Habitación 202, hospital de Puigcerdà
Cuando acabó de leer el correo de Lili, Kate estaba de pie frente a la ventana. Cerró los ojos y ató cabos a toda velocidad. Ahora sabía que Marian había dado a luz a su hijo antes de morir y que le había inscrito en el registro como Manel Bernat. Y, aunque no tenía la certeza de quién era el padre, que el apellido fuese Bernat podía ser una pista. Lo que más frustración le producía era haberse podido equivocar con Santi. Estaba tan segura de que era el asesino que le costaba aceptar que otra persona hubiese podido acabar con Jaime Bernat.
Según Marta Alcántara, la hermana de Lili —que había gestionado en persona el asunto de la herencia y la venta del piso—, el heredero de los bienes de Rosalía Bernat tenía dieciocho años cuando vendió el piso de su tía abuela sin haber llegado a ponerlo a su nombre. Por suerte, se trataba de uno de los primeros casos en los que Marta había intervenido al incorporarse a la notaría, así que lo recordaba bien. El joven Manel había donado a las hermanitas de la caridad todo lo que había en el piso porque se marchaba a estudiar al extranjero. En el dossier constaba que no habían podido volver a contactar con él.
Cuando lo tuvo todo claro, Kate llamó a las hermanitas de la caridad. Por suerte logró mantener a la madre superiora al teléfono hasta que pudo convencerla de que la información que le pedía era vital para exculpar a un inocente. Al fin la oyó pedir que le trajesen los libros del 85. Kate iba de un lado a otro de la habitación con la BlackBerry pegada a la oreja mientras la hermana le explicaba que los documentos que se encontraban en los muebles o en la ropa de los donativos solían mandarse a la familia del titular. Cuando la oyó hablar con otra persona, Kate se pegó la BlackBerry aún más a la oreja y subió el volumen del teléfono. Por fin encontraron el documento en el que había quedado registrada la donación de Manel Bernat y la superiora empezó a leer la nota. En ella constaba un listado de muebles, ropa y una caja con documentación. Kate le preguntó si podía recoger esa caja, y la hermana le respondió que ese tipo de documentos sólo podían dárselos a un familiar directo. De inmediato pensó en Santi, el único que quedaba, pero luego recordó a su hermana. Inés Bernat también podía haber tenido acceso a ella. Buscaría a esa mujer. Entonces, la voz de la superiora la sorprendió con la noticia de que en esa época una de las hermanas era del valle, concretamente de Urtx, y que le habían enviado la documentación al párroco de Puigcerdà para que la hiciese llegar a la familia.
Kate agradeció la información y colgó. Seguro que el padre Anselmo había entregado la documentación a los Bernat, de modo que Santi volvía a ser el primero de la lista. Intentó relajarse. Le dolía la cabeza. Pasó las yemas de los dedos por los párpados cerrados y respiró hondo un par de veces. Al fin, se dejó caer en la silla y miró a Dana. Cada vez estaba más cerca de desenmascarar a Santi. De repente, tuvo ganas de contarle lo que acababa de saber. Pero quería averiguar más, no podía estarse quieta. Necesitaba que don Anselmo le confirmase que le había entregado la documentación a los Bernat. Pero no podía dejar a Dana sola, no hasta que despertase. Tampoco quería llamar a nadie ni contar por qué necesitaba salir. Apoyó el codo en la cama y contuvo el impulso de cogerle la mano. No lo haría hasta haber resuelto el caso, cuando Dana ya no fuese sospechosa de la muerte de Jaime Bernat y pudiese estar orgullosa del trabajo que había hecho ella para conseguirlo. La BlackBerry vibró sobre la mesa y Kate miró la pantalla. Por una vez se alegraba de que fuese él.
—Hola, ¿dónde estás? —preguntó apresurada.
—En Correos, hoy libro. ¿Has desayunado?
Kate contuvo el impulso de hacer algún comentario irónico sobre los horarios de los forestales.
—No, no he querido dejarla sola y ninguno de vosotros ha venido a sustituirme.
—Ya no recordaba tu simpatía mañanera. Bueno, estoy ahí dentro de diez minutos.
—Vale, date prisa.
Miguel entró al poco, como había prometido, pero lo hizo seguido del doctor. No quería parecer desagradecida, ni que el doctor pensase que no le importaba lo que iba a decirles, pero tenía prisa por llegar a la rectoría. Además, su hermano no iba a quedarse mucho rato, nunca lo hacía, y ella necesitaba hablar con don Anselmo y luego mandar un SMS al sargento para que se ocupasen de encontrar ese documento en casa de los Bernat, en el coche de Santi o donde fuese. Pero el doctor venía dispuesto a examinar a Dana y parecía agradecer la compañía. Aunque, como de costumbre, sólo se dirigía a Miguel. Kate quería preguntarle cuándo iba a despertar, si podían bajarle la medicación para acelerar el proceso y, sobre todo, si recordaría lo que había ocurrido. Pero no quería esperar, así que cuando empezaron a hablar de hockey, vio la ocasión.
—Bueno, vuelvo dentro de una hora. Cuento con que te quedas —le dijo a Miguel.
Su hermano miró el reloj. Marós parecía concentrado en la pantalla, pero Kate intuyó que su atención distaba mucho de estar en el monitor.
—Vale, una hora —aceptó.
Dos minutos después, Kate salía por la puerta del hospital en dirección a la rectoría.