1976

Solía observarle caminar por el pasillo de los lavabos con aquel paso extraño, descompasado, pero animoso y tenaz. Pensó muchas veces si le gustaría ser él, con todo lo que representaba, y siempre se dijo que no. Aquel cuerpo hacía difíciles, casi imposibles, las cosas más sencillas, como jugar al fútbol o leer, cosas que los demás llevaban a cabo sin pensar. Hasta que trasladaron a su padre, y los Agoiti tuvieron que mudarse a Santander, Mikel fue lo más parecido a un amigo que tuvo. Él sí tenía una madre de verdad, y hasta dos hermanos mayores que le defendían a muerte si alguien se metía con la cojera o el parche de pirata que le tapaba uno de los ojos, siempre ocultos tras las gafas de cristales gruesos. Ellos fueron los que le buscaron y le convencieron para que fuera su protector en la clase, donde ellos no podían. Y él aceptó; porque no tenía nada que perder y porque la bolsa que le daban cada semana llena de chucherías era como un milagro en su espartana vida al lado de la tía. Pero lo mejor de Mikel era que siempre le invitaba a subir a su casa. Y él nunca había visto una casa igual. El suelo estaba cubierto de alfombras con dibujos y colores diferentes que don Antonio Agoiti traía de sus viajes por todo el mundo. En la habitación de Mikel, el suelo era un circuito de carreras con las líneas de la carretera dibujadas en amarillo sobre el asfalto gris, los aparcamientos en rojo y los semáforos coloreados. En aquella casa siempre podían jugar sin chaqueta, y Amelia, con su uniforme impoluto, todas las tardes les preparaba algo bueno para merendar. Cuando supo que se iban, pensó en todo lo que se perdería y en qué haría a partir de entonces. Perder de vista a Mikel no era precisamente lo que más le preocupaba, sino la sensación de protección que le daba su entorno, como si por ser su amigo él estuviera también a salvo, inaccesible para la tristeza o la soledad. El día que fue a despedirse había metido sus cosas en una maleta y la había dejado preparada bajo la cama, para que la tía no la viese. Pensó que tal vez en el último momento se atrevería a decirle a la madre de Mikel que quería irse con ellos y, a lo mejor, ella aceptaría con su sonrisa de caramelo y él podría estar de vuelta con sus cosas al cabo de pocos minutos para no retrasarlos. Esa noche apenas había podido dormir. Incluso había escrito una carta para la tía despidiéndose. Una nota corta, sin dirección. Lo habría dado todo por irse con ellos, a Santander o a donde fuese. Pero no se atrevió. La mano oscura e invisible que tenía en el cuerpo, la que aparecía siempre para estrujar su valentía, se lo impidió. Y los Agoiti desaparecieron también de su vida, como Maruja. Y, esta vez, tuvo la sensación de que le costaba menos. Había perdido cosas buenas, como la bolsa de dulces de cada semana, pero también la obligada atención a Mikel y el forzoso y lento viaje diario para acompañarle a su casa. Eso le dio, al principio, una nueva y extraña sensación de libertad. Únicamente se daba cuenta de lo solo que estaba cuando don Ángel, el notario amigo de la tía, venía a por ella y ambos salían juntos del piso. El ruido sordo de la puerta al cerrarse tras ellos le dejaba una desazón extraña en el cuerpo, como si él fuese el único superviviente en una tierra muda, descolorida, fría y hostil. Entonces se protegía cerrando por dentro la puerta de su cuarto y haciendo lo único que podía para escapar: sumergir los cinco sentidos en los libros.