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Noviembre de 2011,
Santa Eugènia, era de los Bernat

Los ojos pequeños e inquietos del cuervo se apartaban para acabar volviendo a su objetivo una y otra vez. Desde lo alto de la estaca, vigilaba a un tiempo los movimientos de su compañera y el nuevo receptáculo para insectos que había descubierto. Era el cuerpo de un hombre, que yacía inmóvil sobre la tierra removida de una era. Hacía horas que estaba allí. Las moscas y algunos escarabajos se habían adueñado de él para poner sus huevos y empezar a succionar. Ya no era más que parte de la cadena trófica.

Mientras tanto, la incesante actividad de la fauna del estercolero, donde su compañera trabajaba sin descanso subiendo y bajando el pico rítmicamente, a intervalos breves, contrastaba con la quietud del amanecer invernal. De vez en cuando, el cuervo levantaba una de las alas y hurgaba bajo ella con interés para volver a la posición erguida y solemne del vigía.

Pero, tras un primer destello, sus ojos se clavaron sin remedio en un brillo arrebatador que acababa de descubrir. Con el segundo fulgor, desplegó las alas y tomó impulso para hacerse con el botín. Revoloteó sobre el cuerpo inerte y aterrizó a un par de metros. Entonces empezó a avanzar hacia él con movimientos cortos y bruscos, curiosos y desconfiados, pero sin dudas. La pequeña cabeza del cuervo se movía espasmódica mientras sus ojos negros, divididos entre el estercolero y su tesoro, no permanecían quietos ni un segundo.

Casi rozaba ya la chaqueta del hombre cuando, de un salto, sus patas se posaron con poderío sobre el cadáver. No era la primera vez. Miró a su alrededor y de nuevo al anillo. Erguido, empezó a avanzar despacio sobre la ropa escarchada y, cuando una de las patas se le enredó, desplegó un tanto las alas para ayudarse a avanzar con otro pequeño salto. Ni siquiera ese potente aleteo consiguió apartar a las robustas moscas grises que hurgaban en los orificios y las partes expuestas del cuerpo.

Hacía horas que el rigor mortis había comenzado, y el frío de la noche mantuvo lo que había sido un cuerpo vivo, con células y glóbulos activos, igual que una roca. No como la tarde anterior, cuando el cuervo había estado allí para llevarse el primer botín y proporcionar a las moscas un par de cavernas sanguinolentas en las que hundir sus trompas. Ahora, el líquido viscoso que entonces había resbalado hasta formar una mancha viva en la tierra no era más que una sombra oscura y reseca.

El pájaro avanzó por la espalda del hombre hasta su cana cabeza y, de un salto, se situó frente al objeto de su deseo. La mano humana, aferrada a la tierra como una garra, volvió a emitir un destello. El animal mantuvo un instante los ojos, hechizados, en ese punto. Casi de inmediato, llegó el primer picotazo. Tras un instante, con una serie de punzadas bruscas, intentó arrancar el codiciado tesoro del dedo. Pero, aun ayudándose con la lengua, su pico duro y letal apenas consiguió deformar el anillo y destripar la carne cerúlea de la mano. Al fin, un chasquido seco se mezcló débilmente con el aleteo cuando el enésimo picotazo rompió el hueso.

La noche anterior, aquello hubiese sido una carnicería sangrienta, como ocurrió con los ojos. Pero, ahora, la escena era grisácea y fría como la mañana de noviembre.

El cuervo voló hasta recuperar su posición sobre la estaca de madera, al lado del estercolero, y empezó a emitir sonidos. Parecía conversar consigo mismo, graznando y parloteando sin parar. Era como el ruido de un líquido gorgoteando en una cañería. Cuando su compañera se detuvo para mirarle, el gorjeo se transformó en un traqueteo. Y, entonces, ambos emprendieron el vuelo hacia el tesoro.