Plaza Santa María, Puigcerdà
Cuando alcanzó la calle le dolían los carrillos de tanto forzar la sonrisa. Caminó hacia el aparcamiento con el corazón acelerado. Todo se estaba poniendo muy feo. Y la nieta del ex comisario parecía con ganas de buscarle problemas. Aunque seguro que se le pasaría, porque a los que vivían fuera del valle el interés por las cosas de allí les duraba poco. Saludó al hijo de Casaus, que salía del banco, pero continuó andando. No tenía ganas de charla. Al final ni siquiera había podido averiguar si tendría que hacer algo o la veterinaria ya estaba bastante grave. Por lo menos, eso le daba más tiempo para resolver el asunto de la tía. Y lo necesitaba, porque en el cuarto del viejo no había encontrado ni rastro de la llave del baúl y había tenido que abrirlo con el hacha. Pero tampoco allí había ni rastro de los papeles de la tía; las tierras de Santa Eugènia seguían siendo un problema. Sacó la cartera del bolsillo, introdujo el ticket del aparcamiento y las monedas en el parquímetro, y recogió el comprobante.
En el trayecto hasta el coche, mientras caminaba con la cabeza baja, alguien le tocó el brazo.
—¡Bernat!
Pep Comet era uno de los asiduos a las partidas de los martes en el casino de Alp. Habían coincidido en la escuela hasta que Santi abandonó los estudios y desde que había dejado el instituto, antes de acabar, como casi todos los del grupo, Comet trabajaba en la carpintería de su padre.
—Comet… —saludó apoyando las palabras con un asentimiento.
—¿Qué, tío? ¿Cómo va?
—Bien, he venido a arreglar papeles, ya sabes.
Pep asintió con afectación.
—Bueno, mañana te esperamos…
Santi dudó.
—No sé, ya veremos.
Un claxon los interrumpió. La mujer de Comet le hacía señas para que se diese prisa. Él se encogió de hombros y le palmeó el brazo.
—Venga, hombre, el luto es para las mujeres.
Santi dibujó una mueca.
—Mañana —le ordenó Pep apuntándole con el dedo en alto—, y ya pediremos algo para cenar.
Santi subió al coche y dejó el ticket en el salpicadero. Todos le apoyaban. Arrancó, metió la primera y aceleró. En cuanto salió a la claridad del exterior respiró hondo. Se detuvo para ceder el paso a una mujer y vio al yerno del gestor saliendo del pub con dos tipos. Eso le hizo pensar en el notario. Maldita sea, ni siquiera eso parecía resolverse, y el dinero se le estaba acabando. Sintió el impulso de parar y preguntarle, pero no quería testigos; ya le llamaría desde casa. Y al del banco también, porque la petición de la legítima era una complicación que no le permitía tocar el dinero aunque fuese suyo. Por suerte, todo el mundo le conocía, y sabían que antes o después sería el dueño de todo. No sería difícil llegar a un acuerdo con el del banco. A un Bernat le fiarían.
Salió de Puigcerdà y cogió la N-260 hacia Bellver. No podía dejar de pensar en lo que había ocurrido en el pasillo del hospital. No era bueno que la nieta del ex comisario fuera por ahí acusándole de haber matado a su padre, aunque nadie fuese a creerla. No, no lo era. De momento, haría esas dos llamadas.