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Otra historia genial de horror y citas. Entretengo a medio pueblo con la historia de la hernia de Oliver, la última de una serie de anécdotas desternillantes sobre mi vida amorosa. Pronto tendré suficientes como para montar un calendario.

Mi segunda cita con la lista de solteros proporcionada por el padre Tim es con Albert Mikrete. Quedamos en un asador de la carretera. Es un hombre atractivo, económicamente solvente, considerado y complaciente, y aunque todos estaríamos de acuerdo en que Maggie Mikrete sería un gran nombre, y, al parecer, Albert se comportó como un valiente durante la colonoscopia que le hicieron el mes pasado y durante la operación de cataratas que le practicaron en junio, al final de la cena decido que no estamos hechos el uno para el otro.

—Eres un encanto —me dice mientras paga la cuenta, por lo menos paga él. Retira las fotografías de sus nietos y sonríe—. Has sido muy amable al salir con un hombre de mi edad. Has pasado toda la noche aquí sentada, oyéndome hablar.

—Probablemente terminaré odiándome por haberte dejado marchar —le digo, horrorizada al darme cuenta de que la de Albert ha sido la mejor cita que he tenido en años.

—Bueno, estoy deseando contar en mi club de bridge que he salido con una dulce jovencita. ¡Imagínate! Yo, saliendo con una mujer cuarenta y seis años menor que yo.

Nos reímos, nos abrazamos y nos separamos como amigos. Albert saca el coche del aparcamiento con meticulosa precisión. Otro anciano que ha caído rendido a mis encantos. Cuando llego a casa, encuentro un mensaje del padre Tim, que me dice entre risas.

¡Maldita sea, Maggie! —sonrío al oírle maldecir—. Veo que ya has salido. Bueno, para cuando llegues a casa esta noche ya habrás averiguado que ha habido una ligera confusión… —suelta otra carcajada—. Llámame cuando llegues.

Descuelgo el teléfono y marco su número.

—Habla con la futura señora de Albert Mikrete —digo cuando responde.

—¡Oh, Maggie, lo siento! Al parecer, el padre Bruce se ha equivocado de persona. Dime que no ha sido horrible.

—No, la verdad es que no ha estado mal. Tiene unos nietos preciosos.

Aquello provoca otro ataque de risas. Me tumbo en la cama y sonrío feliz.

Ese domingo, cuando me acerco al multitudinario aperitivo que se organiza después de la misa, me sorprendo al ver a Albert. Me saluda moviendo la mano con vigor cuando les estoy sirviendo las tortitas a los Tabor.

—Se me ha ocurrido pasar por aquí para verte, cariño —anuncia en voz alta, mientras se ajusta el aparato que lleva al oído. Todo el mundo se queda callado—. Quería volver a decirte que lo pasé estupendamente en nuestra cita.

Sonrío.

—Yo también.

Por lo menos, esta vez, no hice nada comprometido. Ni terminé borracha.

—¿Qué tal con Kevin Michalski? —me pregunta el padre Tim a la semana siguiente, mientras se sienta en su mesa habitual.

—Solía cuidarle cuando era pequeño —contesto, mirando hacia la calle.

Estamos ya en el mes de abril. Es una pena, pero no se diferencia mucho del húmedo mes de marzo, aunque el aire no es tan frío. A lo mejor comienza a verse algún brote morado en los robles, pero es difícil decirlo.

—¡Ah! Y eso le deja fuera de la lista, ¿verdad?

—Debe de tener doce o trece años menos que yo, padre Tim. Tiene diecinueve años. Me gustaría salir con alguien con quien pueda ir a comprar cervezas.

—De acuerdo —contesta el padre Tim.

Parece que está realmente entusiasmado con eso de encontrarme pareja y mira su lista con expresión seria.

—Tengo un último candidato con el que intentarlo. Y si no funciona, renuncio para siempre al mundo de las citas.

—Supongo que es consciente de cómo suena lo que acaba de decir, ¿verdad? —le pregunto.

—Este es un caballo ganador. He reservado el mejor para el final.

—Muy astuto por su parte —musito.

El padre Tim sonríe.

—Me lo agradecerás, Maggie. Ya lo verás.

—Me alegro, porque esta es la última oportunidad. Si no funciona, me pondré a subasta en eBay.

La hora punta del desayuno ha terminado. Octavio está cantando en la cocina. Georgie está recogiendo las mesas y Judy se pinta las uñas en la mesa más apartada. He horneado ya cinco docenas de galletas con chocolate para los bomberos, las llevaré esta noche, y esta tarde, haré mi ruta de Comidas sobre Ruedas. La señora Kandinsky tiene pensado que veamos una película juntas. La caverna maldita, creo que ha dicho. Le gusta llevarse buenos sustos. Es el típico día con el negocio lleno, un día de mucho trabajo, un día cansado. No es un mal día en absoluto.

Pero la soledad me devora y llenar las horas con actividades agradables no sirve para hacerlas más cortas. Aunque ver una película de miedo con la señora Kandinsky tiene su encanto, no es eso realmente lo que quiero. Lo que quiero es estar viendo una película con mi marido mientras nuestros hijos duermen en el piso de arriba. Él me pregunta que si quiero un poco de helado mientras voy al piso de arriba a asegurarme de que el bebé no se ha destapado. Después, dice:

—Eh, hazme sitio.

Quiere sentarse a mi lado y acariciarme el pelo.

—Te quiero —le digo.

Y él contesta.

—Y no sabes cuánto lo agradezco.

La señora Kandinsky se queda dormida viendo la película y subo sigilosamente a mi apartamento, alegrándome de que Colonel, aunque ya no sea ningún joven, esté en condiciones de avisarme de cualquier presencia demoníaca. Aunque, supongo, en el caso de que viera a cualquier criatura maligna acechándome, le ladraría y probablemente terminaría acurrucado y royendo uno de mis huesos durante el resto de la noche.

—No serías capaz de comerme, ¿verdad? —le pregunto.

Y le doy uno de sus huesos de cuero, por si acaso. Lo toma con delicadeza de mi mano y se tumba con cuidado. Le deben de doler las caderas.

—Eres el mejor, Colonel —le digo.

Me mira y mueve la cola en señal de acuerdo.

Voy al escritorio que tengo en la esquina y miro por la ventana. Desde aquí puedo ver el puerto y las pocas luces que titilan dulcemente en él. Enciendo el ordenador y me conecto a Internet. Normalmente, no me dedico a navegar a no ser que tenga algún motivo para ello, pero esta noche, la soledad está al acecho. Solo miraré. Nadie sabrá nunca lo que he hecho.

Ayer por la noche estuve cuidando a Violet. Adoro a mi sobrina, me encanta la perfección de sus manos, su aliento dulce, su pelo sedoso y su fascinante suavidad. Después de que Will y Christy se fueran, hice lo que hago normalmente. Fingir que es hija mía. ¿Me gustaría que lo fuera de verdad? Absolutamente. Le preparé unas zanahorias y una papilla de avena, lo batí todo con un poco de pollo cocido y le di de postre un plátano machacado. Después, la bañé y le dejé jugar en el agua durante media hora, y estuve a punto de emborracharme con el olor a champú para bebés.

Después, la senté en mi regazo y le leí siete u ocho veces el cuento de la granja. Siempre termina fascinada con mis imitaciones de los animales: «¡Kikirkiii! ¡Muu, muu!

Se volvía hacia mí con expresión divertida y las perlas de sus dientes resplandeciendo entre la saliva.

Cuando ya no fui capaz de mantenerla despierta, me senté en la mecedora de su habitación y la mecí contra mi pecho, cantándole hasta que se quedó dormida. La sostuve en mis brazos hasta que empezaron a temblarme por la falta de movimiento. La dejé en la cuna, la arropé con su pequeño edredón y le coloqué sus mascotas, un conejo y un alce de peluche, cerca de la cabeza. Después la observé dormir, rosa como una flor recién florecida y con las pestañas proyectando una pequeña sombra en sus mejillas.

—Te quiero mucho —susurré.

Esperaba que se despertara y se pusiera a llorar, para así poder consolarla. Pero estaba profundamente dormida, no se movía siquiera cuando le acariciaba las mejillas con el meñique, el más suave de mis dedos.

El problema es que no puedo tener un hijo si no tengo pareja.

Tecleo varias palabras en Google, después, hago clic en la primera web que aparece sin darme tiempo a acobardarme. Antes de poder ver quién está dispuesto a concertar una cita en el norte de Maine, debo contestar varias preguntas:

¿Eres una mujer y estás buscando a un hombre?

Desde luego. Después, introduzco mi fecha de nacimiento aproximada y un código.

Elija un nombre de usuario, me piden.

Muy bien, pienso. Elegiré algo ridículo y fácil de recordar.

Osito bubu, tecleo.

Lo siento, ese nombre ya ha sido elegido. Por favor, inténtelo de nuevo.

Buena persona.

Lo siento, ese nombre ya ha sido elegido. Por favor, inténtelo de nuevo.

Miro a mi perro.

Colonel McKissy.

Lo siento, ese nombre…

—¡Oh, por el amor de Dios! —musito.

Tecleo una palabra inventada y esta vez consigo entrar.

Las siguientes preguntas son fáciles: tipo, color de pelo, de ojos.

Esas las respondo sinceramente. Figura corporal: normal. Ojos, grises. Pelo… ¿soy rubia castaña o castaña clara? Rubia castaña suena más seductor. Después, llego a la parte más interesante: Arte en el cuerpo. ¿Contarán los dos agujeros que llevo en cada oreja? Aparentemente, no. Las posibilidades que dan incluyen cosas como: todo el cuerpo tatuado, colmillos y marcas al fuego. ¿Marcas al fuego? ¿La gente se deja marcar con fuego? ¿Debería invertir en una marca, quizá?

—¿Lo ves, Colonel? Por eso no me gusta buscar citas por Internet.

Aun así, es interesante. Me salto la parte del cuerpo y me dirijo a la de los mejores rasgos. Umm. Supongo que todo el mundo dice que sus ojos, así que yo escribo que mi sonrisa. Tengo una sonrisa bonita, soy de sonrisa fácil. Tengo los dientes rectos y bastante parejos. Sí, mi mejor rasgo es mi sonrisa. Pero la sonrisa no aparece en la lista. Aparecen las pantorrillas, los antebrazos, los pezones… pero la sonrisa no.

Háblanos de ti, me urge el ordenador.

Ahora mismo.

Soy una chica de pueblo, quiero a mi familia y a mi perro. Me gustaría disfrutar de una vida agradable con un hombre fiel, divertido y de buen corazón. Me gusta hornear dulces, cocinar para otros y montar en bicicleta. Tengo un aspecto agradable y, una o dos veces al año, incluso podría decirse que soy guapa.

Sí, si le dedico unas cuantas horas a mi pelo, me pongo una crema para minimizar los poros, me hidrato las manos y paso media hora maquillándome, lo consigo. No es que lo haga, pero podría hacerlo.

Tengo buen carácter y soy capaz de reírme de mí misma. Como creo que he demostrado a menudo. Disfruto leyendo, viendo películas de miedo y partidos de béisbol. Tengo ganas de sentar la cabeza y tener hijos. ¿Por qué ser prudente, verdad?

Después de rellenar otros muchos apartados, como el de las preferencias religiosas, atractivos, los colmillos solo eran una de entre una lista de opciones, o la idea de mi cita perfecta, por fin me permiten ver los hombres elegidos entre los setenta y cinco mil de mi código zip. Hay dos.

Busco una diosa que quiera acompañarme mientras esploramos el universo y sus misterios. Quiero explorar con ella las profundidades de nuestra naturaleza sensual y experimentar con las leyes del sexo. Quiero que estés bien dotada y seas joben, despampanante, aventurera y sexualmente atrevida. Que no te importe ser sometida cuando tu dios así lo ordena. Podemos aprender mucho esplorándonos físicamente… Ven conmigo, cede ante mis deseos, y no te arrepentirás.

Lo siento, de verdad. Las faltas de ortografía por si solas ya son más que suficiente para que lo descarte, por no hablar del contenido general del mensaje. Abro el segundo.

Padre soltero con dos hijos, abandonado por la furcia de su esposa y obligado a enfrentarse solo a la vida. Me vació las cuentas del banco, se llevó el coche y me dejó sin nada. Y todo esto después de haber pasado quince años secándome hasta el alma. Por no hablar de lo que les está haciendo a los niños. Vuestra madre es una perra, les digo. Lo siento niños, pero así es la vida. En cualquier caso, busco a una mujer a la que le gusten los niños y a la que no le importe cuidar de los míos. Preferiblemente alguien que no tenga hijos, porque todo el mundo sabe lo complicado que eso puede llegar a ser. Trabajo mucho y no paso mucho tiempo en casa, así que debería estar dispuesta también a hacerse cargo de la casa. Soy extremadamente atractivo y tengo un gran sentido del humor.

—Por mí, como si eres Jude Law —respondo—. Lo que tú necesitas es un psicólogo.

Colonel comparte mi incredulidad, se levanta y apoya la cabeza en mi regazo. Le acaricio las orejas y eructa suavemente en respuesta, sin dejar de mover la cola. Suena el teléfono.

—Maggie, te he conseguido otra cita —anuncia el padre Tim.

—Que Dios le bendiga, padre. Creo que es mi última esperanza. Aunque no he olvidado la hernia de Roger.

—Te pido mil perdones, Maggie. Eso fue algo inesperado. Esta vez es un buen hombre, se llama Doug Andrews.

—¿A qué se dedica?

—Creo que es pescador.

—De acuerdo —muchos hombres de la zona lo eran—. ¿Algún dato más?

—En realidad, no. No le conozco personalmente. El contacto lo he hecho a través del padre Bruce. Es de Ellsworth, miembro de la iglesia de allí y el padre Bruce ha tenido la amabilidad de hablar con su párroco. Por lo que he oído, el señor Andrews es un hombre atractivo de unos treinta años.

—Umm.

¿Y por qué necesitaba que le concertara un sacerdote una cita? Lo pregunto. Aunque también yo necesito ese servicio, sospecho de cualquiera que pueda necesitarlo.

—Es viudo —me contesta el padre Tim—. Perdió a su mujer hace un par de años.

—¡Genial! —exclamó, e inmediatamente me corrijo—. No, claro que no es genial. Es terrible. Es una historia muy triste —elevo los ojos al cielo—. Lo que quiero decir, es que por lo menos fue suficientemente normal como para casarse. Eso es mejor que ser un tipo raro que nunca ha conseguido casarse —me interrumpo—. Como yo.

—Maggie, tú no eres ningún bicho raro. Es cierto que hablas demasiado y que a veces metes la pata, pero eres una joya. Y si una chica como tú necesita un poco de ayuda para encontrar a alguien, no hay ninguna razón por la que un hombre estupendo no pueda necesitarla también.

—Sí, supongo que sí —no sé si el padre Tim me está halagando o insultando. Supongo que las dos cosas—. Bueno, ¿y va a llamarme él?

—Sí, mañana por la noche, a las nueve en punto. ¿Estarás en casa?

—Sí —me incorporo y pongo una nota en mi tablón—. Padre Tim, espero de verdad que pase algo con este tipo. Estoy cansada de primeras citas. No entiendo por qué me resulta tan difícil conocer a alguien.

El padre Tim suspira.

—Yo tampoco, Maggie. Como te he dicho antes, eres una persona maravillosa. Y encontrarás a alguien. El Señor trabaja de las formas más extrañas.

—Desde luego, que un sacerdote tenga que encontrarme un novio es bastante raro, padre Tim.

Su risa es un bálsamo para mi alma.