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Comisaría de Puigcerdà

Había que reconocer que Miguel tenía razón, que en el valle hacía mucho frío, lo cual le recordó que la noche anterior le había dejado esperando en el Insbrük. Si fuese una tía ya la tendría montada. Aparcó la moto en una de las plazas y entró en comisaría sin quitarse los guantes.

Tras el mostrador, Montserrat ordenaba montones de papeles mientras gruñía unas palabras en voz baja, para sí misma. J. B. se acercó y apoyó el antebrazo en el mostrador.

—¿Te has enterado de los recortes? —le espetó.

—Buenos días a ti también —le respondió guasón.

Ella le miró indignada.

—¿Sabes que puede que no nos paguen la extra? A los de sanidad, encima, les han retenido el IRPF de la extra que no-han-cobrado. No sé tú, pero yo tengo cuatro niños, cuatro escolares a mi cargo, y necesito cada euro que me pagan.

J. B. pensó en la parte que le quedaba pendiente en las teresitas.

—Seguro que es sólo un rumor. No cojas el capote antes de ver el toro.

Ella le miró indignada.

—Pero es que al toro ya le veo los cuernos y hasta el rabo. ¿Cómo se supone que voy a pasar las Navidades? No es época de rentas y no tengo otros ingresos.

J. B. había oído en alguna parte que Montserrat era viuda y se sacaba un sobresueldo haciendo la declaración de la renta a la mitad de los jubilados del valle.

—Lo siento, yo tampoco voy demasiado boyante. Aún tengo que pagar parte de la entrada de la residencia de mi madre.

La secretaria se mordió un labio y le miró compungida.

—Lo siento, ni siquiera te he preguntado. ¿Cómo te fue? ¿Se quedó bien?

—No lo sé, la verdad. Pero le prometí que iría a verla cada semana.

—Eso la habrá reconfortado. Lo peor es no tener la esperanza de que vengan a verte. Son enfermedades difíciles de atender en casa… Siempre he pensado que es importante que los abuelos no tengan la sensación de que la familia los ha abandonado, porque esa tristeza es lo que acaba con ellos. Suerte que te tiene a ti.

J. B. enarcó los labios pensativo. No estaba él tan seguro de que eso fuese una suerte, pero iba a convertirlo por lo menos en una ilusión recurrente mientras ella pudiese acordarse. Además, él quería su apretón de manos semanal.

—Bueno, ¿quieres un café?

Montserrat pareció dudar y al final negó con la cabeza.

La maldita crisis estaba empezando a llegar a las familias de clase media y, si el nuevo gobierno no tomaba medidas pronto, la gente lo iba a pasar muy mal. J. B. decidió traerle el capuchino a Montserrat cada vez que fuese a por un café.

A la vuelta, cuando dejó el vaso sobre la mesa, la secretaria le miró entornando los ojos.

—Si tuviese un hijo treintañero, querría que fueses tú. —J. B. sonrió—. Pero sin tantos tatuajes. No sé cómo tu madre te dejó estamparte de esta manera.

—Fue en las FCAI y no pude preguntárselo.

Montserrat negó mientras estaba a punto de tomar un sorbo.

—No te habría dejado.

—No estoy yo tan seguro, siempre me dejaba hacer todo lo que quería…

—Y así has salido, un consentido. Bueno, vete, que cuando estás aquí no doy ni golpe —le ordenó riendo tras el segundo sorbo.

—¡Vaaale!

—Por cierto, ¿qué pasó ayer con la nieta del ex comisario? La dejaste con la palabra en la boca.

J. B. resopló y dejó el café sobre el mostrador.

—Es que me saca del sitio. Ayer me tuvo toda la tarde en la central, buscando a un tío que debe de estar muerto, porque no aparece por ninguna parte. Hasta creo que se lo ha inventado para dar por el saco al personal. A mí, por lo menos, me jodió la noche.

—No parece de ese tipo, se la ve muy seria.

—Y con mucha mala leche. Me puso a parir delante de «la doña» y se largó tan campante. Si no fuese la hermana de un amigo, te juro que le habría soltado alguna, pero no quiero líos y el ex comisario también se portó muy bien conmigo cuando llegué.

Montserrat frunció el ceño.

—Él me consiguió la casa —respondió J. B. sacando el móvil y mirando la pantalla iluminada.

»Joder, le han debido de pitar los oídos —anunció enarcando las cejas.

Esperó varios segundos y descolgó justo cuando entraba en su despacho.

—Sí…

—Me he equivocado. No vas a encontrar a Manel Bernat; tienes que buscar a Leman Tabern.

—Ya, ¿y no te vale con Lady Gaga?

—Mira, comprendo que estés enfadado, pero acabo de darme cuenta ahora. Tengo una corazonada.

—Mira, ha sido un buen intento para desviar la atención y que dejemos en paz a la veterinaria. La jefa te creyó y has conseguido que me pase la noche en vela buscando al tal Manel, que ahora resulta que es el tipo equivocado. Y encima pretendes que dedique la mañana a una corazonada… Venga, hazme un favor y olvídame. Si me ves por la calle no me saludes, no hace falta. No quiero ser borde porque tu familia se ha portado bien conmigo y respeto a tu abuelo y todo eso, pero borra mi número y olvídate de que existo, ¿vale? Y yo prometo hacer lo mismo.

—Te dejaré en paz cuando hayas resuelto el caso y Dana esté al margen. Además, seguro que ni siquiera lo encontraste. ¿O me equivoco? Venga, estamos muy cerca, no te arrugues ahora.

—¿Que no me qué? Mira, voy a colgar.

—Vale, vale, no cuelgues, si no me crees quedamos en algún sitio y te lo enseño.

—Cuelgo.

—Volveré a llamar hasta que consiga que me escuches. ¿O prefieres que hable con la comisaria?

—Pfff, mira, no te mando a la mierda porque tengo tantas ganas de que esto acabe como tú.

A pesar de todo, el nombre le sonaba. Cerró los ojos y entonces recordó; sí, era uno de los de la pizarra.

—Leman Tabern es el marido de la hija.

—¡Exacto!

—Pero si es inglés… ¿Por qué iba a cargarse a su suegro español si no se conocían? Ya le investigamos y el tipo no necesita cargarse a nadie, está forrado.

—No es inglés, es español, pero no puedo avanzarte más. Sólo una pregunta: ¿qué investigasteis de él?

—Lo normal: trabajo, finanzas, relaciones, hijos que no tiene. Yo qué sé.

—¿Origen?

—Es inglés. No he hablado con la Interpol si es lo que estás preguntando, y no voy a hacer el ridículo interesándome por un tipo normal, cirujano, de esos que se hacen ricos con la privada y no tienen ni una puñetera multa de tráfico.

—¿Y eso no te parece raro?

—¡Joder! ¿Qué es lo que me tiene que parecer raro?

—Que sea tan perfecto. Busca más.

—Ya, bueno, que te vaya bien, ¿eh?

—Juan…

Otra vez, maldita sea…

J. B. colgó y soltó el móvil sobre la mesa del despacho, como si quemase. Estaba claro que aprovechaba cualquier cosa para conseguir lo que quería. No era extraño que ganase todos los casos. ¿Escrúpulos? ¿Qué coño era eso? ¡Joder!

Volvió a coger el móvil y revisó los whatsapp. Tania no daba señales de vida desde el último mensaje, el de las tres de la madrugada: demasiado tarde, la cena se ha enfriado y voy en pijama. J. B. pensó con rabia en la letrada mientras recordaba el viaje de vuelta de Barcelona la noche anterior, imaginando todo el camino a Tania esperándole con el body sexi y la cama caliente. Y lo que pasó cuando llegó de madrugada por culpa del maldito Manel Bernat, a quien ni siquiera había encontrado, y Tania, harta de esperar, le había mandado a casa con un SMS. Maldita letrada.

La pantalla volvió a iluminarse y cuando vio quién era dudó si responder estando tan cabreado.

—Sí…

—…

—Se me complicó la noche, tío.

—…

—Cuando acabe, perfecto. ¿Y son buenos esos franceses?

—…

—Pues no estoy de humor. Mejor nos vemos esta noche.

—…

—No… Es por tu hermana, macho.

—…

—No me tires de la lengua…

—…

—¡Me dan ganas de molerla a hostias! Venga, ya lo he dicho.

—…

—Ya, pero tú puedes hacer lo que quieras, es tu hermana, pero a mí me saca de quicio.

—…

—No sé, pero a ver si se larga pronto.

—…

—Pues que ayer, cuando vino a traerme las pruebas, habló con la comisaria y no veas la que montaron.

J. B. recordó lo mal que le había dejado la letrada ante su jefa y un sabor amargo en la boca le hizo tragar saliva.

—…

Mientras escuchaba a Miguel pensó que se había olvidado por completo de la caja de galletas.

—Lo que tu digas, pero no puedo con ella.

—…

—Vale, nos vemos allí. ¿A qué hora es la partida?

—…

—OK.

Volvió a dejar el móvil y cogió la caja de galletas. Se sentó y la miró fijamente.

Cinco minutos más tarde la mesa estaba sembrada de certificados y fotos y el sargento desplegaba la primera carta.