8

Doug Andrews parece un hombre muy amable. Hablamos durante casi una hora y acordamos encontrarnos en un restaurante situado entre Gideon’s Cove y Ellsport. No hay muchos restaurantes por la zona que abran durante todo el año, pero Jason’s no cierra en la temporada baja, lo que le ha convertido en un lugar muy popular. Es un edificio sin nada particularmente notable situado al borde de la carretera. Es fácil llegar hasta allí y es claramente visible en las dos direcciones. La mitad del establecimiento la ocupa la zona de la barra, con una enorme pantalla de televisión conectada permanentemente al Sports Channel de New England. Por ese motivo, y porque está abierto doce meses al año, la zona del bar siempre está llena. El restaurante es más tranquilo y la comida sencilla y de calidad.

Esta tarde, Christy ha venido a casa para ayudarme a elegir lo que voy a ponerme, e incluso me ha prestado un collar y un pasador para el pelo, para que fuera un poco llamativa. Ha sido divertido, casi como cuando estábamos en el instituto y Christy, que no tuvo novio hasta el último año, me ayudaba a vestirme los sábados por la noche para salir con Skip. El resultado final es que estoy bastante atractiva, al menos eso me parece. Llevo un corte de pelo elegante, pero informal, los reflejos que me puse hace unas semanas me acercan más a una rubia castaña más que una castaña clara. Llevo una camisa negra con un bonito escote redondo y pantalones de terciopelo negro. Y hasta me he maquillado.

Aunque no quiero emocionarme demasiado, no puedo evitarlo. La conversación entre Doug y yo fluyó con mucha facilidad. Parecía un hombre muy normal, hablando del trabajo; es director de una planta de pescado, de la pesca, e incluso de su esposa, que murió en un accidente de avión. No sonaron las alarmas, ni hubo silencios embarazosos. Parecía interesado en mí, quería saber de la cafetería, y me hizo preguntas agradables sobre Christy y Colonel, mis dos personas favoritas.

Llego pronto al restaurante, entro y le pregunto al encargado si ha llegado ya Doug. En la zona de la barra hay un par de hombres absortos en el espacio previo al partido de los Red Sox, y aunque solo les veo de espaldas, sé que Doug no es ninguno de ellos. Me dijo que había encanecido de forma prematura y esos tipos tienen el pelo negro.

La encargada me acompaña hasta una mesa situada cerca de una chimenea alimentada con gas. Me siento de cara a la puerta y de espaldas a la enorme pantalla de televisión para poder ver llegar a Doug.

—¿Le apetece tomar algo? —me pregunta la camarera.

—Bueno, quizá debería esperar a mi amigo. Aunque, no, mejor no. Tomaré un… No sé, ¿una copa de vino? ¿Qué tal un Pinot Grigio? ¿Lo venden por copas?

—¿Santa Margarita?

—Sí, estupendo.

No es fácil intentar parecer cómoda y tranquila en un restaurante cuando estás esperando a alguien. Miro a los otros comensales. Una pareja de ancianos come en silencio a dos mesas de la mía. Una mujer mayor acompañada de otra mucho más joven charla animada en una esquina. Abuela y nieta, imagino. Aparte de ellos y de los hombres de la barra, el restaurante está prácticamente desierto.

Miro hacia la puerta. La encargada está leyendo un libro. Yo también debería haberme traído uno. Odio esperar. Giro en mi asiento para ver el partido. Los Red Sox están probando a un pitcher nuevo. Si estuviera esta noche en casa, estaría viendo el partido. Es agradable poder estar en otro sitio.

Se acerca una camarera con mi copa.

—¿Quiere echarle un vistazo a la carta? —pregunta.

—No, gracias. No creo que mi amigo tarde mucho —contesto.

Miro el reloj. Son las siete y diez y hemos quedado a las siete. Bebo un sorbo de vino intentando calmar mis nervios. «Vendrá», me digo. Parecía tan prometedor… Y tenía tantas ganas de conocerme. Incluso me dijo que le había parecido muy agradable antes de colgar.

«Dios mío, por favor», rezo en silencio mientras enderezo el salero, «no dejes que esta cita sea también un desastre, porque no creo que pueda soportarlo. No me estoy muriendo, ni estoy perdida en el mar, ni soy un soldado en peligro, pero si tienes un segundo, ¿puedes enviarme en esta ocasión al hombre adecuado, por favor? No pido mucho, solo un hombre decente y con buen corazón. Siento molestarte. Cambio y corto».

La mesa está bastante ordenada. No queda nada por enderezar. Bebo otro sorbo de vino y miro el móvil. No hay ningún mensaje. Vuelvo a mirar hacia la puerta. Dijimos que quedábamos en el restaurante, ¿verdad? Sí, estoy segura.

«Es mejor quedar en el restaurante para que podamos hablar», había dicho Doug, «en el bar hay demasiado ruido». Sí, no me equivoco, y él había estado antes aquí. No puede haberse perdido. Sencillamente, se está retrasando un poco. Bueno, no tan poco. Dieciséis minutos.

La camarera le sirve la cena a la pareja de ancianos y se acerca después hasta mi mesa.

—¿Quiere que le traiga un aperitivo? —pregunta.

—No, gracias. Mi amigo se está retrasando un poco —le digo.

¿Es compasión lo que refleja su mirada?

—Si cambia de opinión, hágame un gesto con la mano —me ofrece.

Justo en ese momento se abre la puerta. Tiene que ser él, me digo, deseando que sea Doug.

Pero no lo es. Sintiéndome como si acabaran de pegarme una bofetada, bajo la mirada hacia mi regazo, desviándola de las personas que acaban de entrar. «No, por favor», suplico. Tengo la sensación de que mis huesos acaban de evaporarse. El corazón comienza a latirme con fuerza.

«No dejes que me vean», suplico. «Mierda, mierda, mierda. No dejes que me vean».

—¿Maggie? ¡Oh, Dios mío, pero si eres tú!

Alzo la mirada y sonrío.

—Hola, Skip.

El señor y la señora Skip Parkinson se acercan a mi mesa. Me levanto, intentando asimilar el hecho de que he visto dos veces a Skip en un solo mes después de haberle perdido de vista durante diez años.

—¡Vaya! —exclama Skip—. ¡Estás igual que siempre! Te acuerdas de Annabelle, ¿verdad? Annie, esta es Maggie, una chica que fue conmigo al instituto.

«Una chica con la que te acostabas. La primera con la que te acostaste. La chica a la que rompiste el corazón en público».

—Hola, creo que no nos conocemos.

El día que la vi bajo la lluvia no pude fijarme en su rostro, pero en este momento advierto que es una mujer de facciones dulces y delicadas, un tanto infantiles. Lleva un maquillaje perfecto, sutil, casi invisible, excepto por el rojo intenso del lápiz de labios, que resulta provocativo y atrevido en su rostro. Estrechamos las manos y no puedo evitar un gesto de dolor cuando mi basta manaza envuelve su mano sedosa y manicurada.

—Hola, Maggie —me dice, arrastra ligeramente las palabras—. Me alegro de conocer a una antigua amiga de Skip.

—Eh, gracias.

No soy capaz de mirar a Skip a la cara y permanecemos los tres de pie, violentamente callados. Al final, se me ocurre decir:

—¿Os apetece sentaros? —inmediatamente me arrepiento de mi estúpido ofrecimiento.

—¡Oh, bueno, no queremos molestar! —responde Annabelle educadamente.

—¿Esperas a alguien, Maggie? —pregunta Skip, mirando la silla vacía frente a mí.

—Sí, estoy esperando a un amigo y he venido un poco antes de la hora. Por favor, sentaos conmigo —me siento pesadamente y trago saliva.

Ellos se sientan a mi izquierda y a mi derecha, flanqueándome. No puedo evitarlo: miro a Skip.

Continúa siendo maravillosamente atractivo. Su rostro infantil ha mejorado con la edad, las arrugas le dan un carácter del que carecía años atrás. Una perilla perfectamente recortada oculta la suavidad de su barbilla, un rasgo que él odiaba cuando era jugador de béisbol. Viste un traje gris de aspecto caro y corbata azulo oscuro.

—¿Qué tal estás, Maggie? —pregunta.

Su voz, en vez de reflejar embarazo o cierta vergüenza, tiene un deje de arrogancia.

—Bien, bien, muy bien —respondo—. ¿Y tú, cómo te va todo?

—No podría irme mejor —responde Skip—, ¿verdad, Annie?

Annie esboza una preciosa sonrisa y eleva los ojos al cielo como si estuviera diciendo «cómo es este hombre».

—¿Continúas trabajando en la cafetería, Maggie? —quiere saber Skip.

Bebo un largo sorbo de vino y miro esperanzada hacia la puerta. «Si entras en este momento, Doug, te besaré. Diablos, hasta soy capaz de hacer el amor contigo encima de esta mesa».

—Eh, sí. Ahora soy la propietaria —lo que normalmente es una fuente de orgullo para mí, en ese momento me resulta casi vergonzoso.

«Sí, ahora soy propietaria de una cafetería. Después de que me dejaras, no volví a salir de Gideon’s Cove. Ni siquiera he sido capaz de encontrar otro trabajo».

—Qué interesante —dice Annabelle.

Me pregunto si habrá oído hablar de mí alguna vez. Si es así, debe de tener horchata en las venas, porque parece tranquila y relajada. Me dirige una agradable sonrisa.

—¿Tú trabajas, Annabelle? —pregunto.

Me resulta más fácil mirarla a ella que a Skip.

—Bueno, ya no —admite—. Dejé de trabajar cuando nació Henry, nuestro hijo mayor. Aunque de vez en cuando trabajo de forma no remunerada, como voluntaria.

—Es abogada —anuncia Skip con orgullo.

—Cariño, qué amable eres —le dice Annabelle con cariño—. Maggie, era abogada antes de que empezaran a nacer los niños. Ahora, entre cuidarlos a ellos y hacerme cargo de la casa, no tengo tiempo para nada.

Abogada, madre y esposa.

—¿Has venido a ver a tus padres, Skip? —consigo preguntar.

Noto un latido intenso en la sien e intento mantener las manos en el regazo para que no vean que me están temblando.

—Sí. Hoy hemos dejado a los niños con ellos para salir a cenar fuera.

—Es nuestro aniversario —dice Annabelle, dirigiéndole a Skip otra mirada de devota admiración.

—Eso es magnífico —digo.

Para mi más profundo disgusto, siento el cosquilleo de las lágrimas en los ojos, me aclaro la garganta y digo:

—Bueno, no dejéis que os entretenga más. Disfrutad de una noche romántica. Me alegro de haberos visto…

—No, en absoluto —me interrumpe Annabelle—. Es maravilloso que dos viejos amigos tengan la oportunidad de reencontrarse. Seguro que podemos compartir unos minutos más.

La hospitalidad sureña en estado puro. Fijo la mirada en el mantel.

—Tú no estás casada, ¿verdad, Maggie? —pregunta Skip.

Su voz me resulta afilada como el filo de un cuchillo. Estoy segura de que sabe cuál es la respuesta. Sus padres incluso se pasan por la cafetería muy de vez en cuando.

—No —contesto.

—¿Y tienes hijos?

Me taladra con la mirada. No entiendo por qué está siendo tan cruel.

—No, no tengo hijos —contesto, forzando una sonrisa.

—¿Has quedado con algunos amigos esta noche? —pregunta Annabelle.

—Sí, bueno, en realidad con uno.

—¿Es alguien que yo conozco? —quiere saber Skip.

—Así que vosotros tenéis un par de hijos, ¿no? —le pregunto a Annabelle.

No se me ocurre nada más que decir.

—Sí, tres en realidad —le dirige a Skip una misteriosa sonrisa.

—Y viene otro en camino —presume Skip.

«¿Has visto que soy un gran semental?», parece estar diciendo.

—¡Oh, qué alegría! ¡Cuatro hijos! Qué maravilla.

Skip siempre quiso tener hijos. En una ocasión, cuando estábamos abrazados después de hacer el amor, me dijo que quería tener cuatro. El recuerdo es tan vívido que prácticamente puedo oler su sudor. «Dos niños para ti y dos niñas para mí», recuerdo que me dijo. Y, en aquel entonces, yo pensé que sonaba maravilloso.

—¿Te gustaría ver una fotografía?

Skip no espera mi respuesta. Saca la cartera y me muestra una fotografía. Ahí están, los Parkinson y su progenie.

—Este es Henry, Henry el cuarto, en realidad —dice Annabelle, señalando con una uña perfecta—. Esta es Savannah y esta es Jocelyn.

Las niñas, rubias, llevan el pelo trenzado y unos vestidos de cuadros escoceses idénticos. El niño es la viva imagen de Skip.

Seguro que el que está por llegar es un chico. Skip siempre consigue lo que quiere. Asiento y parpadeo, esperando que la luz de las velas oculte las lágrimas de mis ojos.

—¡Eh!

Alguien se sienta en la silla que tengo frente a mí. Alzo la mirada. Es Malone. Malone el Solitario, el sombrío y terrorífico Malone. Me quedo boquiabierta.

—Estaba en el bar, no te había visto —me dice y clava sus ojos azules en los míos.

—Yo…

—Siento haberte hecho esperar —se disculpa.

Su voz es como un gruñido, suena ronca, sin duda alguna por la falta de uso. Tardo casi un minuto en darme cuenta de lo que está haciendo. Abro los ojos como platos y veo aparecer alguna arruga alrededor de sus labios. Podía ser una sonrisa…

—Eh, bueno. Hola, hola, Malone. Este es Skip Parkinson. ¿Os conocéis?

Skip le tiende la mano. Malone continúa mirándome fijamente. Después, como si le molestara hacerlo, desvía la mirada hacia Skip y asiente con la cabeza. No le estrecha la mano.

—Y esta es Annabelle, la mujer de Skip.

Malone le estrecha fugazmente la mano y vuelve a asentir. Después, me mira. Yo sonrío vacilante.

—Bueno, Skip, ¿por qué no dejamos que disfruten tranquilamente de la cena? —sugiere Annabelle—. Me alegro mucho de haberte conocido, Maggie. Espero que volvamos a vernos.

—Buena suerte —le digo, y miro después a Skip—. Adiós.

—Adiós, Maggie —contesta.

Mientras se alejan, Skip mira de nuevo a Malone y después se vuelve para susurrarle a Annabelle al oído, en un tono en el que hasta yo puedo oírle, «pobre gentuza». El muy imbécil.

Miro a Malone.

—Creo que jamás en mi vida me he alegrado tanto de ver a alguien —reconozco con sinceridad.

Malone arquea una ceja.

—Era mi primer novio —le confieso—. Me dejó por ella. Se suponía que había venido a una cita a ciegas, pero parece que me han dejado plantada y, de pronto, han aparecido ellos y han empezado a sacar fotografías de sus hijos perfectos. He estado a punto de perder el control.

Malone continúa mirándome y me doy cuenta de que está al tanto de todo. Ha venido a rescatarme.

—Gracias por fingir que había quedado contigo.

—¿Quieres más vino? —me pregunta al cabo de unos segundos.

—Dios mío, sí —contesto.

Oigo al señor y a la señora Parkinson riendo en su mesa. Intento no mirar.

—Malone, ¿cómo has sabido que… cómo has adivinado que me habían dejado plantada y que estaba… atrapada, o como quieras llamarlo? ¿Y qué estabas haciendo tú aquí?

Llega la camarera.

—¡Por fin ha llegado! —exclama alegremente, y mira a Malone—. ¿Qué quiere tomar?

Malone pide una cerveza y otra copa de vino para mí y espera a que se retire la camarera.

Continúa mirándome en silencio durante varios segundos antes de contestar a mi pregunta.

—Era bastante evidente —dice por fin.

—¿De verdad? ¿Por qué? Quiero decir…

—No parabas de mirar hacia la puerta y de mirar el reloj. Después, ha entrado ese idiota y parecía que querías esconderte debajo de la mesa. ¿Te parece bastante?

Caramba, qué franqueza.

—¿Y qué estás haciendo tú por aquí? ¿Has venido a tomar una cerveza?

No se molesta en contestar, se limita a mirar a Skip. En la zona de la barra, se produce un alegre alboroto provocado por alguna jugada de los Red Sox. Skip no mira hacia allí. Sin lugar a dudas, los recuerdos continúan resultándole demasiado dolorosos.

La camarera nos trae las bebidas y acerco mi copa a la cerveza de Malone.

—Por ti, Malone. Gracias. Te espera otro pastel en la cafetería, cortesía de Joe’s.

Eleva los ojos al cielo. Intuyo que no vamos a hablar demasiado.

—Malone, no tienes por qué quedarte conmigo. Puedo marcharme directamente.

—¿Tienes hambre? —me pregunta.

Esto es como estar hablando con un oso. Una sucesión de gruñidos que debo traducir en palabras.

—Pues sí, la verdad es que tengo hambre.

—Entonces, vamos a comer algo.

Y comienza así una de las cenas más extrañas de mi vida. Mis sentimientos son contradictorios: tristeza al ver a Skip, gratitud hacia Malone… ¿Quién podía imaginarse que fuera tan bueno? Irritación provocada por Malone porque es tan sociable como un trol con resaca. Aun así, intento entablar conversación.

—Así que, Malone, tienes un hijo, ¿no es cierto? —intento número uno.

Asiente a modo de respuesta.

—¿Es niño o niña?

Sus ojos azules, que podrían ser bonitos en otro rostro, en el de alguien que sonriera, se clavan en los míos.

—Niña —contesta al cabo de un minuto.

—¿Y vive cerca de aquí? —pregunto.

—No.

Me mira como si estuviera desafiándome a continuar preguntando, pero pierdo el valor. Recuerdo entonces, ya demasiado tarde, que su esposa y su hija se mudaron al otro extremo del país.

Vuelvo a intentarlo con un tema más trivial.

—En realidad, Malone es tu apellido, ¿verdad? —asiente—. ¿Cuál es tu nombre de pila?

Vuelvo a ganarme una mirada asesina a la que sigue un tenso silencio.

—No lo uso nunca.

Suspiro y bebo un sorbo de vino. Pedimos la cena, una hamburguesa para cada uno, y el silencio se alarga.

Skip y Annabelle no parecen tener los mismos problemas. Nos llega constantemente el sonido de sus risas. Una risa cantarina la de ella, carcajadas graves las de él. En algún momento durante la cena, uno de los hombres de la barra se acerca a Skip y le pregunta:

—¿Antes no jugabas al béisbol?

Y Skip asiente con falsa modestia.

—Sí, bueno, hace mucho tiempo, cuando todavía era un crío —contesta, como si en realidad hubiera renunciado al deporte por algo más importante, como la venta de coches.

—En realidad, creo que le odio —le susurro a Malone.

Malone asiente.

Los Parkinson todavía no han terminado. Al parecer, me he prohibido a mí misma mirarlos, Skip le entrega un regalo a Annabelle, porque le oigo exclamar:

—¡Oh, Skip! ¡Eres un encanto! No deberías haberte molestado.

Malone no vuelve la mirada. Yo tampoco. Nos miramos el uno al otro, unidos en esta incómoda y extraña situación. Por lo menos ya he bebido suficiente vino como para que no me importe mirarle a los ojos.

—No hablas mucho, ¿verdad, Malone?

No contesta.

—¿Quieres que juguemos a ver quién aguanta más la mirada? —pregunto.

¡Bingo! Las arrugas de alrededor de sus ojos se hacen más profundas y las comisuras de sus labios se elevan unos centímetros.

—Creo que acabas de sonreír —le informo—. ¿Qué tal la experiencia? ¿Te encuentras bien?

No contesta, como es habitual, pero veo algo diferente. Tardo casi un minuto en comprender lo que es, pero Malone me resulta, en cierto modo… atractivo. Tiene las pestañas tan largas que se le enredan en el extremo del ojo. Y el pelo muy tupido y ligeramente rizado a la altura de las orejas y el cuello. Y aunque tiene el rostro marcado por unas duras líneas y es raro verle sonreír, tiene unos labios gruesos realmente sexys. La vida ha marcado el rostro de Malone con su mano más dura, pero tiene un rostro interesante, de facciones duras, desaliñado y sombrío. Tiene los pómulos marcados, como si hubieran sido esculpidos por el viento. En cuanto pienso esa frase comprendo que no debería haber pedido una segunda copa de vino.

Me aclaro la garganta y desvío la mirada. La camarera nos trae la cuenta y busco en el bolso para sacar la cartera. Malone se adelanta y saca varios billetes.

—No, déjame pagar a mí —respondo. Agarro los billetes e intento devolvérselo—. Esto corre de mi cuenta.

Frunce el ceño, haciendo que su rostro vuelva a resultar amenazador. No acepta el dinero. Vuelvo a dejarlo en la mesa y me levanto.

—De acuerdo. En ese caso, gracias por la cena y por todo lo demás.

Me sigue mientras cruzo el restaurante.

—Adiós, me alegro de haberte conocido —me dice Annabelle desde su mesa.

—Lo mismo digo.

Malone no dice nada, y tampoco Skip.

Me detengo al llegar al aparcamiento.

—Gracias otra vez, Malone.

—De nada.

Se dirige a su camioneta, dando por terminada la despedida.

Me meto en el coche y giro la llave en el encendido. El motor no reacciona. No es algo nuevo para mí, así que suspiro, abro el capó del coche y salgo. Malone todavía está en la camioneta, mirándome.

—No pasa nada —le explico—. Es algo que me ocurre continuamente.

Pero está todo a oscuras y tengo que hurgar en el bolso para sacar el destornillador que llevo siempre encima. Si consigo encontrarlo, levantaré el capó, meteré el destornillador en el filtro de aire y el coche se pondrá en marcha. Pero no lo encuentro, porque he olvidado guardarlo al cambiar de bolso. Y tampoco encuentro nada que pueda hacerme el mismo servicio, como un bolígrafo, por ejemplo.

Suspiro y me vuelvo hacia la camioneta de Malone.

—¿Tienes un destornillador?

Seguro que tiene. Al fin y al cabo es un hombre, ¿no?

—No.

Cierro los ojos. La puerta del restaurante se abre y Skip y la señora de Skip se dirigen hacia su carísimo y reluciente coche.

—¡Buenas noches! —me dice Annabelle.

Skip le abre la puerta y se sienta después en el asiento del conductor. Mira hacia mí.

—Malone, ¿qué tal si me llevas a casa? —pregunto antes de que Skip pueda hacer nada.

—Claro —contesta Malone.

Se inclina hacia la puerta de pasajeros y me la abre, un gesto inesperadamente considerado procediendo de un hombre que apenas ha sido capaz de pronunciar una decena de palabras en toda la noche. Me subo a la camioneta. Al día siguiente, Jonah o mi padre tendrán que traerme otra vez aquí, pero por lo menos ahora estoy a salvo de la mirada de Skip. Malone pone la camioneta en marcha y sale del aparcamiento.

—No sabes cuánto te lo agradezco.

Me mira, pero no dice nada.

No hablamos durante el trayecto a casa. Estoy demasiado absorta en mis pensamientos como para intentar sacar a Malone de su cueva. Cuando llegamos al pueblo, rompo el silencio para indicarle cómo llegar a mi casa. Aparca la camioneta y sale de un salto. Yo salgo antes de que me abra la puerta.

—Te acompaño —gruñe.

—No, no hace falta —pero ya me está esperando en el porche.

Suspiro.

—Vivo en el piso de arriba —le explico—. Aquí vive la señora Kandinsky.

Malone espera a que pase delante de él. En la escalera que sube a mi puerta apenas hay espacio para los dos. Saco la llave, abro la cerradura y me vuelvo para darle las gracias.

—Gracias otra vez, Malone. Ha sido…

Me interrumpo porque Malone se inclina y me besa.

Al principio, estoy demasiado sorprendida como para pensar en nada. ¡Malone me está besando! Por todos los… Pero entonces, me doy cuenta de que yo le estoy devolviendo el beso, y me doy cuenta también de que Malone sabe lo que se hace. Su boca es cálida y tierna, siento el roce sutil de su barba contra mi piel. Me enmarca la cabeza con las manos y me doy cuenta de que tengo las manos sobre su pecho. Un pecho que me resulta deliciosamente sólido mientras siento los latidos de su corazón bajo la palma de mi mano. Desliza los labios hasta mi barbilla y respiro el olor del jabón y la sal. Me besa otra vez en los labios. Sintiendo las rodillas cada vez más débiles, me aferro a su camisa y suspiro. Después, Malone retrocede, me acaricia los labios con el pulgar y clava la mirada en el suelo.

Por un momento, creo que va a decir algo, pero continúa en silencio. Se limita a hacer un gesto con la cabeza antes de bajar las escaleras.

—Eh… buenas noches —le digo.

Alza la mano, se mete en la camioneta, que había dejado con el motor en marcha, y se aleja conduciendo de la forma más normal del mundo, dejándome completamente estupefacta en la puerta de mi casa.

—Muy bien —me digo.

A lo mejor mañana por la mañana me despierto y descubro que todo esto no ha sido nada más que un sueño extraño. Aunque el temblor de mis rodillas dice algo diferente.

Entro en casa y me agacho para acariciar a Colonel, que me espera paciente en la puerta.

—¡Hola, chucho! —le saludo—. ¿Cómo está mi perrito?

Me lame la barbilla y, satisfecho de que esté de nuevo en casa, vuelve a su cojín y se tumba con un gemido.

—Malone me ha dado un beso de buenas noches —le digo.

Colonel tampoco lo entiende.