Bar El Edén
Era viernes por la noche y en casa le esperaba el mejor plan de la historia. Había llegado por los pelos al quiosco y notaba en la mochila el peso de los dos kilos de sus Solanos favoritos y de la barra de pan caliente. Ahora sólo le quedaba pasar por el bar.
Cuando cruzaba la calle por delante de la comisaría empezaron a caer las primeras gotas, e instintivamente aceleró el paso. Vio cómo se apagaban las luces del despacho de Magda y, a través de los cristales, a Arnau de pie en el hall, apoyado en el mostrador de Montserrat. El caporal le hablaba a la secretaria agitando con indolencia un portafolios que sujetaba en la mano. Seguro que hacía tiempo para que la jefa le viese allí y luego se largaría en cuanto ella saliese del aparcamiento. En todas las comisarías había tipos como él. J. B. dibujó una mueca. Y eso que no hacía ni una hora que le había puesto pegas para ir a trabajar al día siguiente porque era sábado. Al muy cabrón se le habían agolpado las excusas en la garganta como vagones de tren hasta que supo que, en cuanto confirmase la versión de la veterinaria con los Masó y mandase las fotos de las roderas al laboratorio, podría irse a casa. Aun así, al salir le soltó que los tres sábados festivos al mes eran por su antigüedad, pero que iría porque se trataba de Jaime Bernat. Pedazo de mamón.
A esa hora de la tarde, El Edén era un hervidero de gente que tapeaba y bebía. Desde la esquina se oía el zumbido fuerte y festivo de las conversaciones y, a pesar de tener las dos puertas abiertas, el local olía a rancio, a cerveza y a gente que había trabajado toda la jornada. J. B. aspiró la última bocanada de aire fresco y entró. Echó un vistazo a todo el local, se acercó a la barra y pidió que le envolvieran lo que quedaba de la tortilla de patatas y unas cortezas de cerdo recién hechas. Mientras le preparaban el pedido repasó mentalmente lo que acababa de ver: las personas que había en cada mesa, lo que tomaban y lo que había en las bandejas de los expositores de la barra. Para hacerlo, dejó la mente en blanco y se concentró por completo en la memoria visual. Luego se volvió y comprobó el resultado. Practicaba el juego por lo menos una vez al día, una costumbre que había aprendido de su padre y que el primer año de servicio en la comisaría de Cornellà le había hecho ganar mucha pasta en apuestas.
La camarera le dio la bolsa y J. B. pagó con un billete de veinte euros. Mientras esperaba el cambio, vio que las chicas de una mesa del fondo lo observaban. Le guiñó un ojo a la rubia de los pechos grandes, y ella le sonrió con intención mientras susurraba algo que hizo que todas rieran entre aspavientos. Se volvieron hacia él y en ese momento la dueña le devolvió el cambio. Al hacerlo, le rozó la mano que tenía sobre la barra con el platillo de madera. Él buscó sus ojos. Ella no lo esquivó, pero empezó a colocar los platos de café con la cuchara y el azúcar en línea, sobre la barra, justo delante de él.
J. B. cogió las monedas y la bolsa. El calor que desprendía la comida le recordó su casa y el plan que tenía con la OSSA para el fin de semana. De repente, tuvo ganas de volar hasta allí, abrir una lata de cerveza fría y ponerse a arreglar la moto. Salió del local con la bolsa humeante en la mano y la mochila colgada del hombro. Quince euracos… Algún día tendría que pasarse por el súper a comprar algo más que latas.