Plaza Santa María, Puigcerdà
Parado en la plaza del casino de Puigcerdà, J. B. miraba con atención la pantalla del móvil arrepintiéndose de haber enviado el mensaje a la letrada. Tenía huevos que, además de cargar con ella, tuviese que esperarla un cuarto de hora. Sopló y volvió a leer el SMS. Si era de esas a las que un cuarto de hora no les parecía nada, podía ir preparándose. Miró la hora en el móvil y lo leyó de nuevo. De esperarla, nada. Dentro de quince minutos salía la moto, con paquete o sin él. Quince minutos, y ni uno más. Aparcó en la zona habilitada y dudó si llevarse el casco que le había prestado el caporal Marcos, el único agente extranjero de la comisaría y uno de los pocos que también iban a trabajar en moto. Al final los ató los dos, miró la hora y se dirigió a la sucursal del banco en la que cobraba la nómina. Mari no le había vuelto a llamar y, aunque estaba seguro de que con su empleo en el súper le concederían el préstamo, J. B. sospechaba que el dinero llegaría tarde porque sólo faltaban dos días para ingresar a su madre y no tenía otra forma de reunir la pasta, a no ser que ocurriese un milagro.
La oficina estaba vacía y a punto de cerrar. J. B. se acercó al mostrador y sacó el DNI. Cinco minutos después salía con la sensación de hacerlo por la puerta grande. Tenía una transferencia de 1200 euros de María del Carmen de la Hoz, Mari, en su cuenta. Le había costado no soltar un taco en medio de la silenciosa sucursal cuando comprendió que se trataba de la fianza. Pensó en Correos, en el paquete con las piezas para la OSSA y en si le daba tiempo de recogerlo antes de que llegase la letrada. Pero en cuanto la vio de pie, al lado de la moto, se olvidó del paquete.
A pesar de las enormes gafas de sol, la hermana de Miguel parecía mucho más joven con esa melena ondulada en lugar de la peluca lisa de Barbie que llevaba siempre. Se había puesto una falda negra y la cazadora oscura del día del funeral. J. B. miró a su alrededor. Había poca gente, pero seguro que radio macuto tendría informada a Montserrat de que había montado en su moto a la nieta del ex comisario. Sonrió.
Aceleró el paso al cruzar la rotonda y llegó hasta la moto con el ceño fruncido. Miró la hora delante de ella.
—Veo que eres puntual.
—¿No pretenderás que vaya en moto así? —respondió ella señalando la falda.
J. B. se encogió de hombros y empezó a ponerse el casco.
—Pues… ya te contaré cómo ha ido.
—Ni hablar, tengo el coche en el parking. Vamos en el mío y luego te traigo. De todos modos, tengo que volver al hospital.
J. B. dudó y, al instante, ella tomó el mando y él comprendió su error.
—Vamos —ordenó empezando a andar—, y no dejes los cascos ahí si no quieres que te los quiten.
J. B. miró a su alrededor. El móvil le vibraba en el bolsillo, lo sacó y miró la pantalla. Era Tania. La letrada estaba llegando a la esquina del cine. Rechazó la llamada, desató los cascos y fue tras ella.