17

Finca Prats

Kate esperaba sentada en su lado favorito del Chester a que Dana terminase de encender el fuego. Había preparado una infusión de té verde con menta y limón para cada una y esperaba a que se sentase para preguntarle lo que le ocurría. Gimle, echado sobre su almohadón, miraba hacia su ama, pero Kate sabía que el golden se moría por subir al Chester. Se oía el crepitar del fuego, interrumpido por los relinchos inquietos del caballo de Dana. Fuera se había levantado viento y Kate decidió intervenir.

—¿Quieres que lo lleve a la cuadra de atrás?

—No —respondió Dana, y se levantó de un salto—. Hace mucho frío. Ya voy yo y vuelvo dentro de un minuto. Tú vigila el fuego.

Kate asintió y se cubrió hasta los hombros con la manta. Gimle apoyó la cabeza sobre las patas delanteras con resignación.

A Kate le encantaba cómo olía la sala, a madera quemada, a flores secas y al aroma de campo que entraba por debajo de las puertas o se filtraba por las rendijas de las ventanas desde los establos. Mientras daba sorbitos a la infusión para no quemarse, meditó sobre lo ocurrido apenas doce horas atrás en la lujosa decoración minimalista de la suite del Arts. Parecía que habían pasado semanas. Las manos de Paco recorriendo su piel no le habían provocado la reacción esperada. Ni siquiera consiguieron erizarle la piel. Kate se revolvió incómoda en el sofá, dejó la taza y apartó la manta para ir a atizar el fuego. Probablemente llevaba demasiados meses dedicada de forma obsesiva a trabajar. Además, de un tiempo a esta parte había empezado a satisfacer por sí misma sus deseos y, la verdad, lo hacía mejor que nadie. Volvió a sentarse y levantó la vista. Los ojos de la viuda en ese momento hicieron que se sonrojara y buscó refugio para los suyos en las llamas vivas del fuego.

En cierto modo, su admiración por la viuda Prats era la causa de que ambas estuviesen solas, de que cada una hubiese encontrado a su manera el modo de vivir en soledad emulándola. A ella le iba bien, estaba satisfecha con su vida, su trabajo, su cuerpo y sus manías. Aunque en ocasiones echase de menos la calidez de un abrazo, lo cierto era que no le faltaban candidatos, tanto en el bufete como fuera de él, pero se negaba a renunciar a su libertad.

Dana, sin embargo, aunque ella misma no fuese consciente, no estaba hecha para vivir sola. Necesitaba a alguien que la cuidase. El ejemplo de su abuela y su deseo de ser como ella eran lo que la había empujado a no querer depender de nadie y a intentar ser autosuficiente. Pero bastaba con verla para saber que algo no iba bien en su mundo. De repente, una fugaz corriente de aire le acarició la espalda e hizo centellear con fuerza las llamas. La vivacidad del fuego iluminó los antiguos muebles, alfombras y anaqueles de la sala. Nuestro refugio en la Tierra, susurró recordando la frase favorita de Dana. Tal vez ninguna de las dos se había planteado cuál era el coste emocional de esa independencia, sobre todo si estaban tan separadas la una de la otra como en el último año.

Evitó pensar en los esparadrapos y en el temblor de sus manos al abrazarla. Eso la hacía sentir culpable y no soportaba esa sensación. Trató de adoptar una posición más erguida y cruzó las piernas sobre el sofá. Lo que necesitaba Dana era crecer de una vez porque ella no podría estar siempre disponible y pendiente de sus crisis. Además, sus nuevas obligaciones como socia la tendrían muy ocupada, así que, en adelante, aún sería más difícil encontrar un hueco para subir al valle. Y, encima, ahora no podía bajar la guardia con el caso Mendes. El infame hermano del jefe y sus desaguisados económicos no se lo pondrían fácil para salir airosa. Tendría que estar alerta, usar toda la artillería. Y no podía olvidar a Bassols, dispuesto a defender su imbatibilidad con el mismo interés aguerrido que ella. Por un momento deseó jugar en su mismo equipo. De hecho, al empezar Derecho, la Fiscalía había sido su principal objetivo. Alzó la vista. Los ojos de la viuda le devolvían una mirada intensa y severa. Había acabado defendiendo a un tipo como Mario y se había liado con un hombre que le doblaba la edad y que era su jefe. En ese momento no se sentía muy lista, la verdad.

—Esta semana han bajado mucho las temperaturas —anunció Dana tras entrar en el salón, lo que hizo que Gimle levantara la cabeza hacia ella.

Se quitó el chaleco acolchado y cogió el atizador.

—Podías haber vigilado el fuego, ¿no?

Kate miró a la chimenea mientras Dana reavivaba la lumbre.

—Bueno, voy a la cocina para sacar la pasta. Tú pones la mesa.

Kate asintió sin apartar la vista del fuego. La oía trajinar con los platos y pensó que en el caso de Mario también habría que hacer malabarismos. Con lo que tenía entre manos en aquel momento, en circunstancias normales le habría importado muy poco que hubiesen encontrado muerto al enemigo acérrimo de las Prats. Pero la voz trémula de Dana y las dos visitas de la policía a las pocas horas de encontrar el cadáver de Jaime Bernat ya eran harina de otro costal.

Dana regresó de la cocina y Kate observó cómo echaba los últimos troncos del cesto en la chimenea. Los capuchones que protegían las puntas de sus dedos significaban la vuelta a las andadas. Además, estaban bastante gastados, así que quizá llevaba semanas haciéndolo. Y, encima, ahora estaba sola y nadie controlaba su medicación ni su dieta. Miró a Gimle, aparentemente relajado en su almohadón pero con la vista clavada en Dana. Ojalá él pudiese cuidar de ella, pensó, como en una historia de dibujos animados, y evitar sus crisis. Se le ocurrió que, cuando entraba en una de esas etapas depresivas. Dana lo exageraba todo, y puede que también lo hubiese hecho con la muerte de Bernat y las visitas de la policía. Llegar a esa conclusión le dio rabia. Como de costumbre, la había obligado a dejarlo todo para salvarla de un fantasma. En ese momento, como si pudiese oír sus pensamientos, Dana se volvió hacia ella con las cerillas todavía en la mano y le susurró:

—Necesitaba que vinieras y que me dijeses que no tengo de qué preocuparme.

La niña frágil e inadaptada a la que siempre defendía de pequeña seguía ahí, agazapada bajo la piel de una mujer adulta. Si quería que volase sola, tendría que emplearse a fondo para conseguirlo. Y el primer paso era mostrarse dura con el asunto de Bernat.

—Venga, cuéntame lo que ha pasado y veremos qué puedo decirte.

Dana frunció el ceño y resopló conteniendo los nervios. Kate se la quedó mirando.

—Siempre has sido muy peliculera, Dan, estoy segura de que no es tan grave. Lo más probable es que haya dejado un caso importante para venir a apagar el fuego provocado por una cerilla.

Dana la miró incrédula. El crepitar de las llamas era lo único que se oía. Kate se sintió incómoda, como si en los silencios que las separaban Dana pudiese oír sus pensamientos. Entonces vio cómo se volvía de nuevo para mover los troncos. Observó su espalda, el movimiento derrotado de los brazos, sus hombros caídos y el inmenso esfuerzo que parecía precisar para llevarse las manos a la cabeza y ajustarse la coleta.

—Hace dos días, la madre de Chico encontró el cadáver de Jaime Bernat en la era que le tienen arrendada —expuso Dana de espaldas a ella.

Kate asintió.

—Es lo que me contaste por teléfono, pero todavía no entiendo qué tiene eso que ver contigo y con la visita de la policía.

—Bueno, pues resulta que algún vecino declaró ante la policía que me había visto discutiendo con Jaime.

Dana se volvió. Kate esperaba en silencio.

—Es verdad. Discutí con él porque ya no podía más —se justificó.

Kate chasqueó la lengua sin poder apartar la vista de las manos de Dana. La veterinaria permanecía sentada en el suelo, con las piernas cruzadas sobre un almohadón, y antes de continuar escondió los dedos bajo sus muslos.

—Tuvimos un incendio en las cuadras el pasado mayo, suerte que los chicos lo sofocaron casi de inmediato y sólo perdimos un par de boxes. Pero en julio un vertido anónimo de purines en el agua, que según la policía fue accidental, casi me cuesta la yeguada. Y, por si fuese poco, hace unas semanas aprobaron el cortafuegos en Santa Eugènia y, mira qué casualidad, tenía que pasar precisamente por mis tierras.

Kate asintió. Dana estaba rabiosa por fuera pero, por dentro, temblaba como un flan. Lo notaba. La conocía demasiado, y detectaba en seguida los intentos por disfrazar sus verdaderos sentimientos con un sarcasmo que no le iba nada.

—Sí, ya lo he visto cuando venía. Pero ya sabes cómo son y las perrerías que le hacen a todo el mundo para conseguir lo que quieren. Olvídate de ellos. Acuérdate de que tu abuela siempre nos advertía que pasáramos de esa gente.

—Ya, pero ella no sabía hasta dónde podían llegar, y esta vez se han pasado. Cuando me he quedado sola se han atrevido a avasallarme como nunca lo hubiesen intentado cuando ella vivía.

Kate dio un último sorbo al poleo, que ya estaba frío. Se incorporó para acercar un cenicero de cristal y dejar la taza vacía en él. Había que quitar hierro al asunto porque las jugadas de los Bernat eran parte del paisaje en la finca Prats, y no debía dejar que Dana se regodease en su mala suerte. Lanzó una mirada al cuadro; la viuda jamás se dio por vencida. Volvió a apoyar la espalda en el respaldo del sofá.

—De todos modos, nada de lo que me has dicho es tan importante como para tener que enfrentarte a Bernat o para estar así —señaló tratando de ir al grano—. Madura, Dan, no puedes dejar que lo que hace la gente te afecte tanto. De hecho, no puedes dejar que nada te afecte tanto como para volver a las andadas —dijo señalando con la barbilla las manos que Dana escondía bajo los muslos.

La veterinaria bajó la cabeza y uno de sus rizos pelirrojos se deslizó hasta caerle delante de la cara, pero no se movió.

Kate respiró hondo. Tanto victimismo y autocompasión la ponían enferma. Y entonces la oyó susurrar:

—No sabes nada.

—Pues ilumíname —le ordenó con severidad—. O hay algo más que no me has contado, o no entiendo por qué tuviste que enfrentarte a él —acusó en tono seco—. Y, si no es así, crece de una vez y pasa de ellos. O al final te pondrás enferma de verdad y lo perderemos todo.

¿Cómo podía Dana no darse cuenta de que nunca estaría preparada para enfrentarse a gente como los Bernat, de que simplemente no daba el perfil, de que nunca sería lo bastante fuerte?

Los ojos de la veterinaria empezaban a mostrar el familiar brillo acuoso que hacía que Kate se sintiera culpable de inmediato, así que la abogada se refugió en el fuego y pensó si conseguiría algo. Luego la miró de nuevo. Mierda. Sabía que Dana era de lágrima fácil, y más aún desde la muerte de la viuda. Pero, maldita sea, tenía el cargante don de hacerla sentir como una bruja.

—No entiendes nada —la oyó susurrar de nuevo.

Se le había quebrado la voz, y Kate tuvo ganas de apalear a Jaime Bernat aunque estuviese muerto. Pero, en lugar de eso, cogió aire.

—Anda, tómate la infusión y cuéntame por qué discutiste con él —propuso en tono conciliador.

Dana sacó un clínex del bolsillo del pantalón y se sonó. Luego cogió la taza y la mantuvo apoyada sobre el regazo, entre las manos. Kate iba a decirle que la infusión ya debía de estar muy fría cuando Dana lo soltó como si se tratase del lastre más pesado del mundo.

—Cortaron el roble de la abuela. —Y en un hilo de voz continuó—: Tienes que haberlo visto.

En un primer instante, Kate no supo de lo que le hablaba. Cuando lo comprendió tuvo que contener las ganas de zarandearla. Dana era la única persona del mundo capaz de enfrentarse a un cacique como Bernat por un árbol. Miró al retrato de la viuda y, de pronto, comprendió de qué iba todo aquello. Recordó el entierro y supo que se refería al roble centenario bajo el que estaban enterrados sus abuelos y su madre. Claro que había visto el cortafuego. Desde la carretera era imposible no apreciar la piel de la montaña cuando la habían rasurado de una forma tan brutal. Pero el árbol de los Prats estaba algo desviado al norte de la línea de tala, y Kate ni siquiera se había imaginado que alguien se atreviese a dañarlo. Además, bajo su copa estaban las lápidas de madera que marcaban el lugar en el que habían sido enterrados. Lo que le estaba diciendo Dana no tenía ningún sentido.

—Pero es imposible que los operarios no vieran las lápidas…

Dana ya no se esforzaba en contenerse y dejaba fluir las lágrimas sin resistencia.

—¡Es que no fueron ellos! Fue Bernat. Hacía casi una semana que los operarios habían acabado. Fue él. Estoy segura.

—No lo entiendo —dijo Kate—. ¿Por qué?

Dana se secó las lágrimas con el clínex y el dorso de la mano, y la miró a los ojos.

—¡Por maldad! Por eso cuando los mozos de las cuadras me dijeron que estaba trajinando en la era vecina fui a buscarlo. Le dije que sabía que había sido él y que a partir de ese momento empezaba la guerra. Que no descansaría hasta arruinarlo. Santi nos miraba desde lo alto de la era, pero no se movió, y yo me encaré con Jaime, ¡y le solté todo lo que se merecía escuchar!

—¿Y él qué respondió?

Le costaba imaginar a su pacífica amiga gritándole barbaridades a Bernat.

—Que él no había hecho nada y que, si buscaba guerra, conmigo no tenía ni para empezar. Y entonces desplegó la lista de amenazas de siempre: que si pronto se harían con mis tierras, que si se había acabado mi tiempo, que si éste no era sitio para una mujer sola. Y lo que más me molestó fue cuando habló de la abuela, que ya había tenido suficiente paciencia con ella y que, si no quería irme por las buenas, me echarían por las malas.

A Kate no le pasó inadvertido cómo había cambiado el tono de voz de Dana al hablar de la viuda. Pero la veterinaria continuó.

—Entonces le dije lo que había averiguado de Santa Eugènia, que sabía que las tierras no eran suyas, que encontraría a la propietaria aunque fuera lo último que hiciese y que le contaría sus chanchullos con los arrendatarios. Y, también, que no se le ocurriese dormir tranquilo.

Kate negó con la cabeza.

—No tenías que haberlo hecho. Ni siquiera debiste acercarte a él. A veces parece que no tengas cabeza, sabes de sobra lo mala gente que son.

Dana se incorporó y levantó la voz.

—¡No me digas lo que no tenía que hacer! —gritó molesta—. Alguien debía plantarle cara a ese tirano aunque ahora vaya a arrepentirme. Pero que precisamente tú, la primera que siempre saca la espada, me digas que aguante todas sus agresiones sin chistar…

Kate cerró los ojos. ¿Cómo se podía ser tan estúpida?

—Lo importante no es desenvainar la espada, sino saber contra quién puedes hacerlo, y Bernat no era un buen adversario. Jamás lo fue. Tu abuela bien que lo sabía, y te lo dijo. Me parece mentira que no le hicieses caso. De todos modos ahora está muerto, así que poco importa. Tendremos que averiguar cómo sacarte de escena y punto.

Dana sostenía la taza de la infusión con las dos manos y, aun así, no podía impedir que le temblaran. Mantenía la mirada perdida en algún punto de la librería, y ni siquiera cuando Gimle descansó la cabeza en su regazo la apartó. Kate se sintió mal, como siempre que discutían. Dana siempre se lo tomaba todo del peor modo posible. En esas ocasiones, su amiga podía permanecer horas con la mirada perdida en su mundo de ángeles, espíritus celtas y otras mil maravillas. Y, como siempre, acabó siendo Kate la que dio el paso.

Se levantó y la cubrió con la manta mientras Dana seguía con la mirada perdida en el fuego. Era especialista en mostrarse herida. De acuerdo, jugaría a ese juego, pero esta vez no sería tan suave. Había que empezar a curtirla.

—Debiste de pasar un mal rato —concilió Kate intentando mostrar una empatía que su pragmatismo le impedía sentir de veras.

—Ni te lo imaginas… —respondió Dana mirándola fugazmente—, porque entonces fue cuando me soltó lo de Santi.

Kate frunció el ceño.

—¿El qué?

—Pues que había sido una estúpida al rechazar el trato y que ahora, por mi testarudez, lo perdería todo.

Kate recordó la mirada glacial de los Bernat y la arrogancia que siempre mostraban.

—Todavía no me puedo creer que esa propuesta fuese en serio —dijo la abogada—. Ese hombre piensa que estamos en la Edad Media. Además, me imagino que el neandertal de su hijo diría algo…

Dana negó con la cabeza.

—Es como su padre. A los Bernat sólo les importa la tierra, la llevan en la sangre, pero no comprendo por qué Santa Eugènia los tiene tan obsesionados. —Y se detuvo un instante—. El problema es que algún vecino me vio discutir con él. Y, cuando la policía me interrogó, parecía que sospechasen de mí. Tengo miedo. Ya sabes cómo es la gente, siempre esperando la oportunidad de ir contra nosotras. Además, los Bernat tienen muchas tierras arrendadas por esta zona.

—¿Has hablado con Miguel? Seguro que puede hacer algo para que te dejen en paz. Por lo que me has contado, no pueden acusarte de nada, sólo discutíais, y Santi estaba delante.

Dana la interrumpió.

—Ésa es otra. Él afirma que no estaba allí, que estaba en otro sitio, y el sargento dice que tiene testigos. —Dana levantó de nuevo la voz—. ¿Cómo se supone que puede alguien estar en dos sitios a la vez? Porque yo lo vi. Cuando abandoné la era, los dos se quedaron allí, y ambos estaban bien vivos.

—Habrá sobornado a algún testigo, igual que hacía su padre.

—De todos modos, nadie puede ser tan malo como Jaime Bernat, ni siquiera Santi, y estoy segura de que ahora que no le obligará a perjudicar a la gente todo resultará más fácil.

Kate frunció el ceño. No le gustaba nada pensar que Santi comenzase a maquinar por su cuenta, e intuía que él mismo había comprado la coartada puesto que su padre ya estaba muerto. Convivir toda la vida con un maestro del mal le convertía en alguien peligroso. Recordó su cara y esa mirada sin alma de los Bernat. Esa mirada inmisericorde seguía en el valle y no auguraba un futuro mejor a la finca Prats. Pero no quería inquietar a Dana, que sólo esperaba como un cachorro a que la animasen, ni mostrarle sus temores; en ese estado de fragilidad permanente en el que parecía estar viviendo asustarla únicamente podría empeorar las cosas.

—No te preocupes. Si la cosa va a más pediremos ayuda. De hecho, uno de los socios del bufete es el mejor penalista de Barcelona. Pero estoy convencida de que podemos apagar la chispa antes de que prenda. ¿Cuál es la causa de la muerte?

Dana se encogió de hombros.

—La policía no me lo dijo.

—De acuerdo. Si vuelven a molestarte, hablaré con ellos.

Dana asintió. Se la veía reconfortada, y Kate se preguntó cómo podía alguien ser tan inocente. Y, sin embargo, advirtió que Dana acababa de contagiarle la sensación de peligro con la que había vivido las últimas horas.

—He visto que has traído una bolsa muy pequeña. Confiaba en que te quedases hasta el próximo fin de semana para la fiesta de tu abuelo.

Kate negó con la cabeza.

—No, he subido para ver qué pasaba e intentar que no te molesten más. Creo que sólo será un malentendido. Además, ahora tengo entre manos un asunto importante en el bufete y no puedo quedarme. El martes bajaré a Barcelona y el sábado volveré a subir.

Permanecieron en silencio. Dana bebía sorbitos de su infusión mientras Kate seguía dando vueltas a la historia del árbol con la vista fija en el fuego de la chimenea.

Jaime Bernat sólo se movía si podía obtener algún beneficio, y lo del árbol era sencillamente una gamberrada. Un acto de vandalismo como ése no era propio de un hombre del valle como él. Los viejos solían tener respeto por esas cosas. Pero Dana siempre estaba preparada para culpar a los Bernat de cualquier incidente y, esta vez, parecía tan convencida de que habían sido ellos que Kate decidió no cuestionarla. Ya habría tiempo para ahondar en el asunto. Ahora lo más importante era que la policía resolviese el asunto y la dejasen tranquila. Kate apoyó el brazo en el respaldo del Chester y dobló la rodilla sobre el asiento para darse la vuelta hacia su amiga, que volvía a secarse las lágrimas. Entonces le alargó el brazo para tocarle el hombro con suavidad. Ese gesto provocó un nuevo sollozo. Kate se movió hasta su lado y la abrazó. Permanecieron así unos segundos, hasta que Dana se volvió hacia ella y sus miradas coincidieron a pocos centímetros. Kate notó que su amiga contenía la respiración y la besó en la frente antes de volver a su sitio.

La observó atentamente, en silencio. Dana miraba el fuego. Su pelo olía a caballo y a champú de avena, y estaba bastante más delgada que de costumbre, pero seguía teniendo las caderas prominentes de las Prats. Sin embargo, ahora podía adivinarse la forma de los huesos de sus rodillas y los cuádriceps a través del pantalón negro de montar. Con el pelo alborotado, su cara aún parecía más menuda, y los ojos, más grandes y tristones. Kate sabía lo que necesitaba su amiga, pero ella también tenía una vida y Dana debía empezar a construir su propia coraza y a cuidar de sí misma.

—Me encanta tu perfume. Arriba dejaste una muestra la última vez —la oyó decir.

Kate asintió sin prestar atención.

—Me gustaría saber lo que te preguntó la policía cuando estuvo aquí.

La veterinaria se encogió de hombros.

—La primera vez vinieron dos hombres, el hijo del juez Desclòs y el sargento Silva. La segunda ha sido esta mañana, y ha venido el sargento solo.

Kate la animó a proseguir.

—El sargento me preguntó si era verdad que había discutido con Jaime, y se lo confirmé. También quiso saber dónde había estado ese día, y les dije que en la finca de los Masó, con el ganado.

—¿Quién es ese Silva? ¿Le conocemos? —la interrumpió.

—Es amigo de tu hermano, de la academia de capacitación. Hace sólo unas semanas que se ha instalado en el valle. Pero quien me acusó de mentir fue el otro. Según él, Santi afirmaba que no había estado allí y luego me acusó de mentirosa.

—Y que su palabra es la ley, ¿no?

La veterinaria esbozó una mueca.

—Yo sólo les dije la verdad.

Kate asintió y de inmediato dibujó una sonrisa maliciosa.

—¿Y dices que estabas con Chico?

—Sí.

Kate enarcó las cejas.

—Mira, ya te he dicho que ni lo pienses —replicó Dana—. Su padre es de los de la vieja escuela, ya sabes. Yo le dejo algunas máquinas cuando las necesita y Chico me ayuda cuando me hace falta. Además, le llevo cinco años, y sólo estuvo un rato. Después su padre lo mandó a llevar algo urgente a Mosoll.

Kate cambió de posición en el sofá.

—Al viejo Masó no le debe de gustar nada que su hijo ande metido en tratos con una Prats.

—Seguro —Dana sonrió—, pero no va a durarle mucho la pena. Chico está buscando trabajo en Andorra y en cuanto le salga algo se irá.

—¿Estudió?

—Agrónomos.

—No creo que de momento encuentre nada. El trabajo también está muy difícil allí. Tienes Chico para rato…

Dana la miró sin comprender.

—¿Qué quieres decir?

—Vaaamos, Dan, soy yo. He visto cómo te miraba y tu cara cuando lo del culito. Le gustas, y si no lo aprovechas estás loca. Te digo que no está el patio para despreciar a un tipo así. Y, encima, ¿cuántos años tiene? ¿Veinticinco?

—Habla la experta. ¿Cuánto hace que no sales con alguien? —repuso enarcando una ceja—. ¿Y se supone que tú vas a arreglar mi vida amorosa?

—Qué burra eres.

Dana sonrió con ganas por primera vez.

—Sí, es una pena que no puedas vivir sin mí. Por cierto, ¿ya has llamado a tu abuelo?

Kate negó con la cabeza, reflexionando sobre quién era en realidad la que no podía vivir sin la otra.

Dana insistió:

—Pues deberías llamarle. Mañana es el entierro de Bernat y él querrá ir.

—Sí, puede que aproveche para hablar con la policía mientras tú le haces de muleta.

—No, yo no voy a ir —sentenció la veterinaria.

Kate asintió con vehemencia.

—¡Tú sí vas a ir! ¿Es que quieres que todos hablen de tu ausencia? Eso sería echar más leña al fuego, y hasta que sepamos de qué va todo esto del interrogatorio más vale que intentes actuar con normalidad.

Dana la miró pasmada.

—¿Es que no has oído ni una palabra de lo que te he dicho antes? —preguntó indignada—. A ese funeral no iría ni a rastras. El de la abuela fue el último. ¿Entiendes? Ese hombre no merecía ni ser pasto para los lobos. —Y, tras coger aire, continuó—: De todas formas, parece ser que los cuervos le arrancaron los ojos.

—¡Joder, Dana!

—¿¡Qué!? Ojalá aún hubiese estado vivo cuando lo hicieron, así habría notado todos sus picotazos. Alguien que manda cortar un árbol sagrado que ha sobrevivido cientos de años no merece menos.