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Rectoría, iglesia de Puigcerdà

Tardó tres minutos en cruzar la plaza y sólo cinco más hasta la rectoría. Los dos termómetros que había visto por el camino no subían de los siete grados negativos y, a pesar de llevar botas, Kate avanzaba con la sensación de tener las piernas congeladas. Lo hacía sin mirar a nadie, no quería saludos o cruzarse con alguien que le preguntase por Dana, y a mitad de trayecto tuvo la sensación de que, si se lo proponía, sus pies avanzarían sin llegar a tocar el suelo.

Cuando llegó a la rectoría llamó al timbre y entró sin esperar respuesta. Aún era la misma puerta y seguía con el mismo abrefácil que había cuando los martes asistía con Dana a la catequesis, después del cole. Sonrió y llamó a la puerta interior con los nudillos mientras se estiraba la falda.

Oyó una tos ronca.

—Sí…

—Padre Anselmo, soy Catalina, la nieta del ex comisario Salas. ¿Puedo hablar con usted un momento?

No tenía ni idea de por qué había dicho lo que acababa de oír, pero funcionó y el cura respondió de inmediato.

—Dame un minuto, ahora salgo.

Kate se acercó a la pared. Seguía forrada de láminas con dibujos de los niños de la catequesis, sembrados de pesebres con el niño Jesús. Pero eran mucho más sofisticados que los de su época. Entonces, la única a la que le gustaba elaborar collages era a Dana, quien, para desconcierto de las catequistas y envidia del resto de los niños, pegaba en las cartulinas todo lo que encontraba y conseguía resultados espectaculares.

El sacerdote abrió la puerta y le ofreció la mano y una sonrisa demasiado amplia. Aún quedaban restos de migas en la pechera negra de su sotana y un par de manchurrones. Al acercarse, el olor a vino azotó a Kate como una bofetada. Ciertas cosas nunca cambian, pensó con una punzada de nostalgia que se forzó a ignorar.

—Padre Anselmo, necesito saber algo y me han dicho que sólo usted puede ayudarme.

Él se encogió de hombros y Kate tuvo la sensación de que el abultado abdomen del cura se elevaba unos centímetros.

—Pasa y sentémonos. No sé en qué podría ayudarte.

—Verá, necesito saber todo lo que pueda contarme sobre Marian Bernat.

Él se volvió sorprendido. Casi de inmediato bajó la vista hasta las manos, y empezó lentamente a frotárselas. Kate intuyó que no convenía dejarle meditar demasiado.

—Pensará que lo que le pido no tiene ni pies ni cabeza, pero deme un voto de confianza y dentro de unos días le contaré por qué necesito lo que le pido. Es por una buena causa…

El capellán tosió de nuevo y su abdomen se movió como la tapa de una tetera hirviendo.

—Marian era la hermana de Jaime —dijo—, una niña muy buena. En paz descansen los dos.

El viejo párroco bajó la mirada al suelo y se alisó la sotana sin fuerzas.

—Cuando empezó a encontrarse mal —continuó—, su padre la mandó a Barcelona con su tía Rosalía, para protegerla. La gente es cruel con esas cosas… Era una niña muy buena. Aún recuerdo aquel viaje en tren…

Se le habían humedecido los ojos.

—Yo la acompañé, ¿sabes?, con Jaime. Se pasó todo el viaje llorando, abrazada a la maleta como si fuese lo único que poseía en el mundo.

El cura hizo una pausa y Kate le vio tragar saliva. Eso la hizo temer que detuviese la historia y le alentó.

—Pero ¿por qué la mandaron a Barcelona si no quería?

Don Anselmo la miró con los ojos vidriosos y los labios apretados.

—Porque estaba… enferma.

El sacerdote volvía a detener la vista en algún punto del suelo con actitud de haber dicho cuanto tenía que decir. De repente Kate comprendió su problema.

—¿Quién era el padre?

Don Anselmo alzó la cabeza, sorprendido, y ella le sostuvo la mirada. Entonces, él cruzó las manos sobre el regazo y negó con la cabeza.

—No deberías remover el pasado. Las historias de familia son privadas.

Pero Kate no iba a darse por vencida.

—¿Y ella no volvió?

—No pudo.

—¿Por qué?

—Porque murió al poco de llegar a Barcelona.

Kate frunció el ceño. Eso era imposible… Según la caja de los Herrero, Marian Bernat había estado en Andorra hacía tan sólo unos meses.

—Padre, ¿está seguro de eso?

Don Anselmo la miró desconcertado.

—Naturalmente. Rosalía me llamó porque tenía problemas para enterrarla y tuve que interceder en el obispado. —Y mirándola a los ojos añadió—: Yo mismo oficié su entierro.

El sacerdote volvió a bajar la vista y habló para sí mismo.

—Era muy buena, demasiado. Una buena niña.

—¿Y cuándo dice que murió?

—Pues poco después de llegar a Barcelona. La ciudad no le sentó bien.

—Entonces, ¿está enterrada en Das?

Él negó con la cabeza.

—No lo entiendo. ¿Por qué no la trajeron de vuelta?

El padre Anselmo la miró como si dudase de sus intenciones, y Kate temió de nuevo que dejase de hablar.

—En fin, eso ya da igual. —Kate debía cambiar de tema para continuar la conversación—. Pero, dígame, ¿qué edad tenía?

El párroco parecía contar y era fácil darse cuenta de los esfuerzos que hacía para poner los números en orden. Al fin, asintió.

—Cuando se fue, creo que acababa de cumplir los dieciocho. Era muy buena, demasiado. El señor se lleva a los mejores, ¿verdad, hija? —lamentó con resignación.

A Kate se le encogió el corazón e intentó apartar a su padre de sus pensamientos.

—Entonces, ¿estaba con una tía suya?

La expresión del cura sufrió una ligera transformación antes de responder.

—Con Rosalía, la hermana de su padre.

—¿Y estaba casada?

Él negó con la cabeza.

—No, vivía en un piso sola, en la calle Aribau, delante de la pastelería La Coma. Trabajaba en Tabacos de Filipinas como secretaria de uno de los dueños.

El párroco permaneció en silencio.

—Y Marian fue a vivir con ella…

Él asintió.

—Entonces, el piso era de la tía…

Volvió a asentir. El cura se estaba quedando dormido y Kate aceleró.

—¿Y qué edad tendría?

Él la miró perplejo.

—El día dos hará veintidós años que murió.

—Lo lamento… ¿Era muy mayor?

La benevolencia iluminó la expresión del clérigo.

—Nos llevaba diez años, pero jamás lo pareció. Era una mujer con mucha clase. Parecía la hermana de Jaime en vez de la tía. El valle se le quedó pequeño —lamentó con resignación.

—¿Y qué fue del piso?

Don Anselmo se encogió de hombros, y Kate percibió que él empezaba a preguntarse de veras a qué venía tanta curiosidad.

—No comprendo por qué te interesa todo esto.

—Por nada. En cuanto pueda sacar algo en claro vendré a contárselo.

Kate se puso en pie y le tendió la mano. Él adelantó la suya. Era una mano flácida y desigual, la de un hombre vencido, pensó mientras le ofrecía su mejor sonrisa.

—Muchas gracias, padre Anselmo.

Él asintió con el ceño fruncido y la miró con desconfianza. Era fácil percibir sus dudas sobre las intenciones que podían haberla empujado a pedir esa información. Como también lo era ver en sus ojos el temor a haber hablado de más. Su consejo lo confirmó.

—Sé discreta con lo que acabas de saber. No sé si he hecho bien confiándote esa información. Si Jaime supiese lo que te acabo de contar…

Ella asintió.

—No se preocupe, lo usaré bien.

Después de unos minutos con el padre Anselmo en la densa atmósfera de la rectoría, el aire frío de la calle le pareció purificador. Kate respiró hondo hasta que el aire helado dejó de dolerle al entrar por la garganta. El termómetro rozaba los nueve bajo cero y las luces de las calles brillaban con la intensidad de llevar encendidas largo rato. Noviembre estaba resultando especialmente frío. Su estómago le recordó que necesitaba comprar comida y aligeró el paso preguntándose cómo se le había ocurrido ponerse una falda. De repente se alegró de volver al hospital con Dana. Volvió a respirar profundamente varias veces mientras avanzaba pensando en la sospecha que acababa de constatar: que Jaime Bernat los tenía subyugados a todos… incluso después de muerto.