Prólogo

Enamorarme de un sacerdote católico no fue el más inteligente de mis movimientos. Obviamente, era totalmente consciente de todo lo relativo al voto de castidad, el matrimonio eclesiástico y ese tipo de cosas. Sabía que enamorarme de un sacerdote no era la mejor manera de encontrar marido. Y, en el caso de que lo hubiera pasado por alto, tenía a todo un pueblo señalándomelo.

El problema es que, incluso cuando una sabe que un hombre no le conviene, puede seguir pareciéndole… perfecto. Y si dejamos de lado el importante detalle del sacerdocio, el padre Tim O’Halloran tiene todo lo que siempre he soñado en un hombre. Es bueno, amable, divertido, simpático, inteligente y trabajador. Le gustan las mismas películas que a mí. Y le encanta cómo cocino. Ríe mis bromas y me alaba a menudo. Cuida de mis convecinos, escucha atentamente sus problemas y les guía cuando le piden consejo. Y la guinda es que es irlandés, y desde que a los dieciséis años fui por primera vez a un concierto de U2, siempre he sentido predilección por los hombres irlandeses. Así que, aunque el padre Tim nunca haya dicho o hecho nada para alentar mis deseos, no puedo evitar pensar que sería un gran marido. No estoy particularmente orgullosa de ello, pero así es.

Mis problemas sentimentales son anteriores a la aparición del padre Tim, aunque probablemente él sea el capítulo más divertido de mi patética vida amorosa. En primer lugar, no es fácil ser una mujer soltera en Gideon’s Cove, un pueblo de mil cuatrocientos siete habitantes situado en Maine. Aparentemente, la proporción entre mujeres y hombres es la adecuada, pero las estadísticas pueden conducir a engaño. Gideon’s Cove está en el condado de Washington, el condado costero más septentrional de nuestro magnífico estado. Estamos demasiado lejos de Bar Harbor como para convertirnos en un destino turístico, aunque vivimos en una de las zonas más hermosas de los Estados Unidos.

Las casas de ladrillo gris se arraciman en el puerto y en el aire se percibe el olor de los pinos y de la sal del mar. Es un pueblo de tradiciones antiguas. La mayor parte de sus habitantes vive de la pesca de la langosta o de los arándanos. Es un lugar precioso, pero muy aislado, está a más de cuatro cientos cincuenta kilómetros de Boston y a ochocientos de la ciudad de Nueva York. Es difícil conocer gente nueva en un pueblo como el mío.

Yo lo intento. Nunca dejo de intentarlo. Y, por supuesto, he salido con varios chicos. Acepto encantada todas las citas que me surgen. Yo soy la propietaria de la cafetería Joe’s, la única del pueblo, así que tengo muchas oportunidades de relacionarme con la gente de aquí. Además, trabajo como voluntaria. Para ser franca, me paso la vida haciendo labores de voluntariado. Los martes por la noche cocino para el comedor social y todos los días les llevo la comida que ha sobrado en la cafetería. Soy yo la que suministra la comida para la reunión mensual del departamento de bomberos. Organizo recogidas de ropa de segunda mano para donaciones y ofrezco la comida para cualquier acto que se organice en el pueblo a cambio de muy poco dinero, siempre y cuando sea por una buena causa. Soy uno de los pilares del pueblo y, sinceramente, no querría que las cosas fueran de otra manera.

Pero en el fondo, todo lo que hago encierra una motivación egoísta. No puedo evitar desear que alguien repare en mi carácter alegre y en mis buenas obras… El nieto del anciano al que llevo la cena cada día, algún bombero voluntario nuevo en el pueblo, o, no sé, a lo mejor un miembro de la junta directiva de Oxfam que, además, sea neurocirujano.

Sin embargo, de momento no ha aparecido por aquí ningún neurocirujano, y hace cerca de un año, teniendo ya treinta y uno y estando soltera y sin ninguna perspectiva en el horizonte, conocí al padre Tim.

Había salido a dar una vuelta en bicicleta por el parque Quoddy State. La temperatura era muy agradable, por lo menos para tratarse del mes de marzo. La nieve se había ablandado y soplaba una ligera brisa. Había pasado la mayor parte del día encerrada y dar una vuelta en bicicleta me parecía un plan perfecto. De modo que, envuelta en varias capas de microfibra y lana, di un paseo más largo de lo habitual, disfrutando del aire limpio y frío y saboreando los rayos del sol de la tarde. Pero de pronto, y como es habitual en un clima tan impredecible como el de New England, comenzó a acercarse una tormenta desde el oeste. Estaba a más de veinte kilómetros del pueblo cuando, de forma inesperada, la bicicleta patinó sobre el hielo. Caí rodando por un terraplén hasta aterrizar sobre un banco de nieve bajo el que se ocultaban cerca de treinta centímetros de barro y hielo. No solo terminé aterida y empapada, sino que también me hice un corte en la rodilla y un desgarrón en los pantalones.

Compadeciéndome profundamente de mí misma, conseguí levantar la bicicleta y regresar a la carretera justo en el momento en el que pasaba un coche por allí.

—¡Ayúdeme! ¡Pare! —grité.

Pero quienquiera que fuera en el coche, no me oyó. O si me oyó, tuvo miedo, porque en aquel momento parecía una enferma mental que acabara de escapar del psiquiátrico. Vi cómo desaparecían las luces del Honda azul en la distancia y me di entonces cuenta de que el cielo estaba mucho más oscuro.

Así que no me quedó otra opción: comencé a caminar cojeando por culpa de la herida en la pierna, hasta que una camioneta me recogió. Antes de que hubiera podido fijarme siquiera en quién era, el conductor agarró la bicicleta y la subió a la caja de la camioneta. Entrecerré los ojos en medio de la lluvia y vi que era Malone, un pescador sombrío, callado y un tanto siniestro que amarra su embarcación al lado de la de mi hermano. Debió decir algo así como «sube», y yo, no sin cierto recelo, subí a la cabina de la camioneta. Mientras lo hacía, oía en mi mente las palabras de un narrador imaginario… «Maggie Beaumont fue vista por última vez montando en bicicleta en medio de una tormenta. Su cadáver nunca fue encontrado…».

Intentando aplacar mis nervios, no paré de hablar hasta que llegamos a la cafetería, recordándole a Malone que era la hermana de Jonah y contándole que había salido a dar una vuelta en bicicleta, aunque eso era bastante evidente, y había cometido la imprudencia de no oír el pronóstico del tiempo. Le dije que me había caído, otra obviedad, que sentía haberle manchado la camioneta y etcétera, etcétera.

—Muchas gracias, Malone. Has sido muy amable —conseguí farfullar cuando me bajó la bicicleta—. Pásate algún día por aquí a tomar un pedazo de tarta. Y también un café. Puedes venir cualquier día cuando vayas de camino a casa, ¿de acuerdo? Me siento en deuda contigo. Gracias otra vez. Ha sido una suerte que me hayas encontrado. Adiós, y muchas gracias.

Malone no se dignó a contestar. Se limitó a despedirse con un gesto y se marchó.

Mientras veía los faros de la camioneta desdibujándose en medio de la lluvia, recé en voz alta:

—Dios mío, no pretendo quejarme, pero creo que ya he tenido bastante paciencia. Lo único que pido es un hombre decente que quiera vivir a mi lado y convertirse en el padre de mis hijos. ¿Es que no tienes nada qué decir?

Recuerdo todo eso porque al día siguiente, al día siguiente exactamente, salí de la cocina del restaurante y descubrí, sentado en la mesa más apartada de la cafetería, al hombre más atractivo que he visto jamás en mi vida. Era un hombre de mediana altura, pelo castaño, ojos verdes, hombros anchos y manos perfectas. Llevaba un jersey de lana y unos vaqueros. Cuando me sonrió, noté que se me aflojaban las rodillas al ser testigo de unos dientes gloriosamente blancos y perfectos. La emoción de la atracción sacudió todo mi cuerpo.

—Hola, soy Maggie —me presenté, repasando mentalmente mi aspecto.

Llevaba unos vaqueros nuevos. Eso estaba bien. Y un jersey azul que no estaba mal. Y el pelo limpio.

—Tim O’Halloran. Es un placer conocerte —contestó.

Yo estuve a punto de derretirme. ¡Un irlandés! ¡Como Liam Neeson! ¡Como Colin Farrell! ¡Como Bono!

—¿Quieres un café? —le pregunté, sintiéndome orgullosa de que mi voz todavía funcionara.

—Me encantaría. No se me ocurre nada que me apetezca más.

Me sonrió mirándome a los ojos y yo, sonrojada de placer, miré hacia el aparcamiento y vi el Honda de color azul. ¡Era el hombre que me había ignorado en la carretera el día anterior!

—¿Sabes? ¡Creo que ayer por la noche te vi! —exclamé—. ¿Ibas por la A-1 alrededor de las cinco? Me caí de la bicicleta e intenté pararte.

—Sí, pasé por allí a esa hora —contestó. Un ceño de preocupación arrugaba su frente—. ¿Cómo es posible que no te viera? ¡Perdóname!

Perdonado.

—¡Oh, no te preocupes!

Tenía los ojos preciosos, verdes y dorados, como un lecho de musgo bajo el sol. El deseo me envolvió como una niebla espesa.

—De verdad, yo… no pasa nada. ¿Qué… qué quieres desayunar?

—¿Qué me recomiendas, Maggie? —preguntó.

Y su acento, combinado con aquella sonrisa traviesa y con lo que en aquel momento interpreté como una mirada seductora, sonó terriblemente sexy.

—Te recomiendo que vengas por aquí más a menudo —contesté—. Las magdalenas las he hecho yo, acaban de salir del horno. Y nuestras tortitas son las mejores del pueblo.

Y las únicas, pero no estaba mintiendo.

—En ese caso, tomaré unas tortitas.

Volvió a sonreírme. Era evidente que no quería que me marchara.

—¿Y tú trabajas aquí?

—En realidad, soy la propietaria de la cafetería —anuncié.

Estaba encantada de poder informarle de que no era una simple camarera, sino también la jefa. La propietaria.

—¡Caramba! ¡Eso está genial! Esta cafetería es antigua, todo un clásico ¿verdad?

Estuve a punto de contestar en inglés antiguo.

—Sí. Es un negocio familiar. La inauguró mi abuelo, el Joe de la cafetería Joe’s, en mil novecientos treinta y tres.

—¡Ah, qué maravilla!

—Y dime, Tim, ¿qué estás haciendo por Gideon’s Cove? —le pregunté. Entonces me di cuenta de que podía tener prisa—. Espera. Lo siento, voy a pedir que te preparen el desayuno. Lo siento. ¡Ahora mismo vuelvo!

Corrí a la cocina y le pasé la orden a Octavio, mi cocinero. Después, prácticamente patiné hasta la mesa de Tim, ignorando por completo a los tres clientes que esperaban en la barra con diferentes grados de impaciencia.

—Lo siento. Debería haberme dado cuenta de que querrías comer.

—Bueno, en realidad, hay cosas más agradables que comer, y hablar contigo es una de ellas.

«Dios mío, ¡eres el mejor! ¡Gracias por escuchar mis oraciones!».

—Estaba preguntándote qué estabas haciendo en el pueblo. ¿Vienes por algún asunto relacionado con el trabajo?

—Podría decirse que sí, Maggie. En realidad, soy…

Y fue en aquel momento cuando ocurrió el fatal acontecimiento. Georgie Culpepper, la persona que se encargaba de lavar los platos, entró en la cafetería.

—¡Hola, Maggie! —gritó—. ¡Hola! ¿Cómo estás? Bonito día, ¿no es cierto? He visto algunas campanillas esta mañana. ¿Quieres que empiece a lavar los platos, Maggie? —me envolvió en un abrazo.

Normalmente, los abrazos de Georgie me resultan de lo más agradable. Nos conocemos desde que estábamos en el jardín de infancia. Georgie tiene el Síndrome de Down, es un hombre muy cariñoso y siempre está contento. De hecho, es una de las personas más buenas y felices que he conocido en mi vida. Pero justo en ese momento, no quería sentir su cabeza contra mi pecho. Mientras intentaba desasirme de él y Georgie continuaba hablándome de las maravillas de la primavera, Tim contestó mi pregunta, pero yo no le oí. Al final, conseguí apartarme de Georgie y le palmeé el hombro.

—Hola, Georgie. Tim, este es Georgie Culpepper y trabaja aquí. Es el chico de las burbujas, ¿verdad, Georgie? —Georgie asintió con orgullo—. Georgie, te presento a Tim.

Georgie le dio a Tim un abrazo que el segundo le devolvió con calor. ¡Qué afortunado!

—Hola, Tim, encantado de conocerte, Tim. ¿Cómo estás, Tim?

—Muy bien, gracias, amigo mío.

Yo sonreí todavía más. ¿Podía haber una mejor referencia de una persona que el ver que sabía cómo tratar a Georgie Culpepper nada más conocerle? Inmediatamente añadí aquel rasgo a la lista que iba haciendo mentalmente sobre las características de Tim O’Halloran: guapo, con trabajo, encantador, irlandés y capaz de sentirse cómodo en el trato con personas discapacitadas.

—Seguro que Octavio te va a preparar unos huevos revueltos —le dije a Georgie.

—¡Huevos revueltos! ¡Qué bien!

Aunque Georgie comía huevos revueltos todos los días de su vida, continuaba emocionándose cada vez que se los preparaban. Corrió a la cocina y yo permanecí donde estaba, mirando fijamente a Tim.

—Vaya, suena interesante —dije con la esperanza de que repitiera de qué forma se ganaba la vida. Pero no lo hizo.

Sonó entonces el timbre de la cocina, me disculpé, fui a por las tortitas de Tim y se las llevé.

—¿Quieres algo más?

Los ceños fruncidos de mis clientes habituales estaban comenzando a afectarme.

—No, muchas gracias, Maggie. Ha sido un placer conocerte.

Temiendo que aquella fuera la última vez que nos viéramos, pregunté:

—¿Tendremos oportunidad de volver a vernos?

«¡Por favor, no me digas ahora que estás casado!», le supliqué en silencio.

—Tengo que volver a Bangor, pero el sábado regresaré para quedarme. No pertenecerás a la parroquia de St. Mary por casualidad, ¿verdad? —preguntó mientras clavaba el tenedor en las tortitas.

—¡Sí! —grité.

Cualquier conexión, por mínima que fuera…

—En ese caso, te veré el domingo.

Sonrió, se llevó las tortitas a la boca y cerró los ojos con un gesto de placer.

—Genial.

El corazón me latía con fuerza cuando regresé a la barra y les pedí disculpas a mis clientes. Rolly y Ben.

De acuerdo, era un poco extraño que hubiera mencionado a qué iglesia iba, pero no pasaba nada, me aseguré rápidamente. A lo mejor los irlandeses eran más religiosos. En cualquier caso, yo era católica, técnicamente hablando, y St. Mary era mi parroquia. Hacía dos años que no pasaba por allí, desde que se había casado mi hermana. Pero eso era lo de menos. Tim O’Halloran iba a ir a misa, así que yo también.

Llame a mi hermana en cuanto Tim salió de la cafetería.

—Creo que he conocido a alguien —susurré mientras me ponía crema en las manos.

Los gritos de entusiasmo de Christy me taladraron el oído. Le conté todo sobre Tim O’Halloran, lo dulce que era, la facilidad con la que habíamos conectado, la fluidez de nuestra conversación. Le di todos los detalles sobre su aspecto físico, le hablé de sus ojos chispeantes y de la perfección de sus manos y le repetí todas y cada una de las palabras que había dicho.

—¡Ha habido tanta química! —suspiré.

—¡Oh, Maggie! ¡Qué emocionante! —respondió mi hermana, suspirando también—. Me alegro mucho por ti.

—Escucha, no quiero que le digas nada a nadie, ¿de acuerdo? Excepto a Will.

—¡Claro que no! ¡Pero me parece maravilloso!

Pero no fue Christy la que hizo correr la noticia por todo el pueblo. No, fui yo.

Por supuesto, no era esa mi intención… El problema es que conozco a mucha gente. Y no solo a los clientes habituales de la cafetería, o a las personas con las que trabajo.

La señora Kandinsky, mi frágil y anciana inquilina, a la que corto las uñas de los pies todas las semanas, me preguntó que si tenía alguna novedad que contarle.

—Bueno, en realidad no. Pero creo que he conocido a alguien —me descubrí diciendo.

—¡Pero eso es maravilloso, cariño! —respondió ella.

—Es… es un hombre muy guapo, señora Kandinsky. Tiene el pelo oscuro, los ojos verdes… Y es irlandés. Tiene mucho acento.

—Siempre me han gustado los hombres con acento irlandés —se mostró de acuerdo.

Y también se lo conté a Carol, la mejor amiga de mi madre.

—¿Crees que conocerás a alguien alguna vez? —me preguntó con su habitual franqueza cuando vino a por un pedazo de tarta.

—En realidad, ya he conocido a alguien —respondí con una misteriosa sonrisa.

Ella parpadeó expectante y yo solté inmediatamente la noticia.

Y así continué.

El sábado por la noche, fui al bar Dewey’s, el otro restaurante del pueblo, si es que se le puede llamar así. Paul Dewey y yo somos colegas. A veces le llevo comida al bar que él ofrece como plato del día y repartimos los beneficios. En caso contrario, lo más sustancioso que se puede comer allí es una bolsa de patatas fritas. Pero al ser el único establecimiento del pueblo en el que se puede consumir alcohol, a no ser que se cuente también el del parque de bomberos, Dewey hace un gran negocio.

Allí había quedado con mi amiga… Bueno, con una persona con la que salgo de vez en cuando. Chantal está cerca ya de los cuarenta y también está soltera. Pero a diferencia de mí, es una mujer satisfecha con su soltería y disfruta encarnando el papel de sex symbol de Gideon’s Cove. Es una pelirroja de curvas voluptuosas y labios carnosos. Le encanta que no haya un solo hombre menor de cien años que no la encuentre condenadamente irresistible, todo lo contrario que yo, a la que todo el mundo considera como una especie de hija adoptiva. Aunque a Chantal nunca le falta compañía masculina, a veces nos lamentamos juntas de la escasez de hombres auténticos en el pueblo.

Después de haber conocido a un hombre con un perfil tan increíble como el de Tim O’Halloran, estaba loca por decírselo y, lo admito, por dejar claro que Tim era mío. Lo último que quería era que Chantal intentara nada con mi futuro marido.

—Chantal, he conocido a alguien —anuncié con firmeza mientras tomábamos una cerveza en una de las mesas del local—. Se llama Tim O ‘Halloran y es tan… ¡Dios mío, es guapísimo! Y hemos conectado nada más vernos.

Mientras hablaba, recorría el bar con la mirada. Tim había dicho que regresaría el sábado por la tarde y ya eran las ocho de la noche del sábado. El bar estaba moderadamente lleno. Jonah, mi hermano, estaba en la barra con sus amigos Steve, Pete y Sam, todos de su edad, es decir, demasiado jóvenes para mí. También estaba Mickey Tatum, el jefe de bomberos, famoso por su capacidad para aterrorizar a los niños con historias de autoinmolaciones, enseñaba incluso fotografías de ello, y Peter Duchamps, el carnicero, un hombre casado y obsesionado con tener una aventura con la nueva bibliotecaria del pueblo.

También estaba Malone, tan contento como un ataúd abierto. Me había fulminado con la mirada nada más entrar en el bar, como si me estuviera desafiando a mencionar que me había ayudado. Por supuesto, no me atreví. Me limité a alzar la mano con un tímido gesto, pero para entonces, ya me había dado la espalda. No me extraña que todo el mundo le llame Malone el Solitario.

Y eso era todo lo que podía ofrecer Gideon’s Cove a una chica soltera. Obviamente, yo estaba más que emocionada por haber encontrado a Tim.

Jonah, que nunca perdía una oportunidad de coquetear con Chantal, se acercó a saludarnos.

—Eh, chicas —saludó, clavando la mirada en los senos de Chantal, lo que le valió una sonrisa de su propietaria—. ¿Qué se cuece por aquí?

—Tu hermana estaba a punto de hablarme de ese hombre tan maravilloso que conoció el otro día —contestó Chantal, hundiendo un dedo en la cerveza y llevándoselo después a los labios.

Mi hermano, que tenía ya veinticinco años, se quedó completamente hipnotizado. Yo suspiré irritada.

—¿Qué tipo? —consiguió farfullar.

Así que tuve que contárselo también a Jonah. Mi irritación se desvaneció en cuanto tuve oportunidad de hablar del hombre que había aparecido en mi vida.

Estuvimos en el bar hasta que cerró, pero Tim no apareció. Aun así, yo continuaba sintiéndome optimista. Me había dicho que nos veríamos en la iglesia y así iba a ser.

A la mañana siguiente, pasé cerca de una hora y media arreglándome. Como ya les había hablado de Tim a mis padres, a mi hermana y a mi hermano, fueron todos conmigo a la iglesia, una actividad que normalmente reservamos para la víspera de Navidad, siempre y cuando no estemos demasiado cansados, y a algún fin de semana en Semana Santa. De modo que entramos juntos en la iglesia mi madre, mi padre, Jonah, Will, Christy, por aquel entonces embarazada, y yo. Cuando miré a mi alrededor, me di cuenta de que la iglesia estaba más llena que habitualmente. ¿Se celebraría alguna festividad en especial? No estaba segura, la verdad es que nunca he tenido ese tipo de cosas en mente ¡Ah, sí! Recordé de pronto que había oído comentar algo durante la hora de la cena. Al parecer, el padre Morris se había jubilado y se esperaba la llegada de un sustituto.

Intenté localizar disimuladamente a Tim, miraba por encima del hombro fingiendo estar colocándome el bolso, buscar un pañuelo de papel o ajustarle el cuello a mi madre. Cualquier oportunidad para mirar hacia atrás era buena. Entonces, empezó a sonar el órgano y busqué en el cancionero. Estaba tan ocupada mirando los bancos que no me fijé en el sacerdote cuando cruzó el pasillo.

—¿Le has visto? —le pregunté a Christy en un susurro.

—Sí —contestó, con el rostro convertido en una máscara de terror.

En ese momento, terminó la música. La iglesia quedó en completo silencio y yo me volví con desgana hacia el sacerdote.

—Antes de comenzar la celebración de este domingo —dijo una voz que yo ya tenía grabada en mi cerebro—, me gustaría presentarme. Soy el padre Tim O’Halloran y estoy encantado de que me hayan asignado esta parroquia.

Setenta y cinco rostros se volvieron hacia mí. Yo permanecí con la cabeza erguida, mirando hacia delante. El corazón me latía con tanta fuerza que oía el rugido de la sangre en mis venas. La cara me ardía de tal manera que podría haber frito un huevo en ella. No miraba a nadie, tenía los ojos clavados en el pecho del padre Tim O’Halloran y fingía estar fascinada y en absoluto sorprendida. Una combinación complicada.

—Soy irlandés, como ya habrán adivinado, y el pequeño de siete hermanos. Estoy deseando conocerlos y espero que se queden a tomar un café después de la misa. Ahora, comenzaremos la celebración de hoy tal como comenzamos todas nuestras actividades, en el nombre del Padre, del Hijo…

—Por el amor de Dios —musité.

No oí una sola palabra durante el resto de la ceremonia. Sé que Christy tomó mi mano y que mi padre no paraba de hablar con mi madre. Jonah, que era el que estaba más lejos de mí, no era capaz de dejar de reír con una risa salpicada de resuellos y algún gemido ocasional. Si hubiera estado más cerca de mí, a lo mejor yo también me habría reído. O a lo mejor le hubiera abierto en canal con las llaves del coche. Fuera como fuere, fingí escuchar y moví la boca mientras sonaban las canciones que ni siquiera era capaz de leer, e incluso me levanté cuando todos los demás lo hacían. En el momento de la comunión, permanecí sentada.

Y cuando la misa por fin terminó, salí con todos los demás. Christy, mi mejor amiga, la persona a la que quiero más que a nada en el mundo, me susurró al oído:

—Voy a fingir que estamos hablando de algo interesante, ¿de acuerdo? Así nadie hablara contigo. Tú sonríe y finge que estamos concentradas en la conversación mientras salimos. ¿Te parece un buen plan?

—Christy, estoy tan… —se me quebró la voz.

—No, no pasa nada, tú sigue andando. Es una pena que hayan cerrado la entrada lateral. Qué mala suerte. Mira, ya estamos cerca… ¿eres capaz de sonreír?

Intenté estirar los labios.

—¡Maggie! —exclamó el padre Tim—. Me alegro de volver a verte. Estaba esperando encontrarte en la iglesia —me estrechó la mano con cariño, con una mano fuerte y acogedora—. ¡Y tienes una hermana gemela! Qué maravilla. Soy el padre Tim —se presentó—. Encantada de conocerte.

«El padre Tim». El sonido de aquellas palabras tuvo el mismo efecto que el ácido sobre una herida abierta.

—Hola, soy Christy —le saludó mi hermana—. Lo siento, no me encuentro bien. Maggie, ¿puedes llevarme a casa?

Hubiéramos podido escapar si no hubiera sido porque el idiota de mi hermano, al que hasta ese momento adoraba, preguntó:

—¿Cómo es posible que no te dieras cuenta de que era sacerdote?

Mi madre le agarró del brazo.

—Jonah, cariño…

—¿Qué ocurre? —preguntó el padre Tim arqueando las cejas.

—¿Por qué no le dijo a Maggie que era sacerdote?

El padre Tim me miró confundido.

—Claro que se lo dije. Tuvimos una conversación muy agradable en la cafetería.

—Sí, estuvimos hablando —respondí—. ¡Y claro que lo sabía! Sabía que era sacerdote, sí.

—Pero dijiste que habías conocido a un irlandés que estaba…

—Me refería a otra persona —le interrumpí, ya a punto de pegar a mi hermano—. ¡No al padre Tim! Dios mío, es un sacerdote, Jonah… Él no es… No, no quiero decir que… Es…

Pero el daño ya estaba hecho. La expresión del padre Tim se tornó sombría.

—Dios mío…

—Maggie, tengo que irme —dijo Christy.

Me agarró del brazo y me condujo hasta la seguridad de su coche.

Pero ya era demasiado tarde. El padre Tim lo sabía. Todo el mundo lo sabía.

Al día siguiente, el padre Tim vino a la cafetería y me pidió disculpas. Yo me disculpé también y reímos a cuenta de aquel malentendido. Comprendí que no tenía sentido fingir. Tenía que admitir que había cometido un error.

—¡Ja, ja! Qué gracioso, ¿verdad? Es increíble que pasara por alto precisamente ese dato.

Después, él me preguntó que si me gustaría formar parte de alguno de los comités de la iglesia y fui incapaz de decirle que no.

En el año que ha pasado desde entonces, ha ido disminuyendo el escozor de haber sido objeto de toda clase de bromas. En realidad, el padre Tim se ha convertido en un buen amigo. Aunque no soy capaz de ir a misa y verle en acción, de alguna manera he terminado formando parte de todos los comités de St. Mary: del comité de duelos, del que se ocupa de la decoración del altar, del grupo de venta de artesanía para las fiestas de Navidad, del de mantenimiento del edificio de la iglesia…

Sé que no está bien cultivar el enamoramiento de un sacerdote. Sé que no debería estar participando en todas las actividades de la iglesia solo para estar cerca de un sacerdote católico que parece el hermano pequeño de Aidan Quinn. Sé que no se me debería encoger el corazón cada vez que le veo, que la adrenalina no debería correr por mis venas cuando descuelgo el teléfono y oigo esa voz tan delicada al otro lado. Pero no puedo evitarlo. Lo que en realidad tengo que hacer es conocer a otro hombre para que se me pase esta tontería. Y estoy segura de que en algún momento conoceré a alguien tan agradable como Tim O’Halloran y todo será maravilloso.

Sí, hay días en los que hasta yo soy capaz de creerlo.