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Plaza Santa María, Puigcerdà

¡Joder!, ya era mala suerte haberse encontrado precisamente con él… Santi cruzaba la plaza en dirección al parking. Avanzaba con decisión, como si el mundo debiese saber que iba a tomar medidas por lo que acababa de ocurrir.

Había visto salir al ex comisario y poco después a la nieta, así que pensó que ése era el momento. Pero, por lo visto, no pensaban dejarla sola ni un minuto. Y él quería saber cómo estaban las cosas. En realidad, lo único que quería era enterarse de si estaba tan mal, pues en tal caso, no habría de qué preocuparse. Pero si no estaba grave había que tomar una determinación antes de que abandonase el hospital, porque una vez que estuviese en la finca todo sería más complicado. Además, estaba seguro de que, en cuanto se le hubiese pasado el calentón del momento, la abogada volvería a su trabajo y él podría resolver qué hacer. En el fondo no podía quejarse. Con ella en el hospital la finca empeoraría, y eso favorecía sus intereses.

Pero pensar en Chico le calentó la sangre. El maldito Masó estaba hasta en la sopa, y eso podía ser un problema.

Pulsó el mando con demasiada fuerza y las luces de la pick-up pestañearon. Abrió la puerta y, antes de subir, sujetó el ticket con los labios y sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón para coger la tarjeta. Entró, lo dejó todo en el salpicadero y pegó un portazo. Al verle salir de la habitación había intentado disimular y pasar de largo con la coartada del vendaje. Pero lo que había dicho sonaba tan falso como la excusa de un crío… Santi maldijo al recordarlo y puso la primera con rabia. Notar claramente en sus ojos que no le había engañado le puso casi tan furioso como verle dar la vuelta y volver a entrar en la habitación, retándole a seguirle, a meterse en la cueva de los lobos. El muy cabrón le conocía demasiado bien, y también conocía sus intenciones.

Santi pasó la tarjeta por la máquina y volvió a guardarla en la cartera en el momento en el que se abría la valla de la rampa. Puso la segunda y arrancó tan rápido que dejó una nube oscura tras él. Había llovido mucho desde que él y Chico jugaban juntos en la finca de los Masó.

Fue hasta que pasó aquello con la gallina de su madre y ella le echó de allí. Desde entonces no había vuelto. Primero por vergüenza, luego por rabia, al final por miedo a que una mujer volviese a echarle de sus propias tierras. Por primera vez en su vida alguien pareció no respetar quién era su padre y él no se atrevió a replicar por miedo al bastón. Luego, durante años estuvo convencido de que era un maldito cobarde y nunca se atrevió a hablar con nadie de lo que había pasado. Hasta que un día su padre le enseñó que para vengarse había que saber esperar y decidió que, cuando él fuese el amo, les quitaría a los Masó las tierras que su padre les tenía arrendadas. Así fue como se quedó sin compañero de juegos. Pero le daba igual, pues su padre tampoco le dejaba demasiado tiempo para distracciones y no le iba a echar en falta. Además, Chico era muy pequeño para comprender que la muerte de una gallina no era el fin del mundo y que él tenía razón cuando afirmaba que esos bichos eran capaces de andar decapitados durante un buen rato. De hecho, aquélla no era la primera gallina que Santi mataba, porque su padre le había advertido de que uno sólo podía apostar cuando estaba seguro de ganar.

Al llegar a la gasolinera detuvo el coche y le hizo una señal al encargado para que le abriese el contador. Mientras la manguera manaba gasóleo notó una vibración en el bolsillo y cogió el móvil.

—…

—¡Sí!

—…

—No sé de quién me habla.

—…

—No tengo ni idea. Oiga, aún no me han devuelto las cosas del viejo, ¿y va a darme la vara por no sé qué parienta…?

—…

Santi colgó la manguera y se encamino hacia la garita con el teléfono en la oreja. El cobrador, un latinoamericano de ojos pequeños y espaldas anchas, le indicaba que colgase y le señalaba con vehemencia un letrero en el que ponía que estaba prohibido utilizar el móvil. Santi seguía sudando, estrangulando el teléfono con la mano y pensando en el modo de desviar la conversación y evitar a la tía.

—No, escúcheme usted, mañana quiero las cosas de mi padre o las recuperaré por mis propios medios. Y ahora tengo que colgar, que estoy en una gasolinera.

Sólo faltaba el maldito sargento interrogándole sobre la tía. ¿Cómo se habían enterado? Maldita sea, ¿es que nada podía salir bien?