Ésa fue la segunda vez que le dijo aquello de que ellos dos eran iguales y que la gente como ellos no necesitaba a nadie porque eran autosuficientes. Él no supo lo que quería decir esa palabra. Lo único que podía pensar, de pie en aquella iglesia tan grande y fría, era que Maruja se había ido a aquel sitio donde también estaba su madre y que las dos le habían dejado allí solo con la tía. La miró de reojo, casi sin volver la cabeza para que ella no le reprendiera. Era alta y delgada, se parecía a las señoras que salían en la revista de la mesita del comedor, la que cambiaba cada vez que arrancaban una página del calendario. Además, a su alrededor siempre flotaba aquel olor extraño y pegajoso de flores, sobre todo cuando se movía. Bajó la vista y se quedó mirando los zapatos de la tía. Eran negros, pero la hebilla de encima brillaba mucho. Le recordaron a los de la señora de los guantes blancos, la de la foto, y se le ocurrió que ella y la tía se parecían un poco, aunque la sonrisa era diferente. A la de la foto le sonreían los ojos. Se preguntó si Maruja tendría frío metida en aquella caja y acercó la mano enguantada a la nariz para soltar una vaharada que le calentó hasta los párpados. Ahora iba a estar más solo que la una, pensó. Ya no podría quedarse a hacer los deberes en la portería, ni merendar allí, al lado de la estufa. Y en la cocina de la tía casi no había comida. Entonces se acordó de cuando los gemelos se fueron al pueblo, a casa de su abuela, y de que a él le había parecido lo mejor del mundo. Porque iba a ser el único niño de Maruja y podría incluso quedarse a dormir en su casa, como hacía cuando era muy pequeño o cuando estaba enfermo, en lugar de subir al piso frío y oscuro de la tía. Pero pronto se dio cuenta de que Maruja estaba rara. Siempre tosía, y la primera vez que vio su pañuelo lleno de sangre él se asustó muchísimo. Durante semanas la vio encorvarse y hacerse más y más pequeña. Al final le costaba mucho respirar y ya no le daba tiempo de lavar los pañuelos, que siempre llevaba húmedos y teñidos de rojo. Hasta el día que cumplió nueve años. Ese día rompió la hucha y al volver de la escuela entró en la farmacia de la esquina de su casa. Hacía semanas que esperaba ser mayor para entrar en ella porque necesitaba un medicamento para curar a Maruja. Días después, la portería se quedó vacía, los del camión se llevaron todas las cosas de Maruja, y él subió a vivir definitivamente al piso de la tía.