1972

El intenso olor que siempre desprendía seguía allí aunque ella ya no estuviera. Era el mismo que quedaba en el vaso de la leche por las mañanas, o en la caja de los cereales cuando ella la había tocado. A él no le importaba, ni tampoco la aspereza de sus manos que tanto molestaba a los gemelos. Sólo la notaba cuando le abrochaba el abrigo y sus manos le rozaban la barbilla. O cuando tenía fiebre y ella le ponía la mano en la frente como si fuera un termómetro. Eso le hacía sentir mejor casi de inmediato. Maruja siempre estaba ahí. También cuando se ponía malo. Tenía seis años cuando se lo soltaron a la cara, como un escupitajo. Ella no es tu madre, le dijeron. De camino a casa murmuraban entre ellos, y cada poco uno de los dos se volvía y le miraba con pillería. Él intentaba con todas sus fuerzas oír lo que decían, pero con el ruido de los coches era imposible. Ellos iban delante, como siempre. Ese día deseó ser mayor para poder ir solo y no tener que aguantarlos más. Eran unos mentirosos, y aquélla era la más idiota de sus mentiras. Pero, aunque lo sabía, si hubiera podido les habría destrozado la boca a patadas. Intentó no pensar en ellos, sabía que lo hacían adrede para molestarle. Y lo estaban consiguiendo. En el semáforo paró un coche rojo y se le ocurrió contar coches, eso siempre le distraía. Pero ese día su cabeza no quería contar, ni distraerse, sólo llegar a casa y avergonzarlos delante de ella cuando les dijese que era todo una mentira. Se iban a pegar un corte que no olvidarían y él iba a estar allí para ver sus feas caras pecosas cuando Maruja los castigase por mentir. Esos pensamientos le hicieron acelerar el paso. Al llegar a casa, la encontraron fregando el vestíbulo. El olor familiar de la lejía se extendía como una nube tóxica a su alrededor. Los gemelos entraron en su casa entre gritos, empujones y risotadas. Él dudó, pero la curiosidad pudo incluso más que las ganas de avergonzarlos y se lo preguntó. No esperaba esa respuesta. Entró en la portería y se sentó a la mesa del comedor con la mochila todavía en la espalda. El pan que había dejado para él estaba esparcido por el plato, hecho migas, y del chocolate no había ni rastro. Pensó que, en el fondo, hacía tiempo que sabía que la gente comía y dormía en el mismo sitio, y que había algo raro en eso de vivir en la portería de Maruja y tener la cama en el piso de la tía. Permaneció unos minutos sentado, notando cómo crecía el agujero en su estómago, hasta que las tripas empezaron a dolerle y tuvo que ir al lavabo. Se sentó en el retrete, con las puntas de los pies rozando el suelo, y pensó en lo que pasaría ahora. Pregúntale a tu tía, le había dicho Maruja. Un escalofrío le puso la piel de gallina y se entretuvo pellizcándose la piel de la rodilla con los dedos de las manos como si fuesen pinzas, cada vez más fuerte, hasta que se le puso roja. La tía era una persona muy difícil, siempre le reñía, incluso antes de que él hubiera hecho algo o abierto la boca, y eso hacía que su corazón quisiese ir muy de prisa cuando ella lo miraba. Y esa vez no fue diferente, sólo que su respuesta lo dejó aún más confundido cuando le dijo que su madre no estaba, que había muerto y que, por suerte, él no se le parecía en nada. Tú y yo somos iguales, había dicho, y las personas como nosotros no necesitan a nadie.