Finca Prats, Santa Eugènia
Cuando se fueron los dos agentes, aún le siguieron temblando las manos durante un buen rato. A pesar de eso, calentó agua en la tetera de la abuela y se preparó una infusión de melisa con anís y tomillo. Gimle, de pie en la puerta, la seguía de cerca con la mirada. Avanzó unos pasos y emitió un gruñido suave que Dana, con la mirada fija en el fuego, ignoró. Habían encontrado muerto a Jaime Bernat y la policía no había tardado ni un día en aparecer en su casa. El agua empezó a hervir, apagó el fuego y vertió la infusión en una taza. En el bote del azúcar moreno quedaban sólo dos terrones. Partió uno y echó la mitad en la tisana. Todo parecía llegar a su fin, en la finca y en su vida. Se dirigió a la sala, dejó la taza sobre la mesilla de ajedrez y se descalzó para sentarse en el sofá preferido de la abuela; todo ello bajo la atenta mirada de Gimle, que esperaba paciente para ocupar el espacio que quedase libre. Sus ojos se encontraron y Dana asintió, era la señal que el golden estaba esperando para saltar al sofá y arrellanarse sobre sus pies. Desde el instante en que los policías le comunicaron la razón por la que estaban en su casa, Dana había empezado a notárselos fríos, y ahora los tenía como un témpano.
No lamentar la muerte de Bernat le dolía, porque sabía que eso no era bueno para su alma. Sin embargo, debía reconocer que ese pesar iba acompañado de una increíble sensación de libertad. Una sensación de la que apenas pudo disfrutar, porque desapareció en cuanto fue consciente de que alguien había tenido que señalarla para que la policía le hiciese esa visita. Un detalle que su abuela hubiese pasado por alto sin pensar, pero que a ella le quebraba el ánimo y la dejaba sin fuerzas. En cuanto alzó la vista hacia el retrato de la viuda, sobre la chimenea extinguida, el nudo en la garganta apareció de inmediato.
¿Cómo conseguías que no te afectase?, le preguntó mirándola a los ojos. ¿Cómo ignorar los agravios y seguir adelante con el aplomo de una reina egipcia? Hace once meses que me dejaste sola y, por más que lo intento, no consigo pensar en ti con alegría, tal como me habías pedido tantas veces desde que el diagnóstico fue definitivo. Se le escapó un sollozo y mantuvo los ojos cerrados un instante mientras notaba la caricia cálida de las lágrimas al resbalar por sus mejillas. Siento que estoy perdiendo todas las batallas. Sollozó. Y no me acostumbro a las puñaladas traperas de los vecinos, ni a las perrerías de los Bernat. Y ahora esto. ¿Cómo voy a salir de este lío? Si ni siquiera tengo con quien hablar de ello. O con quien bromear, como tú y yo hacíamos siempre. Y eso lo hace todo más real, más dañino. Levantó el brazo y se pasó la manga del jersey por la cara. Y encima llevo un año apagando fuegos, se lamentó, tapando como puedo los agujeros de la finca, sin un respiro, y cada vez con menos recursos. La gente ya no paga los pupilajes y no pasa un mes sin que alguien me diga que ya no puede hacerse cargo de su caballo y que me deshaga de él. Pero ¿cómo se supone que voy a hacer algo así? Cada vez tengo más animales a mi cargo y menos ingresos. Estoy cansada, agotada, susurró enroscándose en el sofá. Se acarició las mejillas con la tela para enjugarse las lágrimas. Me duele pensar que la gente es mala por naturaleza. No quiero hacerlo. Pero cada amanecer me reserva alguna muestra de ello y, de tanto poner a prueba mis convicciones, empiezo a no estar ya segura de nada. La taza aún humeaba y miró hacia el capazo. Todavía quedaban algunos troncos, y eso seguro que la haría sentir menos sola. Buscó las cerillas con los ojos anegados. Estoy llegando al límite de mis fuerzas, musitó mientras se levantaba para preparar el fuego. Gimle se movió al notar que los pies sobre los que se había recostado desaparecían. Levantó la cabeza y la siguió con mirada atenta desde su posición en el sofá. Dana continuó la conversación silenciosa con su abuela.
Y encima ahora tengo la terrible sensación de que todos sospechan, esperan o desean que yo le haya matado, se lamentó. De repente, también tenía frío en la espalda. Se sentó de nuevo con los pies bajo la manta de terciopelo y abrazó la taza caliente con las manos. Gimle apoyó la cabeza sobre la manta con sus apacibles ojos pardos atentos a los movimientos de su ama.
Las luces de la finca acababan de encenderse y el jardín empezaba a iluminarse con la lenta cadencia habitual. Dana miró hacia fuera y se le escapó un suspiro. Desde pequeña había amado esa tierra y a sus animales como a su propia vida, pero al crecer comprendió que, en realidad, no era como creía, sobre todo para las Prats. Mientras vivió la abuela, fuerte como un roble centenario, siempre la había protegido de las maldades, pero ahora era diferente, estaba sola, y por primera vez también se sentía así. Sorbió y el líquido caliente le quemó la boca, pero sus manos siguieron apretando la taza con una fuerza inconsciente. Los dedos también le ardían. Miró con lástima lo que quedaba de sus uñas y cambió la posición de las manos para no verlas. Necesitaba protegerlas con algo para que no se le infectasen. Acercó la taza a los labios para sorber de nuevo y, al tragar, se le clavaron mil agujas en la garganta. Cerró los ojos y las lágrimas resbalaron hasta caer en la infusión y mezclarse en ella como una pequeña lluvia, suaves como la voz de la abuela cuando le había dicho: abrázala, cuida de ella como si fuese yo misma, déjate llevar por tu instinto y hazla crecer y florecer como se merece. Esta tierra es como nosotras; agradecida, terca y salvaje. Los preceptos de la abuela que ahora tanto le costaba cumplir… Lo comprendo, pero yo no soy como tú, susurró entre sollozos. Gimle levantó la cabeza y el corazón de Dana dio un vuelco en cuanto empezó a sonar su móvil. Se encogió mientras observaba con temor la luz de la pantalla. A esa hora era poco probable que fuesen los trece dígitos porque los bancos llevaban horas cerrados. Extendió la mano y cogió el móvil intentando no rozar la tecla verde.
Miró la pantalla y respiró hondo.
—Hola…
—…
La voz del hombre que estaba al otro lado de la línea sonaba excesivamente animosa, y Dana se enterneció agradecida al recordar su último encuentro. Debía de haberle costado mucho marcar su número.
—De acuerdo, ¿qué quieres que haga?
—…
—Claro que me acuerdo de la mudanza, contad conmigo, ya se lo dije a Tato cuando llamó para pedir las cuerdas. Y en cuanto a la comida, al final, ¿cuántos seremos?
—…
—¿Quieres acercarte mañana por la tarde y la hacemos?
—…
Permaneció en silencio mientras él intentaba convencerla y el nudo volvió poco a poco a apoderarse de su garganta. No podía aceptar su oferta y tampoco hablar con él de lo que le ocurría. Cogió aire y apartó con la manga del jersey las lágrimas que empezaban a cosquillearle la cara de nuevo. Luego carraspeó.
—Mejor mañana, Miguel. Estoy muerta y pensaba acostarme en seguida.
El silencio al otro extremo de la línea exhalaba decepción y su pregunta la sorprendió.
—…
—Qué va, sólo estoy cansada. Mira, nos vemos mañana. ¿Sobre las cuatro te va bien? Así te invito a un café. La cafetera que me regaló tu hermana está casi por estrenar. Todavía quedan cápsulas de todos los colores.
—…
—Claro que te lo diría, hombre, pero no te hagas ilusiones de caballero andante, que esta dama sólo tiene sueño. Venga, hasta mañana.
Después de colgar mantuvo el móvil en la mano un instante. La idea de llamarla se le había ocurrido de repente, como una intuición, un suave susurro de los de la abuela. Buscó su número en el teléfono y, mientras lo hacía, recordó la última vez que habían hablado. Ahora estaban tan lejos… A veces pensaba que siempre lo habían estado, pero que en el fondo no quería reconocerlo. Otras, que sólo era temporal y que ella volvería para que todo fuese como antes hasta el fin de los días. Y que vivirían las dos felices en la finca, tal como planeaban de pequeñas. Con ella sí se veía capaz de enfrentarse a cualquier cosa. Pulsó la tecla roja con el pulgar y el número desapareció de la pantalla. Su ausencia le dolía tan hondamente que había tenido que buscar un modo de no pensar en ella cada vez que su recuerdo amenazaba con volver a hundirla en un pozo de soledad. Por lo menos ahora ya sabía lo que sentía, lo que había sospechado desde siempre y había constatado con su distanciamiento tras la muerte de la abuela. Que lo que quería era estar con ella, pero que eso era imposible. Y aunque esa certeza convertía su sentimiento en algo más sosegado, no lo hacía por ello menos doloroso. Pulsó de nuevo la tecla roja del teléfono antes de soltarlo sobre la mesa. Ahora ni siquiera le quedaba Miguel.
La semana anterior se había presentado en la finca por sorpresa, había pillado a Dana desprevenida y ésta no había podido negarle los problemas por los que estaba pasando la finca. Y, después, ni tan sólo había sido capaz de hacerle comprender los motivos que la empujaban a rechazar su ofrecimiento. No seas orgullosa, le había dicho dejando claro que no comprendía su frustración por no poder mantener por sí misma el legado de su familia. Además, existía otra razón que no podía contarle. Temía la reacción de su hermana cuando supiese que se había asociado con él. Conociéndola, seguro que pensaría que había sido a sus espaldas, a traición. Tal como estaba la relación, algo así podía separarlas definitivamente. Y la sola idea de que eso pudiese pasar la aterraba.
Se movió inquieta en el sofá y vigiló el móvil. Tal vez debería haberle contado a Miguel que la policía se había presentado en su casa. Al fin y al cabo el sargento que la había visitado era ex compañero suyo. Pero su instinto no la había guiado por ahí y lo último que quería era que él sintiese pena por ella o que estuviese obligado a cargar con sus problemas. Cabía la posibilidad de que la visita de la policía sólo respondiese a un mal viento y que pasase sin más. Aunque la reacción del hijo del juez ante su descripción de las actividades que había llevado a cabo el día anterior no la impulsaba a tener esperanzas.
Los policías permanecieron en silencio cuando les dijo que había estado ocupándose de los animales de la granja vecina de los Masó durante toda la mañana y que Chico o su madre podrían confirmarlo. También cuando les contó que había seguido con el trabajo hasta entrada la tarde y que después había visto a Jaime y a su hijo Santi en las tierras que los Bernat tenían en Santa Eugènia. Y ahí fue cuando el hijo del juez la acusó de mentirosa y ella no había sido capaz de defenderse.
Lo ignoraban, pero lo único que había omitido era la razón por la que había ido hasta allí y la causa de su discusión. Que el malnacido de Bernat hubiese mandado talar el roble centenario bajo el que estaban enterrados los cuerpos de varias generaciones de su familia no le importaba a nadie. Eso se lo guardaba para ella. Pero todo lo que les había dicho era verdad.
Las lágrimas volvían a anegarle los ojos. ¿Qué podía esperar del hijo de uno de ellos? Los mafiosos eran todos iguales, iban a por lo mismo y se cubrían unos a otros. A veces estaba tan harta de todo que deseaba marcharse y desaparecer. Pero ¿cómo podría vivir en otro lugar?