le avisaron. Cuando la vio, lejos de sentirse mejor, sus tripas se removieron y necesitó volver corriendo al lavabo. Esa tarde ella esperó en casa la llegada de don Ángel. Los oyó discutir desde su habitación. Dog estaba tras su puerta, husmeando ruidosamente con su alargado hocico para que él le abriese. Sólo lo haría para usar la navaja y acabar con él, pensó mientras se imaginaba abriendo al chucho en canal con la navaja roja como su sangre. Los gritos le devolvieron a la realidad. Sentado en su escritorio, con el estómago encogido mientras la mano oscura e invisible le estrujaba los pulmones, esperó acontecimientos, hasta que sus sentidos se abandonaron en el capítulo diez del libro de Ciencias y entró en otra dimensión. Después de aquel día, durante meses vivió acosado por el temor de que él volviese y afligido por la fría actitud de la tía. El último día de cada semana, al salir de la escuela, empezó a encoger sus pasos, y al final acabó contando las baldosas que separaban el colegio del piso de Aribau. En línea recta las pisaba todas, una tras otra. Los viandantes le adelantaban por ambos lados, incluso alguna mujer le preguntó si se encontraba mal, pero no, estaba bien, había encontrado el modo ordenado y perfecto de retrasar su llegada al piso sin desobedecer a la tía, «directo del colegio a casa». A ella no le costó mucho reponerse y volver a salir. Pronto regresaron los tintineos de sus pulseras doradas y el olor denso de su perfume, que lo impregnaba todo. Era alta y delgada, caminaba erguida y siempre parecía recién salida de una tienda de modas o de una sesión de peluquería. Una mujer de bandera, había oído decir en la portería a un grupo de hombres, pero él no tenía ni idea de lo que querían decir. Y así volvió la normalidad al piso de Aribau, una normalidad menos frágil a medida que él se hacía mayor y ella recuperaba su libertad. Hasta el día de las cartas. Ese día, buscando su partida de nacimiento para la escuela, las encontró en la cómoda de la tía. En la parte más profunda del tercer cajón, sus dedos toparon con un gran pliegue de papel. Pensó que se trataba de un libro y sintió curiosidad por el tipo de lecturas que guardaría ella en su cuarto. Al tirar, apareció el montón de cartas atado con una cinta de satén blanca y suave. Su mano apenas dudó un instante antes de metérselas rápidamente en el pantalón.