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Asilo de las teresitas, Barcelona

No había detectado ni un instante de lucidez en sus ojos. Antes de entrar en las teresitas ya le quemaban las tripas, como si tuviese dentro un maldito volcán. La habían llevado a la habitación y la habían colocado como si fuera una planta en la butaca, delante de la ventana. Luego, dejó a la señora Rosa poniéndole las zapatillas mientras él iba a pagar. Para el cargo de las mensualidades les facilitó la cuenta en la que cobraba la nómina, la misma que le había dado a Mari para el ingreso del alquiler. Después, sólo habría que esperar a que todo fuese cuadrando cada mes. La operación de meter a su madre en la cárcel no duró más de hora y media, hasta que doña Rosa le dijo que oscurecería pronto y que era mejor que se fuera para que no tuviera que conducir a oscuras.

Ni siquiera al despedirse de ella pareció reconocerle. J. B. se agachó a su lado, le cogió la mano y le besó el pómulo. Sus labios encontraron una piel suave, frágil, y cálida. Eso le reconfortó; por lo menos, en la cárcel no hacía frío. Le susurró un adiós mamá y cuando fue a soltarle la mano ella la retuvo un instante. Esa sensación le aprisionó el corazón. Su mano, flaca y huesuda, sujetaba la suya con una fuerza inesperada y, en ese instante, no supo qué hacer y buscó con la mirada a doña Rosa.

La mujer estaba leyendo una revista del corazón. Entonces J. B. se armó de valor y buscó los ojos de su madre. En su mirada acuosa le pareció intuir su propia imagen de perro asustado y cobarde, un perro callejero al que ella había acogido como suyo y que ahora le devolvía el favor encerrándola como a una criminal. Los ojos empezaron a anegársele y, cuando bajó la vista hasta las manos que ambos mantenían unidas, ella le dio dos apretones seguidos, como cuando era pequeño y su padre le reñía. Era un gesto privado entre los dos que le daba confianza y que llevaban años sin compartir. Le dio otro beso y dos más, y cuando quiso susurrarle que iría a visitarla cada semana las palabras se atraparon en su garganta.

A las cinco salió de las teresitas. Empezaba a anochecer y Barcelona estaba en penumbra por el lento arrancar de las bombillas anticrisis de bajo consumo. Caminó a buen paso hasta el aparcamiento de motos, delante de casa de su madre, donde había dejado la suya. No pensaba olvidarse de ella ni una semana, pasase lo que pasase y muriesen los Bernats que muriesen. Era una promesa que no iba a romper, nunca. Esa firmeza le infundía una falsa animosidad que en el fondo no le engañaba en absoluto. Estaba roto por dejarla allí, pero no había otra, y lo único que podía hacer para no sentirse peor era mantener esa promesa.

Se montó en la moto y, justo antes de ponerse el casco, la cara de Tania iluminó la pantalla del móvil. Descolgó y se acercó el aparato en la oreja.

—¿Qué hay?

—…

—Nada, estoy bien.

—…

—En Barcelona, delante del piso de mi madre.

—…

—He quedado en el Insbrük con Miguel para echar una partida.

—…

—Vale, nos vemos allí.

—…

Sonrió mientras escuchaba la oferta de la cena casera, y sonrió.

—Y necesitas a alguien que la vacíe de Moritz. Una casualidad interesante…

—…

—Supongo que no le importará. Salgo ahora de Barcelona. ¿Dónde quedamos?

—…

—¿Y me abrirás la puerta como en las pelis?

—…

—Siempre me porto bien, ya lo sabes.

—…

—Pfff, algo indecente, mejor negro. Ya bajarás la calefacción cuando llegue.

—…

Soltó una carcajada.

—Siempre.

Puede que eso fuese lo que necesitaba. No pensar, sólo un par de desahogos y unas horas de sueño. Decidió que no iba a dejar pasar ni una sola semana, que el sábado bajaría a verla y se quedaría en la cárcel toda la mañana. Cuando volvía a ponerse el casco notó la vibración en el bolsillo y sacó el móvil para responder al comisario Millás.