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Comisaría de Puigcerdà

J. B. aparcó la moto y se dirigió al edificio. La parienta de Montserrat no le había dado nada con el peso suficiente como para detener a la comisaria, y a esas alturas probablemente Santi estaría al tanto de que buscaban su quad y lo habría puesto a buen recaudo. Cuando entró en comisaría la expresión de Montserrat le secó la boca. Silva señaló el despacho de la jefa y ella asintió, sin rastro de la sonrisa con la que acostumbraba a recibirle. Él se encaminó al despacho de Magda y, antes de cruzar la puerta que separaba el hall de las dependencias restringidas a los miembros del cuerpo, volvió atrás y cogió los sobres que Montserrat le ofrecía. El reloj del hall marcaba las seis. J. B. dio dos golpes a la puerta del despacho de la comisaria.

—Adelante.

Magda estaba sentada ante una mesa llena de papeles y pilas de carpetas. Sujetaba un rotulador rojo en la mano derecha y su mirada destilaba una rabia contenida.

—¿Se puede saber dónde estaba cuando le he mandado llamar esta mañana? —La comisaria se sorprendió de la estridencia de su propia voz.

Delante, de pie, el sargento se encogía de hombros. Ésa era la prueba de que no respetaba su autoridad. Eso le costaría el traslado en cuanto tuviese un hueco para escribir la carta. Le observó adelantarse un paso y dejar sobre la mesa el sobre que le habían dicho los de la científica que llevaba dos días en su comisaría. No tenía ni idea de cómo se habría traspapelado algo que ella, la comisaria en persona, estaba esperando. Desde luego, eso no iba a quedar así.

Cogió el sobre y le sorprendió que estuviese cerrado. Evitó mirar al sargento y se sintió observada mientras lo abría. Perfecto, eso era lo que esperaba de sus subordinados, silencio y disciplina. Extrajo el informe y cuando comenzó a leer notó que él contenía la respiración. Bien, ese miedo a su poder era lo que debía imperar entre sus subalternos. Puede que aún pudiera meterle en vereda. Pero tendría que dejarlo para el día siguiente, porque primero debía cumplir con su papel en la cena del alcalde, ponerle al corriente del caso, ocupar el lugar que le correspondía y, si se terciaba, también disfrutar mortificando a la alcaldesa consorte.

Le costó contener la sonrisa mientras volvía a introducir el informe en el sobre. Luego miró con frialdad al sargento, que le pareció algo intimidado.

—Mañana hablaremos —dijo, y cogió el cuaderno donde anotaba los números de teléfono oficiales.

Oyó el carraspeo y levantó la vista.

—Mañana tengo un permiso por un asunto personal.

—Entonces el jueves, a primera hora.

Le vio asentir y salir. Era de los pocos a los que no necesitaba decirle que cerrase por fuera. Lástima que le hubiesen malcriado en sus anteriores puestos, porque tenía potencial. Bajo sus órdenes lo hubiese tenido, seguro.

Ya sola, marcó el número del secretario del juzgado. Dos minutos después, colgó y se recostó en la butaca. Le dolía el cuerpo, quizá estaba incubando algo. Además, llevaba todo el día estresada por culpa del maldito informe y sus cervicales empezaban a pagarlo. Miró el reloj. Faltaban dos horas para la cena, y quería darse un buen baño y relajarse, pero todavía ni había pasado por el supermercado para dejarle a Álex algo decente en la nevera. Hacía dos noches que cenaba pizza y se sentía mala madre. Decidió que de camino pasaría por La Múrgula y le compraría esa tortilla de patata que tanto le gustaba. Aunque dentro de un par de años le mandaría a alguna universidad y seguro que entonces se alimentaría de pizzas a todas horas. Claro que entonces ya no sería culpa suya… Apartó esos pensamientos y volvió a calcular el tiempo. Faltaba bastante para las ocho, pero no lo suficiente para regalarse un masaje antes de la cena. Y eso le recordó a Hans y la decisión que aún no había tomado.