Comisaría de Puigcerdà
Entrar en comisaría, en sus dominios, siempre la mantenía alerta. Magda solía mirar a ambos lados hasta cerciorarse de que el respeto, casi el temor, asomaba en la mirada de sus subalternos. Pero esa mañana, consciente de que le esperaba un día complicado, sólo se fijó en la silla vacía de la secretaria y en la luz apagada del despacho del sargento Silva.
Ya había abierto los ojos pensando en la cena con el alcalde. Por suerte tenía todo el día para aclarar lo del bastón y, si era necesario, tiraría de sus contactos en la central y haría las gestiones ella misma. Esa idea le produjo cierta desazón. Debería cuidar más esos contactos, porque si bien ahora estaba en el fin del mundo, pronto la reclamarían en la civilización. Y lo cierto era que, ocupada con las gestiones para entrar en la élite social del valle, no estaba teniendo en cuenta lo que necesitaría en su siguiente destino. También tenía pendiente su asunto con Hans, que resolvería por la tarde, cuando tuviese preparada la carnaza para la cena con el alcalde.
Entró en el despacho y marcó el número de centralita. No había visto a la secretaria en su puesto, pero ella siempre era puntual. Si estaba en el lavabo o en la máquina de café, se daría prisa al oír el tono acelerado de su teléfono. Además, seguro que había corrido la voz de que acababa de llegar. Como debía ser.
Al tercer tono, Montserrat respondió.
—…
—¿Ha llegado Silva?
—…
—En cuanto entre por la puerta le quiero en mi despacho. Llámale al móvil y dile que venga directamente y que le estoy esperando.
Las ocho menos cinco. Magda se acercó al ventanal y miró al aparcamiento. Algunos agentes se apresuraban al ver la luz de su despacho encendida. Buena señal, pero ninguno era el maldito Silva. Empezaba a lloviznar bajo el cielo encapotado cuando Magda vio al caporal Desclòs saliendo del coche. Entrecerró los ojos, se sentó en la butaca y pulsó el interfono.
—Un americano, y dile a Desclòs que venga a mi despacho.
Dos minutos más tarde, el caporal entraba en el despacho de Magda con un vaso de café largo. Lo dejó sobre la mesa y se quedó de pie, esperando.
Magda se dio cuenta de que estaba nervioso. Cruzó las manos sobre la mesa y se irguió.
—¿Ya ha llegado el informe preliminar del accidente?
Él negó con la cabeza.
—Dijeron dos o tres días. Pero todo apunta a que la veterinaria se salió del carril.
Magda asintió.
—Quiero que dedique todo el día a perseguir ese informe. Haga lo que sea necesario, pero lo quiero sobre mi mesa antes de las seis de la tarde. ¿Entendido?
El caporal asintió y Magda le indicó con la mano que podía irse. Él carraspeó y ella le miró impaciente.
—El sargento me ha pedido un segundo registro de la finca de los Bernat para buscar un quad. No me ha parecido oportuno hacer nada hasta comentárselo. Si me dice…
Magda levantó la mano para hacerle callar. Desautorizar a Silva no era el problema, sino seguir por ahí, buscándoles las cosquillas a los miembros del CRC precisamente ahora, cuando estaba trabajando para entrar en el consejo. Claro que la amenaza de registro bien podía jugar a su favor si llegaba a los oídos convenientes que ella la había impedido. Debía reflexionar sobre todo eso y librarse de Desclòs para poder concentrarse.
—Bien, hablaré con el sargento. Antes de dar un paso como ése quiero conocer sus razones para querer molestar otra vez al hijo de Bernat. Ahora póngase con el preinforme del accidente.
Desclòs seguía sin moverse. ¿Es que se había propuesto darle el día?
—¿Algo más, caporal? —inquirió impaciente.
—El sargento también me pidió un informe sobre el CRC…
—¿Y…? —preguntó impaciente.
El caporal la estaba poniendo de los nervios.
—Bueno, pues que le di un dossier que me proporcionó uno de los miembros, pero no sé si un agente como él…, que acaba de llegar y no sabemos cuánto tiempo se va a quedar…, debería…
Magda se irguió en la butaca y empezó a apilar los portafolios que tenía sobre la mesa.
—Bueno, haremos lo siguiente: yo hablaré con el sargento y, si lo creo conveniente, me ocuparé del segundo registro de la finca Bernat. En cuanto al CRC, a partir de ahora comuníqueme todo lo que le pida el sargento y no haga nada sin mi visto bueno. Esto será algo entre usted y yo. ¿Comprende?
El caporal asintió y salió del despacho conteniendo una sonrisa. Magda sabía que acababa de darle una alegría. Más tarde le comentaría la conveniencia de mencionar a su padre que ella había impedido el segundo registro en la finca de los Bernat. Si algo sabía todo el mundo era que la primera regla para que lo aceptaran en un club era velar por los intereses de sus miembros.
Al menos Desclòs resultaba disciplinado y era una conexión directa con el CRC muy fácil de usar. Ahora sólo necesitaba aclarar lo del bastón. Si no podía resolverlo, por lo menos el preinforme del accidente podía darle juego para la cena con el alcalde. Esos encuentros sociales resultaban un verdadero dolor de cabeza cuando uno no llevaba hechos los deberes. Y eso sólo le sucedía cuando dejaba las cosas en manos de incompetentes. Por suerte, nada resultaba un problema para una mujer de recursos.
Y eso era lo que le había pedido Hans, recursos para su nuevo negocio. Ella había intentado contener la sonrisa para no herirle, pero no le imaginaba gestionando un negocio como el que quería montar. Y, en realidad, era un fastidio que le hubiese propuesto ser socia, aunque fuese sólo capitalista, porque tanto si le decía que sí como si le decía que no, la despreocupada y libre relación que mantenían acabaría deteriorándose. En fin, las cosas tendían a complicarse, eso no era nuevo. Ahora sólo le quedaba decidir qué camino tomar.
Tras pedir permiso, el sargento entró con la cazadora puesta en el despacho de Magda. Por lo menos, esta vez había acudido sin pasar de todo, como solía.
—Siéntese.
Silva asintió y retiró la silla para sentarse. Era evidente que esperaba una bronca, pero decidió sorprenderle.
—Tengo entendido que ha pedido un segundo registro en la finca de los Bernat.
Como sospechaba, acababa de darle una estocada. Magda se lo veía en la cara, pero el sargento se recompuso en seguida y le sostuvo la mirada con aplomo. Eso la incomodó.
—Supongo que a estas alturas tiene claro que no va a llevarnos a nada nuevo… Lo que puede cerrar el caso es el informe dactilar del bastón, eso sí es importante, pero usted parece no tener prisa.
—Comisaria, no tengo prisa por imputar a nadie sin estar seguro. Ciertamente, varias pruebas apuntan a la veterinaria, pero tengo algunas dudas que aún no puedo documentar y creo que dentro de unas horas podré despejarlas. Además, tenemos la certeza de que Santi tiene un quad y que el día del primer registro no estaba ahí. Me gustaría encontrarlo y mandar sus neumáticos al laboratorio.
Magda carraspeó molesta. ¿A qué venía ahora todo eso del quad? Es más, ¿a quién le importaba un maldito quad que podía poner en peligro cosas más importantes para todo el mundo? No conocía nada peor que un tipo perseverante que ignoraba por dónde iba la corriente…
—¿Sabe algo del informe del bastón?
Él negó tajante.
—No voy a darle más tiempo. Quiero el informe sobre mi mesa antes de las seis, ni un minuto después. Y no me importa si tiene que ir personalmente a recogerlo. Si le ponen alguna pega, llámeme de inmediato.
—Estoy siguiendo la pista de la persona que envió el brandy a Jaime Bernat.
Magda se lo quedó mirando. Empezaba a irritarle la obstinación del sargento. Si esperaba que lo tuviera en cuenta, iba listo. Ya se imaginaba diciéndole a Vicente que seguían la pista del brandy. ¿Cómo se suponía que iba a encajar eso con su última afirmación de tener el caso prácticamente resuelto?
Le miró directamente a los ojos.
—En cuanto tengamos el informe del bastón decidiré qué hacer con el registro —zanjó.
Cuando Silva cerró la puerta, Magda se dejó caer en el respaldo. Cada reunión con aquel tipo le dejaba un sabor extraño en la boca, algo parecido a la irritada impotencia que sentía cuando su hijo Álex argumentaba demasiado bien las razones por las que la había desobedecido. Miró el reloj. Apenas había estado hablando con él cinco minutos y le habían parecido horas… Abrió el sobre de sacarina dispuesta a echarlo entero en el café, pero cambió de opinión: necesitaba azúcar. Lo tiró a la papelera y abrió el azucarillo. Mientras removía el café con el palito de plástico transparente concluyó que un segundo registro sólo complicaría la investigación. Había que evitarlo a toda costa, porque la veterinaria, al fin y al cabo, ya era la culpable a ojos de todos. Y eso resolvía el caso. Tomó un sorbo del café y su sabor amargo le llenó la boca y las fosas nasales de energía. No esperaría al sargento; ni tan sólo se había confirmado que fuese un espía de la central o que intentase hacer fracasar su entrada en el CRC. Cuando terminase el bendito americano se ocuparía ella misma de conseguir el informe.