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Comisaría de Puigcerdà

Cuando la vio aparcar el coche, J. B. ya llevaba rato apoyado en la mesa, esperando. La letrada bajó del A3 y tras avanzar unos metros cerró con el mando sin mover una pestaña, como si no fuese con ella. J. B. sonrió.

La tarde anterior no le había cogido el teléfono porque estaba más que harto de que le dijese todo el tiempo lo que tenía que hacer y, además, seguía concentrado atando cabos con el contenido de las cartas. Cuando Montserrat le llamó para decirle que la jefa quería la documentación de la caja en su mesa, supo que la letrada había hablado directamente con Magda. Sobre las siete, cuando salía hacia el Insbrük para echar la partida con los franceses que le había propuesto Miguel, la vio entrar en comisaría, tiesa y con paso decidido, como si el mundo le debiese algo. Le pareció que entraba en el despacho de Magda y pensó que ya se apañarían entre ellas. Pero antes de empezar la partida recibió una llamada de la jefa. Le informó de que la orden de detención de Manel Bernat, alias Leman Tabern, estaba sobre su mesa y que en cuanto llegara de efectuar la detención en Barcelona le quería ver en su despacho.

Pasó todo el viaje a Barcelona convencido de que, dadas las circunstancias, eso sólo podía significar su vuelta a Cornellà. La efectividad de la letrada y su propia gilipollez habían conseguido que su superiora se hartase de él y le devolviese a casita. Bueno, la comisaría de Puigcerdà tampoco era un chollo, aunque hiciese sólo unas horas que le había dicho a Millás que estaba bien y que todo iba sobre ruedas en el valle. A ver cómo iba a explicarle ahora que le mandaban de vuelta… La parte positiva era que estaría cerca de su madre, aunque si pensaba detenidamente en ello tampoco le parecía tan buena idea. La parte negativa era que empezaba a gustarle el valle, que hubiera poca gente por la calle, el frío que ya no le calaba los huesos a todas horas, las noches estrelladas del valle, la soledad del altillo sobre el taller y las partidas que siempre ganaba con Miguel en el Insbrük.

Ahora, llevaba un buen rato sin el runrún que había mareado toda la noche su estómago. De hecho, en cuanto había salido del despacho de la comisaria se olvidó de sus cavilaciones nocturnas y empezó a verlo todo más claro. Se puso en pie, dio dos pasos hasta la ventana y volvió a la mesa.

En el aparcamiento ya no había ni rastro de la letrada y esperó el aviso de Montserrat. Pero no lo hubo. Tampoco golpes en la puerta. Desde la entrada hasta su despacho el recorrido duraba unos segundos, así que no había ido para allá directamente. Empezó a preocuparse y decidió salir a recibirla.

En cuanto abrió la puerta la vio. Estaba de pie en el hall, esperando a que Montserrat acabase de hablar por teléfono. Cuando sus ojos se cruzaron notó la boca seca. Se dio la vuelta y en el trayecto hasta la mesa del despacho para coger el documento que Magda le había dado para ella empezaron a sudarle las manos. Cogió el sobre y salió al vestíbulo.

Kate Salas le esperaba de pie, cerca de la puerta de salida. Llevaba el pelo suelto como las últimas veces, unas botas altas con los pantalones por dentro y unos tacones de miedo. Seguía tiesa como siempre, pero llevaba el bolso cruzado como las adolescentes y su eterna BlackBerry plateada en la mano. Se preguntó qué le habría dicho a Magda para que la reunión en la que supuestamente tenían que despedirle hubiese resultado la primera reunión seria con la comisaria desde que había llegado al valle.

J. B. llegó a su lado y le ofreció el sobre. Ella lo cogió en seguida, con un gracias sin segundas. Y él decidió armarse de valor.

—Bueno, parece que ya se ha acabado.

Kate asintió.

—¿Le habéis detenido?

J. B. asintió y se metió las manos en los bolsillos del vaquero.

—¿Cómo te diste cuenta?

—Por las fotos y el anagrama. Leman Tabern es un anagrama de Manel Bernat. Ya sabes, mismas letras en distinto orden.

—¡Qué imbécil!

—Bueno, supongo que de algún modo quería mantener los lazos con su verdadera identidad.

J. B. la estudió un instante, admirado, y frotó las palmas húmedas de las manos contra el forro interior de los bolsillos. Si no decía algo, la letrada desaparecería.

—¿Qué tal está la veterinaria?

—Si todo va bien, dentro de un año y con varias cirugías puede que recupere bastante la visión.

—Buenas noticias.

Kate volvió a asentir y metió el sobre en el bolso.

—Bueno, tengo que irme.

De repente, J. B. quiso disculparse.

—Siento lo de ayer, estuve un poco borde, pero es que me pillaste en mal momento.

Kate sonrió un instante y cerró la cremallera del bolso.

—Olvídalo. —Y mirándole a los ojos añadió—: Bueno, que te vaya bien, sargento.

Él asintió. Y ella se dirigió a la puerta. No podía dejarla ir sin preguntárselo. Dio dos pasos y le tocó el brazo. Ella se volvió. Tan cerca, parecía más alta.

—Por cierto, ¿qué le dijiste? —preguntó señalando con la cabeza al despacho de Magda.

Kate sonrió.

—Que fue idea tuya.

J. B. frunció el ceño. Y ella abrió esos impresionantes ojos avellana.

—¿Idea mía? ¿El qué? —repuso el sargento.

—Pues entregarle el caso resuelto para que se lleve la gloria.

Silva bajó la cabeza un instante y volvió a buscar sus ojos.

—¿Soy un imbécil?

Kate sonrió.

—No, un miedica. Ya nos veremos, sargento.

J. B. le abrió la puerta y la observó caminar hacia el coche. Cuando soltó la puerta oyó un chasquido a su espalda y la voz de Montserrat:

—Me pregunto cuándo dejarás de perder el tiempo con la rubia.