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Comisaría de Puigcerdà

El día del funeral, J. B. Silva entró en el despacho de la comisaria con unas expectativas demasiado altas. Acababa de pasar el fin de semana trabajando en la OSSA y, a primera hora, ya había dejado sobre la mesa de Magda el informe forense de Jaime Bernat con una nota sobre las pesquisas del caso. Basándose en la relación del caporal y de la familia de éste con el fallecido, exponía en su escrito las razones por las que Desclòs no debía tomar parte en la investigación. Así que cuando Montserrat le avisó de que Magda quería verlo en su despacho, colgó el teléfono convencido de que se había librado del caporal.

Mientras tanto, Magda Arderiu permanecía sentada en su butaca con la vista perdida en los sauces del aparcamiento y una carpeta abierta sobre la mesa. Acababa de leer el informe forense por segunda vez y, tras la decepción inicial, había llegado a la conclusión de que cerrar el caso con una muerte natural era lo mejor que podía ocurrirle a su carrera y, por extensión, a la comisaría de Puigcerdà. Se colgaría la medalla de haber resuelto el caso en el tiempo récord de dos días y nadie saldría malparado. Naturalmente, tenía en cuenta el pequeño detalle del atropello post mórtem que mencionaba el informe, pero la clave estaba en la coletilla: post mórtem. Bernat había muerto de un infarto y lo que le hubiese pasado por encima no le importaba a nadie. Además, darle vueltas a eso sólo podía complicarles la vida. La realidad era que Jaime había fallecido y que ellos habían determinado la causa.

Incluso había conseguido que el hijo del juez tuviera cierto papel a la hora de esclarecer el caso, con lo que el viejo y estirado Desclòs estaría en deuda con ella, y ese detalle le facilitaría las buenas relaciones con el CRC. Eso la hizo pensar en la silla vacía que dejaba Bernat en el consejo. Asintió mientras se relajaba apoyada en el respaldo de su butaca. Corrían nuevos tiempos, tiempos modernos en los que instituciones como el CRC, en las que se había vetado la entrada a las mujeres, tenían la ocasión de subirse al carro de la modernización y mostrar su carácter abierto y progresista. Fantaseó con esa silla y se imaginó sentada en ella. Con su traje chaqueta marfil y los Prada violeta que había comprado la semana anterior en Andorra sería la reina de la foto. Además, a Vicente le daría un tembleque sólo de imaginar algo así después de haber intentado, por activa y por pasiva, sentar sus posaderas institucionales en una de las preciadas sillas del consejo. Pero el alcalde carecía de la solera que se requería para entrar en el selecto grupo. Ella, sin embargo, podía aportar algo que nadie iba a poner en duda: modernidad y apertura. Sí, programaría una comida con alguno de los miembros para empezar a recabar apoyos.

Buscó en el bolsillo interior del bolso la pequeña llave del archivador privado y lo abrió. La primera carpeta era la del CRC. Bien, el uno era su número de la suerte… Eso sólo podía leerse como una señal positiva de que su plan era acertado.

Los once nombres de la lista atesoraban la mayor parte de las tierras del valle. Magda cogió el rotulador rojo del lapicero y sujetó el tapón con los dientes mientras trazaba la línea que dejaba libre su silla. Se irguió satisfecha. El segundo nombre de la lista, Jaime Bernat, resaltaba ahora entre los otros diez gracias a la contundente línea roja que lo tachaba. Le tentó la idea de escribir su nombre, pero no quiso precipitarse, ya habría tiempo. Volvió a tapar el rotulador, y leyó con atención el resto de los nombres visualizando el rostro de cada uno de ellos. Puede que Casaus fuese un buen comienzo. Había charlado con el alcalde de Pi en varias ocasiones y sólo unos meses atrás le había dado el pésame por la muerte de su esposa. Además, ahora se daba cuenta de lo acertada que había estado poniéndose de su parte al estallar el problema de los riegos en Pi.

Al fin cogió un bolígrafo negro y escribió sus propias iniciales a la izquierda de la raya roja. No se podía negar que, en el tiempo que llevaba en el valle, había jugado bien sus cartas.

Cuando llamaron a la puerta, Magda buscaba el teléfono de Casaus en la vieja y repleta agenda que había heredado de su antecesor en el cargo. Con un gesto impaciente ordenó al sargento que se sentara y siguió buscando el número. Ni rastro. Desde luego, Salas-Santalucía era un pueblerino con una agenda repleta de números inútiles. Por suerte, ya no estaba. Era increíble que hubiese durado tanto en el cargo. Sólo podía entenderse porque, en realidad, nadie quería el puesto de comisario en el valle del culo del mundo. En fin, Montserrat le conseguiría el número. Magda se apartó el pelo de la cara con el anular y el meñique, y miró al hombre que tenía sentado enfrente.

—Bueno, sargento, parece que se ha resuelto el caso y podrá volver a sus anteriores obligaciones. Por cierto, ¿ya le hemos devuelto las pertenencias de Bernat a su hijo?

Él la miró perplejo y apenas pudo responder con un lo haremos esta mañana.

Magda asintió satisfecha y cogió uno de los portafolios que tenía sobre la mesa. Lo abrió y miró al sargento.

—¿Algo más?

J. B. carraspeó y se rascó con la mano la parte derecha del cuello, donde tenía el tatuaje.

—¿Ha leído mi informe, comisaria?

Magda puso cara de perplejidad. ¿Acaso le debía alguna explicación a ese desarrapado? ¿Quién se había creído que era? De pronto recordó el supuesto papel de Silva en una trama de espionaje contra ella y se contuvo.

—No, con el informe de la autopsia es suficiente. Cuando tenga un minuto le echaré un vistazo al suyo, no se preocupe. Si no se le ofrece nada más…

El sarcasmo siempre había sido su fuerte para desalentar a los pesados. Y en este caso estaba segura de que él era lo bastante inteligente como para captarlo. Pero cuando levantó la vista supo que también era terco, demasiado terco.

—Comisaria, la muerte fue por una parada cardiorrespiratoria, pero alguien atropelló al cadáver. Le pido permiso para ocuparme de averiguar quién lo hizo. Dado que las huellas de las roderas están en el laboratorio y ya sabemos que pertenecen a un vehículo ligero, creo que dentro de un par de días podremos tener algo. Estoy convencido de que fue alguien de la zona. No tardaremos mucho en encontrar al culpable.

Magda notó que empezaba a dolerle la cabeza. ¿Por qué le mandaban a todos los idiotas? Le estaba ofreciendo la oportunidad de cerrar un caso y él insistía en seguir. Santa paciencia… O puede que fuese una prueba, que lo del atropello sin resolver llegase a oídos de la central y se convirtiese en un problema. Por otro lado, se trataba de su comisaría, así que ¿quién decidía?

Volvió las hojas de la carpeta con manifiesta irritación.

—Sargento, Bernat murió de un infarto, punto. No vamos a remover algo que no nos llevaría a ninguna parte.

—Bueno, de hecho nos faltan los tóxicos…

La comisaria ya no pudo contenerse más.

—Entonces, sargento, el caso está cerrado porque lo digo yo. Y santas pascuas.

Y, cruzando las manos sobre la mesa, añadió:

—Mande a Desclòs a buscar las pertenencias del muerto y que se las entregue a su hijo antes del entierro.

Magda se dio cuenta en ese momento de que el sargento miraba algo con mucho interés, así que bajó la vista. Una gruesa línea roja sobre el nombre de Jaime Bernat destacaba de forma escandalosa en la primera página. A la izquierda, dos iniciales. El rotulador seguía en la mesa, y las marcas de carmín húmedo, en el tapón. Magda cerró el portafolios y cruzó la mirada con la del sargento. En ese instante tuvo el presentimiento de que aquel detalle no la favorecería.