Bar Insbrük
J. B. esperaba a Gloria sentado en la barra del Insbrük con una Agua de Moritz entre las manos. La forense había descolgado al segundo tono, así que lo más seguro era que hubiese estado esperando su llamada. Algo que él había pospuesto adrede para darle tiempo a terminar el informe. Luego, había rechazado su invitación para pasar por su casa; quería estar seguro de saber si quería meterse en algo con ella. Y eso le había dejado la misma sensación de orgullo en el cuerpo que cuando empezó con la «sin». Porque eso era justo lo que debía hacer: usar la cabeza y no dejar pensar a la entrepierna.
Empezaron a llegar jugadores y J. B. se preguntó si había sido buena idea quedar allí. Porque al hacerlo había olvidado por completo las previas del torneo de dardos del fin de semana y el enjambre bullicioso en el que se convertía el local durante esos días. A las ocho, el bar era un hervidero, y la dueña empezó a repartir las tarjetas con los turnos para que los grupos fuesen a entrenar a las dianas del sótano. Se respiraban la cerveza y los nervios de las previas, y eso le recordó el Arrow, el garito de Cornellà en el que se reunían desde siempre los jugadores del cuerpo y donde había jugado con Miguel durante la época de la academia de capacitación.
Sin embargo, el Insbrük era algo distinto. Allí se jugaban las mejores partidas de dardos del valle, pero también era territorio de moteros. Era el local al que los Salas —Miguel y su hermano Tato— lo habían llevado la primera noche que pasó en el valle.
Miguel Salas era de los que nunca dejaban tirado a nadie, y J. B. sabía que había sido una suerte coincidir con él en la academia. Cuando supo que lo había criado un abuelo que llevaba veinte años como comisario de la misma zona, comprendió que no le fallaría jamás. A Miguel le faltaba un poco de mundo, era fácil darse cuenta, y no estaba hecho para patrullar por las zonas en las que J. B. acostumbraba a moverse. Miguel era de los que el día menos pensado volvían con la cara partida por no haber sabido de quién fiarse. Y eso que no buscaba complicaciones. Le gustaban los dardos, la cerveza, delegar con estilo y escurrir el bulto cuanto podía. Pero era un tipo tranquilo, nunca tenía prisa y se podía contar con él. Excepto en temas de dinero, porque siempre estaba sin blanca. El problema eran las mujeres; le iba lo prohibido, los retos y el riesgo. Por eso cuando le telefoneó para decirle que se iba al valle a vivir tranquilo de guarda forestal, a J. B. le pareció que era el mejor modo de preservar su integridad física.
Se levantó del taburete para coger el cesto de los cacahuetes y miró el reloj. La forense era de las que se retrasaban. Vaya por Dios. Se sentó de nuevo y al volverse la vio en la puerta. Paso firme, camisa blanca ajustada, un buen escote y vaqueros metidos en unas botas altas con taconazos. Llevaba el pelo recogido en una coleta floja que le caía sobre el hombro derecho hasta el pecho y un sobre grande en la mano, con la que sujetaba también la cazadora. Al verle le dedicó una amplia sonrisa y J. B. se arrepintió de no haber aceptado su invitación.
—¿Dónde lo has dejado? —preguntó con malicia.
J. B. frunció el ceño y ella abrió mucho los ojos.
—Al caporal…
—Ja, qué graciosa… —respondió Silva.
Gloria le ofreció el sobre. La forense olía a perfume caro y acababa de secarse el pelo. Casi le dieron ganas de buscar una excusa para romper la regla y disparar. Pero el sobre que le tendía lo contuvo.
—Toma, es un pequeño resumen. El informe ya está en el juzgado —le anunció mientras se sentaba en el taburete.
—Cuéntame —pidió él.
La forense suspiró y sonrió al camarero, que se había acercado para preguntarle qué quería. Hizo ademán de pedir lo mismo, pero J. B. cogió la carta y se la ofreció:
—Tienes pinta de no haber comido, así que primero pedimos.
Gloria sonrió agradecida.
—Pues no, no he parado ni un segundo.
—Pide lo que quieras, yo invito. Y luego me cuentas lo que hay en este sobre.
Gloria negó con la cabeza y marcó con el dedo lo que quería. Luego respondió:
—Poca cosa. A Jaime Bernat se le paró el corazón.
—¿Un infarto? —preguntó incrédulo y decepcionado.
El camarero quiso tomar nota y J. B. asintió con un rápido lo de siempre.
—Muerte natural —repitió para hacerse a la idea.
Ella asintió mientras cogía su Moritz y se la acercaba a los labios.
—Autopsia blanca, el terror de los forenses —dijo sonriendo.
—Joder, no me lo esperaba.
—Bueno, todo apunta a eso. No he encontrado nada más, pero anímate, que aún falta el análisis de los tóxicos.
J. B. la observó mientras bebía, hechizado por la sensualidad de sus labios. Sus ojos recorrieron el perfil superior de la forense hasta el escote sin poder apartarlos de la piel. J. B. calculó que con las manos abiertas podía abarcar todo su torso. Cuando Gloria dejó la Moritz sobre la mesa le sonrió y siguió hablando como si no se hubiese dado cuenta.
—Y no olvides el atropello.
J. B. asintió y se forzó a mirar la enorme pantalla en la que jugaban dos equipos de fútbol nacionales. Céntrate, macho. En ese momento, un jugador le hizo una entrada brutal a otro y su rostro grabado le recordó a Santi Bernat.
—Efectivamente, el atropello. De hecho, un infarto se puede provocar, ¿no? —comentó sin esperar respuesta.
—Claro, sólo que hay cientos de maneras de hacerlo. Oye, no te agobies, un hombre de setenta años estaba haciendo un esfuerzo físico importante y le ha dado un infarto. Los tóxicos nos dirán algo más, pero yo no confiaría en encontrar demasiado. Además, puede que alguien pasase por allí y no le viese. Esos campos, de noche, son muy oscuros.
¿Había dicho no te agobies? J. B. dejó caer la cabeza y fijó la vista en el suelo. ¡Joder, eso no era tan fácil!
—Pareces desanimado, sargento.
—Qué va, pero el atropello no me cuadra, ni que le cortaran el dedo. Eso no me va a dejar dormir, lo sé.
—Bueno, si se trata de insomnio, no tengo prisa hasta el lunes a las ocho, así que anda, vamos a una mesa y me cuentas tu vida —propuso mientras cogía los dos bocadillos y su botellín.
»Además, estás de suerte. Dicen que soy buena escuchando.
J. B. cogió su cerveza y el plato de bravas, y la siguió.
—En cuanto a lo del dedo, tengo buenas y malas noticias. El surco es de un anillo, pero por las marcas se confirma que fueron los cuervos los que se lo arrancaron. Lamento que mis conclusiones sean tan poco emocionantes, pero no hay más.
J. B. bebió un trago de cerveza.
—¿Y qué me dices del vehículo?
—Diría, por las lesiones, que es poco pesado, un tractor pequeño o algo así.
—¿Un quad?
Ella dudó un instante.
—Puede, por qué no. ¿Alguna matrícula en concreto?
J. B. sonrió.
—Bueno, he llamado a un amigo del laboratorio y me ha dicho lo mismo, que este tipo de marcas poco profundas suelen ser de vehículos así. El martes intentarán darnos el peso aproximado.
Gloria sonrió y J. B. comprendió que la estaba aburriendo.
—Vale, basta de trabajo, cuéntame qué hace una científica de ciudad como tú en un sitio como éste.
—Veníamos de vacaciones y mi madre decidió casarse con un viudo del valle. Así que aquí estoy.
J. B. enarcó las cejas.
—No tienes pinta de andar siguiendo a mamá.
Gloria sonrió con timidez y J. B. volvió a pensar que la forma de sus labios era deliciosa.
—Qué puedo decirte, ella me lo pidió y yo podía elegir destino. En realidad, me daba igual. Ahora que está contenta y bien situada, ya me he postulado para una de las nuevas plazas que han salido en Barcelona.
—Y me vas a dejar solo en este valle de mala muerte.
Gloria soltó una carcajada.
—No me das nada de pena, sargento.
J. B. la observó retirar el papel del bocadillo con precisión, cuidando de no mancharse los dedos.
—Y tú, ¿por qué estás aquí?
J. B. dudó un instante.
—Soy un tío difícil.
Gloria enarcó las cejas y siguió masticando con los ojos clavados en los suyos. J. B. cogió la botella y bebió un trago.
—Bueno, estaba en estupefacientes y tuve algunos problemas. Luego me hablaron de este destino y necesitaba airearme, una zona tranquila. Llevo demasiado tiempo viendo de todo.
J. B. mordió de nuevo el bocadillo. Notaba sobre él los ojos de la forense y sus ganas de saber más. La miró y se sonrieron.
—Y se te muere uno nada más llegar…
—Ya ves, debe de ser mi destino. Aunque éste ha sufrido un infarto, ¿no? De todos modos, voy a quedarme aquí un tiempo, puede que un par de años. Tengo algunos planes y éste será un buen lugar para materializarlos en cuanto cerremos el caso. Aquí estoy lejos de la capital, como quería, y tengo amigos.
Gloria enarcó las cejas con incredulidad.
—Bueno —dijo él—, sólo uno, pero es muy bueno.
Ella soltó otra carcajada.
—A ver si tengo el gusto…
—Es Miguel Salas, el forestal —declaró satisfecho.
Gloria se lo quedó mirando.
—Te recuerdo que tampoco he nacido aquí.
—Es el nieto del comisario.
Gloria frunció el ceño.
—Creía que en vuestra comisaría mandaba una mujer…
—Sí, pero me refería al comisario Salas-Santalucía, que se jubiló hace un tiempo. Pero todo el mundo le llama así. Supongo que es porque estuvo más de veinte años en el cargo.
—¿Y qué tal es tener una jefa? ¿Es tu primera vez?
J. B. recordó el listado que había dejado Magda sobre la mesa y decidió desfogarse.
—Para que te hagas una idea, ayer me dio una especie de lista de la compra con los pasos que se supone que debemos seguir en la investigación.
Gloria lo miraba con expresión de ¿quién no ha tenido alguna vez a un auténtico cretino como jefe?, y J. B. comprendió que la forense no iba a consolarlo.
Gloria pinchó una brava y se la acercó a los labios. Sopló.
—La puedes enmarcar.
J. B. la miró sin comprender.
—La lista, digo. Siempre puedes devolvérsela firmada cuando cierres el caso. —Y antes de meterse la patata en la boca añadió—: Oye, dicen que Bernat tiene un hijo, ¿cómo se lo ha tomado?
—Ese asunto también me tiene escamado. Es un tipo muy raro. De hecho, por aquí todos lo son. Por cierto, he quedado en devolverle el lunes los objetos personales de su padre.
Gloria asintió mientras se secaba los labios con la servilleta.
—Ningún problema, ya los he guardado en una bolsa. Pasa a recogerlos y te mostraré la sala de autopsias. Si quieres.
J. B. sonrió sarcástico.
—Me muero por verla.