Habitación 202, hospital de Puigcerdà
A las ocho de la mañana, Kate colgó el teléfono y, aún con el bolígrafo en la mano, repasó las notas que había ido tomando durante su conversación con Tina. Rosalía Bernat era la antigua propietaria de un piso en la segunda planta de uno de los edificios que le había indicado por teléfono. A su muerte, el piso fue vendido a los actuales propietarios. La notaría Alcántara se encargó de los trámites. Kate entornó los ojos: las casualidades de la vida la dejaban pasmada. Lili Alcántara era de su promoción, la pequeña de una familia de ilustres notarios, y llevaba el negocio con dos de sus hermanos mayores. A eso se le llamaba buena suerte. Buscó en la agenda su dirección de correo electrónico para pedirle ayuda, pero cambió de opinión y la llamó.
—…
—Hola, Lili, soy Kate, ¿Qué tal todo?
—…
—No me lo puedo creer. Muchas gracias. Pero ¿cómo te has enterado?
—…
—Son unos cotillas. Bueno, yo te llamaba por otra cosa.
—…
—Necesito tu ayuda para localizar a alguien. De hecho, necesito información sobre una venta de un piso que tramitasteis vosotros.
—…
—De febrero de 1984.
—…
—Ya, pero ¿puedes hablar con ella y pedírselo?
—…
—Mejor, ya recuerdo a tu hermana. Su clase magistral en tercero me pareció mágica.
—…
—Sí, pero necesito esa información con urgencia. ¿No podrías ocuparte tú?
—…
—No, es un tema personal. Ya te contaré cuando cenemos juntas.
—…
—Supongo que dentro de un par de semanas. Cuando esté en Barcelona te llamo y quedamos.
—…
—¡Muchísima! De hecho, hasta que reciba la información estaré de brazos cruzados…
—…
—Perfecto, un correo. Muchas gracias, Lili.
—…
Cuando colgó el teléfono lo hizo convencida de que Lili se ocuparía en seguida de lo que acababa de pedirle. Su colaboración bien valía una cena, aunque tuviese que soportar sus cansinos discursos sobre la macrobiótica durante toda la velada. Kate miró hacia la cama. Dana seguía inconsciente y, en cierto modo, eso la hacía sentir aliviada. La mañana anterior Marós había dicho que reducirían los analgésicos y recuperaría la conciencia progresivamente, que estuviesen tranquilos. Pero ya había pasado un día. Kate miró a su alrededor y a los fluorescentes del techo. La habitación mantenía desde primera hora una luz apesadumbrada que le apagaba el ánimo. Subió la persiana y retiró las cortinas, pero el cielo del valle había despertado con la luz grisácea que precedía a la nieve y la habitación continuaba tristona. Acabó de vestirse, vaqueros y una camisa blanca de algodón que le ayudaría a soportar los veinticinco grados de la habitación. Volvió a observar a Dana. En realidad, que siguiese sedada tenía sus ventajas. Porque ella necesitaba tiempo para acabar de atar cabos antes de que despertase y empezase a recordar. En fin, ahora sólo podía esperar las noticias de Lili.
En la plaza Santa María, colgados de la torre, dos técnicos sujetaban en los aros fijos los adornos luminosos de Navidad. Parecía increíble que hubiese pasado un año ya del caso Pifarrer, que los mantuvo concentrados en el bufete casi todas las fiestas del 2010. Éstas iban a ser las segundas Navidades seguidas con sabor a tristeza, a pérdida y a soledad. Se preguntó qué harían si Dana perdía la vista definitivamente y se sintió sin fuerzas. Dadas las circunstancias, no era viable celebrar las fiestas en la finca como el año anterior. Con Dana impedida, y los sementales tan lejos, la Navidad sería un valle de lágrimas. Decidió revisar la BlackBerry. En la pantalla había tres llamadas perdidas. Antes de descolgar frunció el ceño. Se había olvidado del caso Mendes por completo.