El tacto húmedo y tembloroso de sus dedos hacía que se sintiera asustado, incómodo, invadido. Las manos húmedas y blandas recorrían sus partes mientras unos ojos azules como el mar se clavaban en los suyos y lo atraían con hilos invisibles que no le dejaban elección. Sólo pensar en el mar que le recordaban le permitía estarse quieto mientras se esforzaba en mantener su mente lejos de allí, a salvo. Y Dog, mientras tanto, roía algo del suelo o se tragaba una de las galletas que don Ángel había traído para él, como si no pasara nada. Él aguantaba la respiración pensando que así todo iría más rápido, que el oxígeno dejaría de llegar al cerebro y perdería el conocimiento o, mejor aún, la memoria. Pero nunca lo consiguió. El ritual era simple. Primero las pastas, o el merengue, con un vasito para cada uno que don Ángel llenaba de la botella rara, la del líquido de color miel que le quemaba por dentro y lo hacía sudar como la fiebre. Luego las partidas que al principio siempre ganaba él. Deseaba ser su amigo, le había dicho, y él, que sólo había tenido a Mikel, ni siquiera estaba seguro de quererlo. Pero se acostumbró. Se acostumbró pronto a la rutina festiva de los viernes y, al principio, ése pasó a ser su día preferido de la semana; el día en el que, al volver del colegio, ya no estaba solo en el piso sin sol; el único día en el que merendaba; el día en el que podía jugar al ajedrez sin conocer todas las jugadas de antemano, como cuando era su propio contrincante. Pero todo eso —la compañía, y el amigo confortable con el que podía contar— se transformó en algo que le hacía sentir incómodo sin saber por qué. Y todo había empezado el primer viernes en que tuvo diez años, cuando don Ángel se presentó con el regalo. La cajita negra ya le pareció de por sí un milagro, su primer regalo de cumpleaños. Dentro, envuelta en un papel blanco como la nata que crujía con sólo mirarlo, estaba el tesoro. La navaja era del color de la sangre y cuando la tuvo en su mano le sorprendió el peso. Era suave, fría como el hielo y brillaba incluso más que las pulseras de la tía. Nunca había visto nada igual. Y era suya, sólo suya, para siempre, le dijo. Y él pensó de inmediato en las veces en las que había visto cosas de sus compañeros, cosas que también a él le gustaban pero que jamás tendría. Aunque nada como la navaja, eso seguro. Ese regalo era algo que en el colegio le haría famoso. Porque era suiza, auténtica, pensaba mientras acariciaba la diminuta cruz blanca sobre el rojo carmesí. Y ese día don Ángel le propuso jugar como los mayores, apostando. Si él ganaba, don Ángel le daría una moneda con agujero, de las de veinticinco pesetas; si perdía, como no tenía dinero, él podría darle alguna prenda que llevase puesta. Todavía sentía el peso de la navaja en su mano, húmeda de tanto apretarla, cuando aceptó las nuevas normas del juego. ¿Cómo podía haberse negado?