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Habitación 202, hospital de Puigcerdà

Desde que había llegado de La Seu, estuvo viendo dormitar a Dana intermitentemente durante toda la tarde, y al final cayó rendida cerca de las doce. Ni siquiera habían podido mantener una conversación, porque cada poco rato Dana desconectaba y ella se quedaba hablando con el vacío y sintiéndose más sola que la una. Le había ocultado su encuentro con Luis y que no había ido al banco. Tampoco pasaría nada si iba al día siguiente, y pensaba hacerlo por la mañana, así que para qué preocuparla. Sobre las cinco de la madrugada la despertó el aviso de un correo entrante en la BlackBerry y echó un vistazo a la pantalla.

Tim sostenía que el único Manel Bernat que había estado empadronado en la calle Aribau durante esa época desaparecía literalmente del mapa a finales del 84. Luego, ni rastro. A continuación había anotado un número de cuenta para que le ingresase el importe que habían acordado. Kate se despertó de golpe. Era muy imbécil si pensaba que con eso se iba a conformar. O le enseñaba el certificado de defunción, o si quería ver un euro tendría que seguir investigando hasta determinar dónde estaban en ese momento los huesos del hijo de Marian.

Kate escribió la respuesta en caliente, pero por suerte la releyó antes de mandarla. Cuando lo hizo, borró casi todo lo que había escrito y empezó con una pregunta. ¿Para qué le mandaba una información incompleta? Ella le había pedido que localizase a alguien y no que le dijese cuándo se le perdía la pista por completo. Además, ¿por qué quería cobrar? ¿Por un informe a medias? ¿Acaso se pagaba un menú sin plato principal? Concluía lamentando que Luis hubiese apostado tanto por él y lo poco útil que estaba resultando su colaboración.

La respuesta no se hizo esperar. Tim, como todos los hackers, tenía una altísima opinión de sí mismo y de su capacidad, muy por encima de la del resto de los mortales, de modo que le dijo que le dedicaría al asunto un par de horas más y que la llamaría con nuevas noticias.

Cuando cerró el correo miró hacia la cama. Dana continuaba sin moverse. El mundo avanzaba a toda velocidad y el que se detenía a tomar aliento quedaba rezagado. A eso parecía estar destinada Dana… pero allí estaba ella para impedirlo.

Bajo la ducha caliente, su cabeza no dejaba de pensar en los cambios que se habían producido durante el día. Si había suerte y el sargento daba con Manel Bernat, tendrían un problema menos. Pensó en todas las cosas que debía hacer: recoger el dinero en la finca, ir al banco a por el suyo e ingresarlo todo para que pudiesen cargar los recibos que hubiesen devuelto. A las once había que pagar al proveedor de los piensos, y después aún le faltaría averiguar a cuánto ascendía la deuda pendiente con el banco y echar un vistazo a las cuentas. Se secó el pelo y en cinco minutos escasos estuvo lista. Luego se vistió. Mientras se ponía la chaqueta respiró hondo. Miguel había quedado que iría al hospital hacia las ocho, y aún faltaban horas. Además, si salía en seguida no encontraría a nadie por la carretera y podría estar de vuelta con toda la documentación de la finca al cabo de un par de horas.

Dana parecía estar bien. Su pecho subía y bajaba con un ritmo pausado que la hacía parecer una versión vendada de la Bella Durmiente. Kate se sentó en la silla, le cogió la mano y se agachó para hablarle al oído.

—Dan, me voy a la finca. Miguel llegará en un rato y a las doce vendrá Nina a relevarle hasta que yo vuelva. Sigue así hasta que pueda resolver algunas cosas. Ya queda poco.

Ya se separaba de ella cuando vio moverse sus labios.

—Se acaba…

Kate se acercó más para entender lo que le decía.

—El plazo… Habla con el director… Páralo… Páralo… todo.

—Dan, ¿qué tengo que parar? No te entiendo.

A la veterinaria le costaba hablar y Kate se acercó aún más a sus labios.

—Madre mía… se la van a quedar…

—¿Qué se van a quedar?

—La finca.

Kate se quedó helada.

—Dan, ¿la van a embargar?

La cabeza vendada de Dana asintió.

Mierda. ¡Con ella siempre llegaba tarde!

—¿Cuándo vence el plazo?

—El veintiocho.

—¡¿Ayer?!

Kate cogió aliento intentando asimilar lo que acababa de oír. Giró sobre sí misma buscando el bolso. Los bancos aún no habían abierto y si hacía la transferencia desde su oficina de Barcelona tal vez pudiesen jugar con la fecha. Se levantó con la BlackBerry en la mano y marcó el número de su director de cuenta para dejarle un mensaje, pero él respondió al instante.

Dos minutos después se ponía el abrigo mientras le ordenaba a Dana que no se preocupase, que intentaría resolver el problema como fuese. Cogió el bolso y, cuando se dio la vuelta para salir, descubrió a Lía de pie, con una expresión extraña en la cara y dos vasos de café humeante.

La enfermera la había visto hablando con Dana. Kate la miró a los ojos, buscando pistas sobre sus intenciones, y Lía abrió los suyos tanto como pudo, justo antes de soltar un se ha despertado que la dejó desarmada. Kate ni siquiera tuvo que preguntarse si podía confiar en ella.

—Lía, lleva horas despierta, desde ayer, pero nadie puede saberlo hasta que hayamos resuelto ciertos asuntos. Intentaré que sea hoy. ¿Podrás guardar el secreto?

La joven no podía apartar los ojos de Dana, pero asintió de inmediato.

—Bien, ¿esto es para mí? —pidió señalando uno de los cafés.

Lía asintió de nuevo.

—De acuerdo, gracias, te debo una —aseguró cogiendo uno de los vasos—. Me voy al banco y a la finca, pero Miguel está de camino. Cuento con tu silencio —añadió apretándole ligeramente el brazo antes de desaparecer.

El valle había amanecido a varios grados bajo cero y Kate se maldijo por haber dejado el coche en una de las calles poco transitadas que daban al lago. Ahora tendría que limpiar el hielo de la luna delantera y no sabía si en el A3 llevaba rasqueta. Todo estaba oscuro y las calles se encontraban casi desiertas, así que podía oír perfectamente el sonido de sus propios pasos sobre la nieve. En la finca tenía sus viejos descansos, le recordaron el día de la fiesta, cuando pensaba volver a Barcelona y seguir con su vida. ¡Qué lejos le parecía todo aquello! Pero ni siquiera había transcurrido una semana desde su discusión con Dana. Y las barbaridades que pensó de todos. Ahora sabía que no podían responder, y eso le recordó el accidente. Se preguntó qué haría ahora, cuando Dana despertase completamente y supiese que no podía ver. La recorrió un escalofrío y se subió el cuello de la chaqueta hasta la nariz.

Esta vez estaba atada al valle de nuevo, pero con sogas de culpa y responsabilidad. Todo a la vez, nada tangible pero más real que una orden del juez. ¿Qué se supone que vas a hacer ahora con tu vida, Kate? ¿Dejarla sola? ¿Ciega y sin recursos? Empezó a sentir náuseas. Se forzó a aspirar por las fosas nasales y a concentrarse en el dolor del aire helado para olvidar el maldito estómago. Pero sólo consiguió que la tos rompiese el silencio helado de la calle. Y por fin llegó al coche.

Tuvo que esperar casi cinco minutos a que saliese el aire caliente. Mientras tanto cerró los ojos y se concentró en hacer desaparecer la sensación de tener los huesos calados. El sabor del expreso de Lía le llenaba la boca y el espíritu de sensaciones positivas. La nariz empezó a gotearle y estiró el cuerpo para abrir la guantera, donde guardaba los pañuelos de papel. Pero lo primero que encontró fue el sobre con las fotos que había guardado. A esa hora seguro que el padre Anselmo ya estaba en marcha; le había hecho una promesa, y tenía que cumplirla. Recorrió el trayecto hasta la rectoría; le castañeaban los dientes y pensó sin querer en esas dentaduras de juguete que, cuando les das cuerda, avanzan sobre una mesa como si estuviesen vivas.

El párroco tardó varios minutos en abrir la puerta. Kate le sonrió temblando y le ofreció el sobre. Él frunció el ceño y dudó un instante antes de abrirlo. Mientras tanto, Kate tiritaba de pie en la entrada con el coche en marcha. Cuando don Anselmo vio el contenido y la miró con los ojos entornados, Kate le dijo que el resto de la caja se había quedado en comisaría. Él volvió a mirar las fotos. Su nuez subió y bajó un par de veces con dificultad y toda la papada se movió como una ola. Cuando levantó la vista, Kate supo que la palabra no saldría de su garganta. Vio cómo se le humedecían los ojos y presintió que si no se iba en seguida los suyos acabarían igual. Dibujó una sonrisa fugaz para que él comprendiese que no necesitaba decirlo y dio media vuelta hacia el coche.

Durante el trayecto a Bellver, donde estaba la oficina bancaria que llevaba los asuntos de Dana, no pudo sacarse de la cabeza la historia del padre Anselmo y Rosalía Bernat. Bajo el manto de las apariencias, del día a día del valle, de las tierras, las casas y sus gentes, había historias intensas y entrañables que descubrir. Un mundo oculto con un pasado que condicionaba tremendamente las relaciones presentes y futuras y que escapaba a la mayoría de la gente. De repente, no detestó tanto la idea de pertenecer al valle. La historia de don Anselmo, aunque fuese triste por lo imposible, le había despertado el sentimiento de pertenencia y la había hecho reflexionar sobre cuántas decepciones y fracasos, cuántos errores y arrepentimientos, escondían aquellas tierras.

Al llegar a Bellver, Kate aparcó el coche delante de la sucursal bancaria. La cajera era muy joven y no se manejaba demasiado bien con los impresos, lo cual era un golpe de suerte. Kate inició una breve pero interesante conversación con Olga, que era de Olot y acababa de llegar a Bellver para cubrir una baja maternal. Era su tercer día y estaba sola, pues el director había salido. Kate le sonrió con simpatía mientras le pedía las cartas de la finca Prats y un extracto de la situación de las cuotas de la hipoteca. Cuando entró el director, casi veinte minutos más tarde, Kate ya sabía a cuánto ascendía el total de cuotas impagadas y el capital pendiente del préstamo, y tenía en su poder los últimos extractos de la cuenta de la finca Prats. Sin embargo, Olga no podía hacer la transferencia de fondos de su cuenta a la de la finca. Por alguna razón, el dinero de la venta de las acciones aún no constaba en el saldo y Kate tuvo que marcar el número de su agente en Barcelona.

Casi una hora más tarde, entraba en la finca con el corazón acelerado y el ceño fruncido. El director, en cuanto había comprendido quién era y lo que pretendía hacer, se había empeñado en ponerle trabas a todo. Afirmaba que el embargo no tenía vuelta atrás, ni siquiera cubriendo las cuotas pendientes. Después de hablar con su contacto en la central, Kate por fin había conseguido que transfiriesen el dinero, aunque había tenido que emplearse a fondo para conseguirlo. Pagó parte de las cuotas atrasadas, pero en el banco le advirtieron que de momento no podían detener el desahucio. Al salir, ya en la calle, el director de su sucursal en Barcelona le había prometido mediar en su favor con el jefe de zona y el departamento de contenciosos para detener el embargo.

Aun así, el escozor en el estómago que había empezado con la discusión en el banco continuaba torturándola. Sus fondos no cubrían toda la deuda de la finca, y acababa de dejar su cuenta como el desierto de Gobi. Le quedaban dos mil euros. Repasó mentalmente el extracto de la Visa que iban a cargarle, el alquiler y los gastos de agua, luz y gas, la cuota del gimnasio… Sólo esperaba que Paco no hubiese retenido su nómina con cualquier excusa. Aunque, después del despido de Luis, se podía esperar cualquier cosa de él.

Miró la hora en la pantalla de la BlackBerry. Si todo salía como había planeado, el descubierto sólo duraría unos días. Esperaría a ver la reacción de Paco cuando Luis le entregase los extractos de su hermano y, si su situación laboral no quedaba resuelta, volvería a llamar al director del banco. Aun así necesitaba transmitir confianza para que resolviesen el asunto del embargo a su favor. Porque confesar un descubierto daría pie a que su solvencia quedase en entredicho y, si el desahucio seguía adelante, el traspaso del dinero habría sido inútil y habría perdido todos sus ahorros para nada.

Cuando entró en la casa de Dana, el familiar olor a lavanda la atrajo hacia el salón. La casona estaba fría y todo seguía en su lugar. No había ni rastro de Chico. Puede que al saber que Dana estaba consciente hubiese decidido no mudarse. Era una lástima que él no tuviese dinero para asociarse con Dana y ayudarla… Tal vez al final acabasen juntos y él cuidase de ella para siempre. En fin, novelas aparte, había que centrarse en las cuentas, porque estaba segura de que su amiga llevaba meses sin ocuparse más que de los caballos y los números campaban a su aire.

Subió a su habitación a ponerse los descansos nuevos y al entrar los ojos se clavaron en el panel del caso, que había dejado enrollado sobre el escritorio. Se había olvidado por completo de él. Buscó los descansos y se los puso; luego, desenrolló la cartulina.

Faltaban las fotos de los Bernat de Barcelona. Cogió el panel y bajó a la sala para imprimir las que había grabado en la BlackBerry y completarlo.

La sala principal mantenía la atmósfera lúgubre de los lugares cerrados en los que la antigüedad de los muebles y los cortinajes impone su ley. Encendió las lámparas y miró a su alrededor buscando el mejor lugar para colgar el panel. Bajo el cuadro de la viuda estaba la chimenea. Pensó que sería buena idea poner el panel debajo del cuadro para poder ver ambas cosas a la vez, porque seguro que la viuda conseguiría ayudarla de algún modo. Colocó la parte alta de la cartulina sobre la repisa y utilizó a modo de pisapapeles dos marcos de plata con fotos de Dana y su familia. Luego soltó poco a poco la cartulina para ver si quedaba bien sujeta.

En media hora lo tuvo acabado, con las fotos de Rosalía y de Marian. También añadió una foto de Manel en la que debía de tener unos nueve años. La historia de amor imposible entre Marian y Manuel era de una tristeza casi dolorosa. Y Manuel…, enterarse de que tenía un hijo casi en la vejez… De repente, sintió la necesidad de poner fotos de Manuel e Isabel en el panel. Ellos también formaban parte del clan Bernat. Seguramente, Jaime se removería en su tumba sólo de pensar que la historia oculta de la familia podía salir a la luz, pero no había modo de resolver el caso sin que eso sucediese. Además, estaba convencida de que eso no sería lo peor. Sobre todo después de lo que le había visto hacer y decir a Santi en su granero por lo de la legítima de su hermana. Kate no quería imaginarse su reacción cuando alguien le notificase que parte de sus amadas tierras eran propiedad de otra persona, su desconocido primo hermano Manel.

Levantó la mirada y sus ojos se clavaron en los de la viuda. Necesitaban encontrar al hijo de Marian. A esas alturas ya eran tres las personas que sabían que Dana estaba consciente, lo que suponía que el peligro crecía exponencialmente a cada minuto que pasaba. Además, en cuanto se corriese la voz no habría excusa: tendría que declarar ante el juez.

Vamos, ayúdenos un poco, susurró Kate en voz alta mirando al cuadro. Antes de acabar la frase notó la vibración de la BlackBerry en el bolsillo.

—Sí… —respondió mirando al panel.

—…

—Todo eso ya me lo has dicho esta mañana. Si no tienes nada más, no sé para qué me llamas.

—…

Kate escuchaba las explicaciones de Tim sobre sus pesquisas cuando una idea le pasó fugazmente por la cabeza. Soltó un momento, separó el móvil de la oreja y entornó los ojos mirando las dos fotos alternativamente. Un baile de letras, un bendito anagrama, una mirada poco común y, de pronto, el presentimiento, una intuición tan fuerte como cuando el caballo arrancaba al galope. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?

—Tim, busca la biografía de Leman Tabern. ¡Todo lo que encuentres! Y ponte en contacto conmigo en cuanto hayas averiguado algo.

—…

—No te prometo nada, pero si tengo razón sabré agradecértelo.

—…

—De acuerdo, pero no tardes más.

El cuerpo le temblaba. Instintivamente se volvió hacia la ventana, pero seguía cerrada. Buscó el número del sargento y llamó. No quería apartar la mirada del panel ni de las dos fotos que le habían abierto los ojos. No estaba loca ni era una ilusión, los dos se parecían, y mucho, pero habría sido imposible darse cuenta sin ver las fotos juntas. Esos ojos… Un escalofrío le recorrió la espalda, pero lo que la hacía temblar no era la temperatura, sino la sensación de haber dado con algo que podía convertir el asesinato de Jaime Bernat en una historia casi surrealista.