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Comisaría de Puigcerdà

Su arrogancia y la displicencia con la que respondía a sus preguntas le hacían sentir frustrado en cuanto colgaba el teléfono. Sin embargo, esta vez había notado algo diferente en su voz. Santi se había puesto nervioso. Incluso le había sacado de sus casillas sin esfuerzo, y la intuición le decía que ocultaba algo. Además, estaba claro que aún no sabía nada del segundo registro que iban a efectuar en su finca y eso sólo podía ser porque el maldito caporal se había pasado su orden por el forro. Descolgó y marcó el número de Desclòs. Esperó con la mirada en el tirador de madera del primer cajón de la mesa.

Empezaba a pensar en serio si la letrada tendría razón y el cachorro Bernat era su hombre. Desde luego, efectividad para seguir la pista del brandy no le había faltado… Trabajar con alguien competente, aunque fuese tan lunática y arrogante, era todo un cambio. El caporal no respondió al teléfono, y J. B. colgó molesto. Por la mañana le pondría las pilas. En ese momento el cuerpo sólo le pedía salir de comisaría sin que nadie le viera.

Miró la hora en la pantalla del ordenador. Faltaban veinte minutos para el cambio de turno; era el momento. Se levantó y cuando descolgaba la cazadora sonó el teléfono. Le dio un vuelco el corazón; seguro que era la comisaria para exigirle el informe sobre el bastón. Mierda… Cogió aire y descolgó en el momento en el que se abría la puerta del despacho.

—Sólo quería avisarte pero has sido muy lento —susurró la voz de Montserrat al otro lado de la línea.

Tania entró y el aroma de Eau de Rochas inundó la habitación como una nube de promesas. Caminó hasta la mesa sin mirarle, dejó el bolso y se sentó en ella de un salto, con los pies colgando y la mirada perdida en el aparcamiento. La minifalda dejaba al descubierto tres cuartas partes de los muslos, justo hasta donde empezaban las medias. J. B. carraspeó. Estaba claro que venía buscando explicaciones y esas cosas requerían rapidez. Sólo que tampoco tenía excusa; simplemente quería estar solo. Observó cómo Tania cogía el móvil, que él había dejado sobre la mesa para ponerse la chaqueta, y se ponía a toquetear las teclas. Pocas cosas le ponían más nervioso que ver a alguien mangoneando lo suyo, pero no era momento de reproches porque Tania seguía en el mapa. Permanecieron unos segundos en silencio mientras ella jugueteaba con su móvil y él, sin perderlo de vista, pensaba en si le daría tiempo a pasar por Correos y recoger los recambios de la moto. Miró la hora, cogió la silla, la arrastró y se sentó delante de sus piernas. Luego subió la vista buscando sus ojos mientras ella seguía toqueteando el teléfono sin prisas. J. B. esperó unos segundos, pero no quería jugar, ni aguantar tonterías, ni oír cómo le pedían explicaciones, ni tener que darlas. Mierda. Volvió a mirar el reloj y le quitó el móvil con suavidad. Ella lo soltó, hizo una mueca y le miró.

—Creo que me voy —dijo Tania con chulería.

Bajó de la mesa de un salto y a J. B. la intensa oleada de Rochas le dio ganas de sujetarla y pegarle un buen revolcón. Uno rápido. El deseo le cruzó el cuerpo como un relámpago. Ella debajo, él encima, la nariz entre sus pechos, turgentes, las manos sujetando sus caderas y un par de empujones certeros, con la ropa puesta, sólo para soltar el lastre… Pero dejó pasar el momento y ella no se volvió al salir.

Cinco minutos después, J. B. estacionaba la moto delante de la oficina de Correos y tuvo que emplearse a fondo para que la funcionaria, una mujer pequeña y escuálida con el pelo corto y la mirada huidiza, le dejase entrar. Mientras su compañero le entregaba el paquete, ella permaneció de pie, con su anodino uniforme amarillo y azul, zarandeando de forma irritante las llaves de la puerta. Al salir, J. B. la saludó. Y fue entonces cuando se dio cuenta de que uno de sus ojos iba por libre. Intentó no recrearse en ello y siguió andando hasta la moto sin poder apartar de su mente la imagen del ojo tuerto. Apoyó la mochila en la moto y sacó las piezas de la caja de cartón para meterlas dentro del sillín. En ese momento, se apagaron las luces de Correos. Había que joderse… Las malditas farolas acababan de encenderse y apenas veía la cremallera de la bolsa. Buscó un contenedor para tirar la caja. Cerca de Correos era lógico que hubiese uno, pero fue incapaz de encontrarlo y, cuando iba a dejar los restos del cartón en una esquina oscura, oyó un ruido. La funcionaria flaca permanecía de pie, delante de la puertecilla lateral de Correos, observándole en silencio. La penumbra de la callejuela le daba en una parte de la cara y en la otra empezaba a destacar como un huevo duro el blanco del ojo tuerto. Ahí se le quedó clavada la mirada hasta que la melodía de El padrino le rescató. J. B. buscó el móvil con los restos de la caja aún en la mano y descolgó.

—Sí…

—…

—Perfecto, eso puede ahorrarme una bronca o por lo menos media. Venga, quedamos allí y nos tomamos algo. Yo invito.

—…

—Cinco minutos.

—…

Mientras hablaba con Gloria vigiló la sombra de la funcionaria, que serpenteaba calle arriba. Las luces de las farolas ya se habían calentado y al colgar todo le pareció menos tétrico.

Aun así, no quiso dejar la moto en la callejuela oscura y subió arrastrándola para dejarla delante mismo del Insbrük. Aparcó y saludó a la forense, que se acercaba por el paseo Diez de Abril. Se colgó la mochila. El informe anexo al de tóxicos que le proporcionaba Gloria —en el que se identificaba el tipo de digoxina y la concentración que había en la botella de brandy de los Bernat— mantendría a «la doña» a raya por lo menos otras doce horas. Cuando se volvió para recibir a Gloria descubrió a la letrada saliendo del edificio que había al lado de la iglesia. No tenía pinta de asistir a misa. Además, se alejaba como si estuviese a punto de perder un tren. J. B. la siguió con la mirada hasta que notó la mano de Gloria en el brazo. Le sonrió y lanzó otro vistazo a la letrada. A saber lo que se traía entre manos…