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Habitación 202, hospital de Puigcerdà

Kate recolocó el escaso mobiliario para instalar su despacho en la habitación 202. Cuando llamaron a la puerta era casi mediodía y llevaba horas conectada consultando las mejores clínicas oftalmológicas para el tratamiento de lesiones por traumatismo. Era consciente de que estaría dando palos de ciego hasta que el diagnóstico fuese más preciso. Pero también de que, hasta que tuviese información sobre la botella de brandy, sería incapaz de concentrarse en cualquier otra cosa. Desde su asiento frente al Mac vio que la puerta se abría y entraban los pies de la cama en la que traían a Dana.

Contuvo la respiración para ver si se había despertado, pero no detectó movimiento ni signos de conciencia.

La enfermera, una sesentona alta y escuálida, la saludó con una mueca tensa. Dejó la cama de Dana y, con gesto de disgusto, sacó la otra al pasillo. Llevaba el pelo encanecido recogido en una coleta baja y tirante que no dejaba un mechón fuera de lugar. Kate la observó revisar de forma mecánica las constantes de Dana. Mientras lo hacía, la enfermera la informó en un tono neutro de que el doctor pasaría antes de comer. Kate miró la hora: aún podía tardar mucho. Siguió observando cómo la enfermera alisaba la sábana y la remetía bajo el colchón sin una arruga, tan tirante como el recogido de su pelo, pensó. Luego, salió sin despedirse. Kate pensaba en Lía cuando la BlackBerry emitió un aviso.

El mensaje de Luis era impecable: la botella había partido de una boutique de Andorra que sólo comerciaba con series limitadas y unidades numeradas. Mi vida, pendiente del país vecino, se dijo Kate. Luis quería saber qué debía hacer con la información y le adjuntaba el código de serie de la botella, los datos de la bodega de origen y el contacto de la boutique. Bien por él. Le respondió con un buen trabajo y dudó un instante antes de mandar el texto. Si Paco los retiraba del caso de su hermano, cosa poco probable, necesitaba que Luis limpiase el expediente de algunas cosas para que ciertos documentos no llegasen a manos de sus competidores en el bufete. Al fin, cursó la respuesta, decidida a no avanzar acontecimientos y a ocuparse de cada cosa en su momento.

Acercó una silla a la cama de Dana y se sentó a su lado mientras marcaba el número de la tienda. Casi quince minutos más tarde, y tras varias mentiras inofensivas, colgó satisfecha. Había averiguado un detalle interesante para el trato que tenía con el sargento.

—A la hora de comer llamaré al sargento y te dejarán en paz —susurró acercándose a Dana.

Kate le cogió la mano preguntándose si tardaría mucho en despertar. Cuando Dana empezase a recordar y hubiese que explicarle que había perdido la vista, comenzarían los problemas. Kate esperaba con angustia el momento en que tuviese que contárselo. Y, por sus pesquisas en Google, la recuperación que le esperaba a Dana iba a ser lenta y dolorosa.

Cerró los ojos y se concentró en la mano que sujetaba. Deseó con todas sus fuerzas que sus lesiones sanasen, e intentó con obstinación olvidar que había sido su llamada la última que había atendido Dana. Respiró hondo repitiéndose como una letanía que no era culpa suya y que ella bien podía haber ignorado la llamada. Pero su corazón acelerado no la engañaba, ni el aplastante peso invisible sobre los hombros. Porque ¿cómo se suponía que iba a poder soportarlo si al final no conseguía ayudarla? Empezó a acalorarse. Una sensación de asfixia le subió por el brazo hasta el pecho y le hizo apartar la mano de la de Dana. Se puso de pie. ¿Había sido una señal? ¿Una demostración inequívoca de su rechazo? Allí, de pie junto a la cama, la observó intentando detectar algún movimiento, algo que indicase que estaba consciente y que de verdad la aborrecía hasta el punto de no poder soportar su contacto. Por enésima vez en las últimas horas se le anegaron los ojos. Sólo conocía a una persona que pudiese hacer de intermediaria entre ellas y le pidió que las ayudase a superarlo desde donde estuviese, como había hecho siempre.

Y, metida como estaba en sus cábalas, no atendió a los golpes en la puerta ni a los pasos, hasta que le tuvo detrás y oyó claramente el carraspeo.

El doctor Marós permanecía al pie de la cama y fingió no advertir que ella se secaba la cara con la palma de la mano. Avanzó como si estuviese solo y revisó las pantallas con atención y en silencio.

Kate sabía que la había visto llorar, y que estaba disimulando. Y aunque le molestaba tener tan poca intimidad agradeció el detalle y se avergonzó de lo que había pensado de él por la mañana mientras escuchaba su conversación con Lía escondida en la escalera.

Le observó trabajar. Sus manos eran delgadas y fuertes, con el dorso liso como el de un niño. Llevaba la bata abrochada, el pelo con un corte clásico y, aunque parecía concentrado, le vio tocar varias veces el mismo botón de la pantalla.

Kate respiró hondo. Mientras Dana durmiese tenía la misión de luchar por las dos, de ocuparse de defender sus intereses. Por el momento, lo primero era avisar de que la habían subido a planta.

Mandó un SMS a su hermano para que informase al abuelo y otro a Chico para que pudiese grabar su número. Cuando acabó, el doctor le tomaba el pulso a Dana por tercera vez y la irrupción del ex comisario en la habitación evitó la conversación que ambos habían ido posponiendo, en una especie de acuerdo tácito de no invasión del espacio del otro. Miguel entró tras el abuelo.

Kate alzó la BlackBerry y se la mostró a su hermano. Él asintió levantando su móvil.

Los tres hombres se saludaron, y el doctor estaba a punto de hablar cuando el abuelo alzó la mano. Se hizo el silencio y con una seña los mandó salir a todos. Miguel cerró la puerta de la 202 y el abuelo asintió para que el doctor continuase.

No se habían producido cambios importantes durante la mañana. La reducción paulatina de analgésicos a la que la estaban sometiendo provocaría que despertase en las siguientes doce o catorce horas, pero deberían seguir con medicación fuerte para que Dana pudiese convivir con el dolor. Les recalcó que había roto la luna delantera del vehículo al chocar con la cara y que lo que más les preocupaba era la evolución del traumatismo craneoencefálico. Mientras le escuchaba, Kate recordó la última llamada en el móvil de Dana y se sintió la peor persona del mundo. Habría anulado esa llamada si hubiese podido retroceder en el tiempo, habría dado cualquier cosa por no haberla hecho… O, tal vez, simplemente por no saberlo.

Al marcharse, el doctor Marós los dejó silenciosos, sumidos cada uno en sus propias cavilaciones. El abuelo y Miguel entraron en la habitación y Kate permaneció fuera, con la mirada fija en la ventana del final del pasillo, buscando una luz que la sacase de aquella espiral de pesimismo en la que estaba entrando. Y, entonces, él apareció como una visión.

Sus miradas coincidieron, pero Santi siguió avanzando. Al instante, ella notó la pared en la espalda. La imagen del hacha clavada en el suelo acudió a su mente y empezó a temblar. En aquel pasillo estrecho de luces blancas fluorescentes, Santi Bernat parecía un gigante o el cíclope de una historia de terror. Caminaba ligeramente erguido, pero sus hombros caían a ambos lados de la cabeza, adelantándose inclinados como si pretendiesen llegar antes. En el mismo instante en el que le vio reducir la velocidad, Kate se dio cuenta de que Miguel asomaba la cabeza a su lado y de que Santi llevaba la mano vendada. Le miró a los ojos, tan grises y fríos como los de su padre, y detectó un instante de duda en ellos justo cuando oyó que se abría del todo la puerta de la habitación. Su abuelo salió al pasillo y Santi aminoró el paso.

¿Cómo se atrevía a ir allí, después de mentir a la policía y dejar a Dana sin coartada? ¿Se podía ser más cínico? Kate, animada por la presencia de los suyos, avanzó un paso dispuesta a encararse con él, pero en seguida notó la mano del abuelo en el brazo. El ex comisario dio un paso adelante y Santi los miró con sorna.

—He venido a curarme —dijo mostrando la mano vendada—. ¿Qué tal le va a la veterinaria?

—No creo que sea asunto tuyo. No sé a qué has venido, pero los mentirosos no son bienvenidos —anunció Kate con rabia.

Santi la observó con interés y luego sonrió burlón.

—No sé a qué te refieres. No veo a ningún mentiroso por aquí —respondió fingiendo buscar a su alrededor—, pero puede que ahí dentro sí haya una —añadió señalando la puerta de la 202.

Kate se liberó de la mano de su abuelo y, si Miguel no lo hubiese impedido, se habría lanzado a abofetearle. Santi dio un paso atrás mientras Miguel la sujetaba con fuerza. Ella miró desafiante a su hermano y Miguel frunció el ceño para hacerla comprender. De acuerdo, pelearse con Santi no serviría de nada. Incluso podía hacerle más daño de otra forma. Miró a Miguel sin pestañear y, cuando él la soltó, Kate clavó los ojos en los de Santi.

—No creas que vas a salir de ésta tan fácilmente. Esa sonrisa sólo oculta el miedo —escupió—, puro miedo, porque estás solo y porque sabes que no voy a parar hasta poner al descubierto todos y cada uno de los chanchullos de tu padre. Sé que tú acabaste con él; así que prepárate, porque también voy a demostrarlo.

Santi soltó una carcajada.

—No puedes demostrar algo que no es verdad. No se puede. ¿A que no, comisario? —preguntó sin apartar los ojos de ella—. Bueno, tengo que irme. Saluda a tu amiga de mi parte y dile que, cuando quiera vender, sólo tiene que llamarme.

Kate iba a responderle cuando la mano de su abuelo volvió a sujetarle el brazo. Esta vez tiró de ella y la contuvo. Santi los saludó y se marchó por donde había llegado.

Kate se volvió hacia Miguel.

—Te diré algo. Si me entero de que ése está implicado en el accidente, acabaré con él y echaré sus restos en la mina de Tartera.

Se volvió hacia el abuelo. Quería advertirle que ésa era la última vez que se metía en sus asuntos, pero lo que vio la dejó muda. El ex comisario miraba fijamente el lugar por donde Santi había salido con una expresión de odio que Kate desconocía… y dio un paso atrás para apartarse de él.