Habitación 202, hospital de Puigcerdà
Camino del hospital, Kate no paraba de dar vueltas a una sola cosa: ¿quién tenía acceso a los documentos personales cuando alguien fallecía? Lo más lógico era que fuese la familia, pero Marian sólo tuvo cerca a su tía Rosalía. Puede que ella hubiese conservado los documentos en lugar de mandárselos a Jaime, ya que, por lo que había deducido de la conversación con el clérigo, ella y su sobrino no estaban demasiado unidos. De cualquier modo, al fallecer Rosalía, los documentos de ambas debieron de haber vuelto de algún modo a la familia. De lo que Kate estaba segura era de que no podían haber caído en manos de cualquiera, y de que si Santi los tenía no iba a admitirlo ni a dárselos, a no ser que ella pudiese demostrar que alguien se los había entregado. Necesitaba averiguar qué había ocurrido con ese piso de la calle Aribau y quién se había hecho cargo de las pertenencias de las Bernat. Decidió que, después de darse una buena ducha, dedicaría la noche a descubrirlo.
Por otra parte, la memoria selectiva del padre Anselmo era un detalle interesante. Recordar la fecha exacta de la muerte de alguien veintidós años después no era habitual, como tampoco la reverencia con la que el párroco hablaba de la tía de su mejor amigo. Y aunque eso no era relevante, sí lo era el modo en el que conocer esa información podía beneficiarla con la investigación, en caso de necesitar más información de don Anselmo.
Cuando llegó a la entrada del hospital, sus ojos buscaron de forma inconsciente la mancha de su vomitona en la esquina de la puerta. Apenas habían pasado veinticuatro horas de su llegada al hospital y del crudo informe diagnóstico del doctor Marós, y parecían días. Estudió la fachada iluminada del antiguo convento en el que ahora se ubicaba el hospital de Puigcerdà, convencida de que el doctor ojosverdes seguía trabajando en algún despacho del edificio. Entonces recordó la comida y el bocadillo que le debía a Chico. Además, al final ella tampoco había comido. Se desvió a la izquierda, hacia la calle Mayor, y el aroma que emanaba la bocadillería le humedeció la boca.
Cinco minutos después, Kate cruzaba la puerta de entrada del hospital buscando el rastro del señor doctor Marós. Habían pasado veinticuatro horas del accidente y quería saber por qué Dana aún no se había despertado. Además, le intrigaba que el doctor siempre la evitase y decidió que la próxima vez que se cruzasen se aseguraría de que la mirase a los ojos al hablarle. Eso le recordó a Lía y cómo él la había reñido la primera vez en semicríticos. El insondable misterio de las diferencias entre hermanos, un hecho. Pero no hubo ni rastro del doctor en el trayecto hasta la 202.
Al salir del ascensor la BlackBerry sonó y Kate se dio cuenta de que por unas horas se había olvidado por completo del trabajo. No podía tratarse de Marina porque apenas habrían tenido tiempo de ponerse al día. A no ser que tuviesen noticias del juzgado… Sacó el móvil y leyó el mensaje del sargento con los datos de Marian. Eso le dejaba claro una vez más que siempre era mucho mejor trabajar sola. Por lo pronto, al cabo de unas horas sabría adónde habían ido a parar las cosas de las Bernat y, por tanto, quién había podido usar el DNI de Marian.
Al entrar en la habitación encontró a Chico donde le había dejado.
—No me puedo creer que no te hayas movido —admitió animosa. Y mirando a Dana preguntó—: ¿Algún cambio?
Chico negó con la cabeza y Kate intuyó en su mirada que había malas noticias.
—¿Qué pasa?
—Tardabas tanto que he salido a buscar algo para comer y me he encontrado con Santi en el pasillo.
—¿Otra vez? Al final voy a tener que pedir una orden.
—Harías bien —afirmó—. Creo que venía hacia aquí, pero al verme ha dado media vuelta. La verdad, no me fío de que no vaya a volver.
—No entiendo qué busca…
—Nada bueno. Ten cuidado y no la dejéis sola. Yo me ocuparé de la finca, pero tú no te muevas de aquí.
—¿Por qué no te trasladas a la casona? Esto va para largo… De la hípica ya se hacen cargo los bolivianos, pero la casa no debería estar vacía.
Chico asintió.
—De acuerdo. ¿Seguro que no le importará? —dijo mirando hacia la cama.
Kate le apoyó la mano en el hombro un instante.
—No sé lo que haríamos sin tu ayuda. No sólo no le importará, sino que estoy segura de que cuando despierte estará encantada.
—¿Te han dicho cuándo?
Kate negó con la cabeza y él se giró hacia la ventana. Cuando volvió a mirarle notó un brillo revelador en sus ojos y Kate se dirigió al otro lado de la cama para no incomodarle. Dos golpes en la puerta rompieron el silencio, y ambos se volvieron a la vez.
—Esto parece un velatorio y, que yo sepa, nadie va a morirse.
Ella miró a su hermano. Ése era Tato: un elefante en una cacharrería.
—Tío, ¿qué haces tú por aquí? —le preguntó a Chico.
—Voy a ocuparme de la finca mientras… —respondió señalando a Dana.
—Me parece muy bien. Bueno, ¿y qué tal ha ido el día? —preguntó sentándose en la cama y escondiendo la mano de Dana bajo la suya.
Kate percibió la rigidez con la que Chico había recibido el gesto desenvuelto de su hermano y cómo controlaba cada uno de sus movimientos, igual que un guepardo listo para saltar sobre su rival. Sólo que Tato trataba a Dana como lo habría hecho con ella. Obviamente, para Chico eso no era tan evidente.
Y entonces, con los ojos clavados en las manos de su hermano, Kate volvió a sentirse incómoda. Desde el accidente, apenas se atrevía a tocar a Dana, consciente de que en cuanto despertase y recordase lo que había pasado probablemente la odiaría para siempre. Todos lo harían, y que su amiga no recordase nada era lo único que podía salvarla. En cuanto diese con el doctor Marós le preguntaría sobre esa posibilidad. Tato continuaba sujetando con fuerza la mano de Dana y mirando las durezas y rasguños de su piel. Kate cerró las suyas reafirmándose en su idea de lo mucho que las manos decían de las personas.
Al poco, Tato se levantó.
—Bueno, yo me voy. No puedo hacer nada y tampoco os veo muy conversadores. Me he pasado el día trabajando en una casa de Lles y mañana tengo que estar allí a las ocho para poner las puertas. —Y, mirando a Chico, añadió—: ¿Bajas?
Él asintió sin demasiado convencimiento. Kate entró en el lavabo y le dio el cargador del móvil cuando ambos salían por la puerta.
Era increíble que una ducha de hospital pudiese ser tan reconfortante. Kate acercó la mesa a la cama y se sentó en una silla, al lado de Dana. Abrió el Mac y entró en Google Earth. Antes de acabar con el bocadillo ya tenía localizado el edificio de la pastelería La Coma y dos posibles direcciones para el piso de las Bernat en la calle Aribau. Abrió el correo y vio uno de un tal San Pedro que le reenviaba Marina. En la pantalla apareció una copia de la nota del juzgado con la lista definitiva de pruebas recusadas: no incluía ninguna de sus peticiones. Mientras la leía pensó que san Judas era un nombre más apropiado para Marina, que Paco se iba a poner bueno, y que esta vez no iba a estar ella presente para aplacar su rabia con propuestas inteligentes. A ver cómo se apañaban, porque Marcos, con su propia batalla interna entre el ego y el pavor a los desplantes públicos del jefe, estaba lejos de dar el perfil al que Paco estaba acostumbrado.
Se preguntó cuándo tendría noticias del andorrano. Lo cierto era que, desde que había hablado con Marina para sentar las bases de su relación durante el caso, no había pensado en el bufete en todo el día. La única duda que le quedaba era si el tipo habría hecho el trabajo de forma limpia, sin dejar cabos sueltos. Pero ahora no era tiempo de eso, ahora lo que necesitaba era hablar con Tina Reig, su contacto en el registro de la propiedad, y averiguar la historia del piso de las Bernat.