Túnel del Cadí
Llevaba todo el camino intentando pasar por alto los retortijones que le atormentaban el estómago. La barrita que se había comido al salir del gimnasio ahora le parecía un chiste. Miró el botellín azulón de agua y lo levantó del posavasos del coche sin apartar la vista de la carretera. Por el peso, debían de quedarle un par de tragos. Esperó hasta llegar a los dos carriles que inician la subida al túnel del Cadí y se situó en el de la derecha para abrir el agua. Con ella en el estómago podría aguantar bien hasta Santa Eugènia.
La llamada de Dana la había pillado saliendo de la ducha después del spinning. Al oír el tono de su voz se había envuelto apresuradamente en una toalla y se había sentado sobre uno de los bancos de madera del vestuario. Cuando colgó, tenía el pelo completamente seco, el ceño fruncido y nuevos planes para el resto del fin de semana.
Le había dicho que llegaría para la cena, pero cuando lo hizo aún tenía que pasar por casa para recoger algo de ropa y el portátil. Kate encajó el botellín de nuevo en el soporte, miró por el retrovisor y se colocó en el carril izquierdo. Tenía ganas de llegar a la finca.
Notar esa congoja en la voz de Dana después de haber estado tantos meses separadas la hizo ser consciente de lo desprotegida que la había dejado. Eso, y la inquietud con la que le había hablado de las dos visitas de la policía a la finca tras la muerte de Jaime Bernat. Estaba convencida de que no sería nada y de que todo se quedaría en una anécdota, como solía ocurrir con todas las llamadas de auxilio de Dana. Sin embargo, no podía dejar que pasase sola por aquel trance, sobre todo porque era de las que se ahogaban en un vaso de agua, y porque subir al valle y consolarla sólo era cuestión de veinticuatro horas.
De camino a casa había hecho cábalas sobre los dos días siguientes. El lunes era festivo y su nuevo despacho no estaría listo hasta el miércoles. Después del ascenso había decidido no pasar por su antiguo despacho en la sexta y quedarse trabajando en casa hasta que el nuevo estuviese preparado. La llamada de Dana le ofrecía la oportunidad de matar dos pájaros de un tiro: trabajar en la finca mientras le hacía compañía, y de paso estar alejada del bufete. Incluso podía volver el martes por la noche, justo para empezar en la octava el miércoles a primera hora.
Al entrar en el túnel del Cadí la asaltó de nuevo el desasosiego que la dominaba en cada regreso al valle. Volvió a recorrer los cinco kilómetros oscuros del túnel con los abdominales encogidos y la espalda erguida, mientras trataba de convencerse de que había vencido a sus fantasmas y de que ni siquiera aquel túnel del tiempo la haría retroceder hasta la etapa de su vida que se esforzaba en olvidar. Cuando llegó al peaje fue directa al carril con VIA-T.
El cielo del valle estaba sembrado de nubes grisáceas y rosadas, tras las que aún asomaba la claridad luminosa del sol. Miró la hora. Siendo finales de noviembre, al cabo de unos minutos oscurecería y no podría llegar a Santa Eugènia con luz de día. En cuanto oyó el pitido del VIA-T, Kate aceleró. Pasó de largo el indicador de Alp, casi sin mirar, con la cabeza alta y la mente en la casa del abuelo. Como de costumbre, al cruzar el túnel era imposible no pensar en ellos. Se preguntó si Dana los habría llamado, al abuelo o a Miguel, por lo de la policía. Tampoco hubiese sido tan extraño, al fin y al cabo ellas dos llevaban meses sin verse. Lo negó, y se alegró al poder desechar esa idea mientras hundía el pie en el pedal para enfilar la recta de Baltarga.
Esperaba de verdad que Dana no le hubiese hablado a nadie de su visita. Quería estar con ella, hacerle compañía y tranquilizarla. Asegurarse de que todo lo demás iba bien en la finca y en su vida. Además, pensaba dedicar el resto del tiempo a trabajar en el caso Mendes y no quería que la distrajesen con tonterías. Ambas conocían la legendaria afición de los Salas por meterse en su vida y mantenerla ocupada todo el tiempo con encargos absurdos que podía hacer cualquiera. El domingo siguiente, cuando los viese en la fiesta, les contaría lo de su ascenso y puede que entonces todos, y en especial el abuelo, por fin asumieran que no iba a volver. Incluso puede que dejasen de presionarla para ello y, en un mundo del revés, tal vez hasta comprendiesen lo lejos que había llegado.
En una de las rotondas de Bellver, el maletín que llevaba en el asiento del copiloto resbaló. Kate extendió la mano para devolverlo a su lugar y repasó mentalmente el contenido. Quería volver a revisar todos los detalles del caso Mendes, ahora que ya sabían qué juzgados podían asignarles. Eran tres, y todos solían fijar las fechas de las vistas en plazos cortos, así que necesitaría pedir un aplazamiento. Además, dada la importancia del caso para el bufete —y en especial para Paco—, y la ventaja que les llevaba el fiscal, lo que más los beneficiaba era ampliar el plazo. Eso la llevó a pensar en Bassols. El fiscal al que iba a enfrentarse gozaba de una reputación impecable y se decía de él que, en los juicios, era el más solvente de toda la Fiscalía.
Lejos de las apariencias, a Jan Bassols, hijo, nieto y bisnieto de abogados, su aspecto de dandi no lo había ayudado al llegar a la Fiscalía. Ni tampoco su flequillo, que tan a menudo se echaba hacia atrás con un gesto estudiado de actor norteamericano. Lo que sí había jugado a su favor era la solidez de sus alegatos y el trabajo bien hecho. Además, todos sabían que los Bassols eran casi una estirpe y los propietarios de uno de los bufetes más antiguos y renombrados de la ciudad. Jan, no obstante, había preferido desmarcarse de la familia y optar por la Fiscalía y el turno de oficio. Kate lo conocía de la facultad, sólo de vista; él era tres años mayor, así que no era extraño que no hubiesen tenido trato. Pero con su metro noventa y esa melena negra tan bien cuidada, Jan no pasaba desapercibido. Se sabía que estaba soltero, y Luis aseguraba con verdadera aflicción que no era gay. Kate le había visto en el gimnasio, en alguna de las clases de spinning de las diez de la noche. Entre las féminas que frecuentaban el juzgado era vox pópuli su afición a la escalada, y en invierno aparecía a menudo en los juicios con un moreno de búho en la cara. Kate aún no había coincidido en los juzgados contra Superbassols, como lo llamaba Luis con ojitos de cordero degollado, pero su currículum no la tranquilizaba en absoluto. Además, hacía algunas semanas había ocurrido algo muy raro. Coincidió con él en un seminario en el colegio de abogados cuando aún no sabían nada del caso Mendes, y le pilló varias veces mirándola de reojo. En una de las ocasiones, él incluso le había sonreído. Cuando se lo contase a Dana, seguro que le diría que no le habría descubierto mirándola si ella no hubiese estado haciendo lo mismo. Y tendría razón. Ese día se había sentido observada e incómoda. Ahora que sabía que sería su rival, necesitaba prepararse para que en el juicio no sucediese lo mismo.
Llegó a la rotonda de Pi y torció a la derecha hacia Santa Eugènia. Los muros y la verja de entrada a la finca Prats le produjeron el mismo efecto de siempre: la lujosa e íntima sensación de pertenecer a un reducido grupo de privilegiados. Y lo mismo le ocurría con el edificio del bufete. De pequeña, la finca y su escuela hípica habían sido un referente de riqueza y porte cosmopolita en el valle, y Santa Eugènia, la zona más glamurosa. Kate inspeccionó el muro y la reconfortó esa vieja sensación que la embargaba desde pequeña: nada había cambiado, ni podría cambiar jamás, tras esa fortaleza.
Dana y ella en seguida se habían hecho amigas. A esa edad la sensación de tener vidas paralelas las acercó más que cualquier otra cosa. Que ambas hubiesen perdido a sus madres las hacía sentir diferentes y únicas, casi como hermanas. El carácter noble de Dana y su escasa pericia por defenderse de los ataques de sus compañeros fueron los que propiciaron que Kate adoptase el papel de defensora, que aún mantenía casi veinte años después.
El A3 entró en el camino de la finca. Kate lo aparcó bajo el sauce, al lado del Wrangler de Dana, y cogió la BlackBerry para revisar el correo. Bajo su pulgar, la ruedecilla transparente rodaba a una velocidad de vértigo, casi sin pausa, hasta que sus ojos se clavaron en uno de los e-mails y sonrió. Cotilla, pensó. Presionó la flecha para volver al menú de inicio y metió el móvil en el bolsillo interior del bolso. No sabía lo que ocurriría cuando volviese a encontrarse con Paco, ni el efecto que tendría en su relación profesional lo que había ocurrido en el Arts, pero aquello no iba a salir a la luz por más mensajitos sutiles que le mandase su estiloso adjunto.
Kate salió del coche y respiró hondo. El aire seco y frío le despertó los sentidos, y al inspirar tuvo la sensación de que se le desgarraban las fosas nasales. Insistió en llenarlas de aire y del olor de la finca. Se notaba en el ambiente que había llovido, olía a hierba y a tierra mojada. Kate se encogió bajo la ropa por el frío mientras estudiaba la fachada de la casa en busca de las grietas y detalles que conocía. Por primera vez en meses se sintió relajada y en paz. Se colgó la bolsa al hombro y caminó hacia la entrada, sobre las piedrecillas romas del camino. No había ni rastro de Gimle. Nadie salió a recibirla. Le estaba bien empleado: llevaba demasiado tiempo sin subir a la finca. Las hileras de tiestos seguían perennes a ambos lados de la escalera, y sus ojos se clavaron en el jarrón del segundo cactus a la derecha, justo debajo de una de las farolas. Siguió las ondas desconchadas, verdes y azules, como había hecho en cada una de sus visitas desde que la viuda Prats lo puso ahí, al lado del que había pintado su nieta Dana en colores pastel. Fue el verano en el que cumplieron diez años. Dentro de unos meses cumplirían los treinta.
La puerta principal estaba cerrada y Kate levantó el tiesto. La nota era típica de Dana; caligrafía jeroglífica y el anagrama de costumbre. Kate trató de descifrar la clave para probarse a sí misma. Luego le dio la vuelta a una de las herraduras clavadas en la pared y sonrió al ver la llave.
La casona estaba como siempre y, a esa hora de la tarde, el ambiente lúgubre de la planta baja —que normalmente solía alejarlas de allí— le pareció reparador, casi mágico. Persistía el perfume de las velas aromáticas que la abuela de Dana importaba de sus visitas al sur de Francia, pero el aroma de pasteles horneados de cuando vivía la viuda había desaparecido, igual que la alegría en el ambiente y los cestos y centros con flores. Kate dejó la bolsa en el suelo del vestíbulo y entró en la sala principal, donde los muebles y los cuadros mostraban la época dorada de la familia Prats, cuando el abuelo de Dana era un importante abogado y empresario barcelonés al que una joven de las montañas hizo cambiar de vida e instalarse en el valle. Kate se acercó al Chester y acarició el respaldo. Le encantaban el tacto de la piel envejecida, su olor y los grandes cojines de terciopelo listado en los que se sentaban de pequeñas sobre el suelo, delante de la chimenea. Un cuadro de la viuda presidía la estancia devolviendo la mirada con el porte regio y la expresión resuelta. Kate titubeó antes de mirar al retrato a los ojos. Sabía que encontraría reproche en ellos, ya que, según Dana, expresaban los pensamientos de la anciana aunque ella ya no estuviese. Kate creía que era más bien la propia conciencia de su amiga la que la hacía ver en el cuadro algo que era imposible, pero, en cualquier caso, el rostro de la viuda siempre intimidaba.
Ésas eran las peculiaridades de las Prats con las que había crecido, un mundo de costumbres ancestrales y creencias antiguas relacionadas con la naturaleza y la tierra que Kate no quería aceptar que habían forjado su forma de ser. Al fin alzó la vista y buscó los ojos de la viuda. Al momento se descubrió disculpándose en silencio por haber estado fuera tanto tiempo y no haber respaldado a Dana, como ella le había pedido antes de morir.
Recordó la tarde de su entierro, en mitad del bosque, apenas un año atrás. Y también la mañana en que acompañó a Dana a la lectura del testamento. Incluso el agotamiento de los días posteriores, en los que tuvo que emplearse a fondo para que su amiga no permaneciese atrapada en el desaliento y desatendiese a los animales. Y la terrible discusión del último día… Kate respiró hondo y apartó la mirada del cuadro. En la sala todo parecía ocupar el lugar correcto, excepto el montón de cartas y papeles que se amontonaban sobre la mesa del escritorio. La viuda hubiese sido incapaz de tolerar semejante desbarajuste de documentos. Kate no pudo evitar levantar de nuevo la vista hacia ella. Seguro que en los últimos meses Dana había dado con su propia forma de llevar la finca… Por fortuna, las dudas sobre cómo sacar adelante el legado de su familia parecía que se habían esfumado y continuaba con la yeguada de árabes que había comenzado con su abuela. Kate se acercó al ventanal y descorrió totalmente las pesadas cortinas de terciopelo para que entrase la luz de la farola. Tuvo que emplearse a fondo para abrir las puertas acristaladas. La atmósfera de la sala era pesada, y con la entrada del aire exterior fue consciente de lo mucho que olía a cerrado, a flores secas y a polvo.
La irritó que Dana no se ocupase de esas tareas. Seguro que, entre la finca y los caballos, no había podido. Ya estaba oyendo sus eternas excusas. De todos modos, no quería empezar con mal pie, así que durante los tres días que iba a pasar allí se ocuparía personalmente de mantener la casa iluminada y aireada como cuando vivía la viuda. Todo con tal de que esa atmósfera tristona y pesada no permaneciese enquistada en todas partes, como estaba empezando a ocurrir. Respiró hondo frente al ventanal abierto mientras el aire frío de finales de noviembre inundaba la sala y también sus pulmones. Luego se volvió, observó la habitación y no pudo evitar sulfurarse al ver tanto desorden.
Se acercó a la mesa del escritorio y echó un vistazo a los papeles. Cartas de bancos abiertas y facturas de forraje, agua, gasóleo, la reparación de un quad… Volvió a apilarlas y dudó una milésima de segundo antes de coger un sobre con el logo de un banco y sacar de él el extracto. Pero cuando se disponía a hacerlo oyó los cascos fuera y volvió a dejarlo sobre el montón. Se acercó al ventanal, pero no había nadie en el aparcamiento de la entrada, así que cerró las puertas. ¿Se habría confundido? Debía de haber algo abierto en otro rincón de la casa porque una fuerte corriente de aire frío le había acariciado la cara mientras entornaba de nuevo los ventanales.
El cuco empezó a dar las ocho y se encendieron el resto de las luces del patio y del camino de entrada a la finca. Le encantaba observar ese paisaje versallesco, pero su estómago empezó a quejarse de nuevo.
Ya en la cocina, llenó de agua uno de los cazos blancos, esmaltados con florecitas, de la viuda y lo puso en un fogón. Abrió el armario de las infusiones y sonrió al ver los viejos botes de cristal a los que ellas habían puesto etiquetas con una pulcra caligrafía y cenefas alrededor. La mayoría estaban casi vacíos, y se decidió por la menta. Al encender el fuego le llegó una vaharada cálida y, por primera vez, fue consciente de que la casa estaba helada. Abrió el armario del dulce en busca de la sacarina y de nuevo se encontró con varios botes vacíos. No había ni rastro del edulcorante, de modo que cogió medio terrón del azucarero; uno entero era demasiado. Cuando el agua arrancaba a hervir oyó de nuevo los cascos.
Por el ruido dedujo que se trataba de más de un caballo, así que Dana no venía sola. Echó las hierbas en el cazo, lo tapó y apagó el fuego antes de mirar por la ventana, hacia la parte delantera de la casa. Pero esta vez tampoco vio a nadie. Ya empezaba a irritarla tanta tontería. Rodeó la mesa central de la cocina y fue a asomarse a la puerta principal.
Dana hablaba con un hombre mientras Gimle husmeaba entretenido las botas altas de su ama. La veterinaria llevaba el incombustible chaleco acolchado, los eternos pantalones de montar y el pelo recogido en una especie de moño que se sostenía con un palillo chino. Kate buscó su mirada y Dana la saludó con un guiño y una breve sonrisa. Pero sin interrumpir la conversación. Kate entornó los ojos y escudriñó con atención la espalda del hombre que hablaba con ella. Alguien que merecía más atención que su reencuentro debía de ser importante para Dana. La mirada de Kate se cruzó con la de Gimle, y el golden corrió hacia ella. Kate lo acarició intentando mantener las patas del animal alejadas de sus pantalones, pero no apartó la vista del interlocutor de Dana.
El tipo llevaba unos vaqueros desgastados, un chaleco negro parecido al de ella y un sombrero vaquero. Vaya un fantasma. Kate buscó los ojos de su amiga y le hizo un gesto obsceno refiriéndose al trasero del hombre. Ella le sonrió y con la mano la invitó a acercarse. Entonces él se dio la vuelta y Kate lo miró fugazmente, sin reconocerle, mientras encajaba el abrazo de Dana.
Abrazar a su mejor amiga después de casi un año debería haberla hecho sentir como en casa, pero antes de rozarse ya había reparado en los esparadrapos alrededor de sus dedos. Y, cuando notó su resistencia a soltarla y el temblor de sus manos en la espalda, comprendió que las visitas de la policía no eran lo único que la preocupaban.
—¡Cuánto tiempo! —exclamó Dana con una sonrisa—. Me alegro mucho de que hayas podido venir.
Kate miró al hombre que estaba con ellas y arqueó una ceja. Él se tocó el sombrero y le sonrió.
—No has cambiado nada, Salas —afirmó sosteniéndole la mirada más de lo necesario. Y luego se dirigió a Dana—: Bueno, yo me voy. El lunes te espero sobre las nueve, ¿de acuerdo? Y, oye, siento lo del otro día, pero tuve que llevar una carga a Mosoll y ya conoces a mi padre, no podía esperar.
—Tranquilo, lo entiendo. El lunes a las nueve.
Él asintió y montó en el caballo. Cuando ya se iba, Dana le gritó:
—Si te surge algún imprevisto mándame un mensaje y cambiamos el día.
Él volvió a asentir y luego ambas observaron en silencio cómo se alejaba hacia la verja de la entrada. Se miraron y Dana sonrió maliciosa.
—No tienes ni idea de quién es, ¿verdad?
Kate arqueó los labios.
—Es Chico, el hijo de los Masó —informó Dana, complacida.
—¿Aquel renacuajo que siempre nos molestaba?
—En realidad, te molestaba —puntualizó Dana.
—Hacía siglos que no lo veía. ¿Y ahora qué hace? ¿Trabaja con su padre?
—Sí, pero por poco tiempo. Quiere irse, y mientras no lo consigue yo me aprovecho de él. Me ayuda con los campos. Le he cedido la parte de Pi, vamos a medias.
Kate levantó una ceja y Dana sonrió.
—No, ni lo pienses.
—Me ha parecido que te ponía ojitos. ¿Culobonito está soltero?
Ella le dio un amago de puñetazo en el hombro y Kate no pudo evitar fijarse en sus manos. Dana las deslizó en los bolsillos del chaleco.
Tenía ganas de ir al grano, se moría por preguntarle por qué había vuelto a las andadas y qué era lo que la hacía temblar como una hoja. Pero la expresión de la veterinaria se ensombreció al instante, como si intuyese lo que se le venía encima. Kate sintió lástima de ella y la cogió del brazo para obligarla a andar hacia la casa.
—Bueno, entremos. He preparado un poleo calentito. Nos lo tomaremos y me contarás por qué he dejado una vida de lujo y fiestas para venir hasta aquí.