6

Los fragmentos de lo ocurrido la noche anterior giran en mi cerebro a la misma velocidad que el hielo cuando lo meto en la batidora. Pedazos de conversación, imágenes y la profunda preocupación de haber dicho exactamente lo que dije.

Son las tres y veinte de la mañana. No estoy segura de a qué hora me han traído mi padre y Will a casa y me han acostado. Mi cerebro rebota contra mi cráneo y el ojo derecho me duele como si tuviera una picadora de hielo dentro. En los dientes parece haberme salido piel y tengo la boca como si hubiera muerto dentro un reptil.

Me tambaleo hasta el cuarto de baño y me tomo dos analgésicos y dos antiinflamatorios en el lavabo. Sé que no es bueno tomar tantas pastillas con el estómago vacío, pero no me importa. La mera idea de beber un vaso de leche provoca cosas muy desagradables en mi aparato digestivo. Me doy una ducha y consigo sentirme como si hubiera avanzado unos centímetros hacia la recuperación de la normalidad.

Mi apartamento me parece cerrado y sofocante y, desde luego, lo último que quiero es tener comida cerca, así que la cafetería está descartada. Me pongo el abrigo, el gorro de lana y los mitones y agarro una linterna.

—Colonel —digo, y mi cerebro parece retroceder ante ese ruido tan terrible—. Vamos, Colonel —susurro.

Colonel nunca ha necesitado correa. Me sigue allí donde voy con una devoción impresionante. Salimos a la oscura mañana.

El pueblo está tranquilo. Solo se oye el susurro delicado del mar chocando contra la orilla rocosa de la playa. No hay viento a esta hora y la luna ha desaparecido, haciendo que las estrellas resplandezcan en un cielo negro como el azabache. Camino por las calles oscuras, pasando por delante de las silenciosas casas hasta que llego al camino que me conduce a Douglas Point. No es precisamente una reserva natural, pero está cerca. En esa zona solo hay una casa, propiedad de un rico ejecutivo de Microsoft que solo viene por aquí una o dos veces al año. Y tiene la amabilidad de permitir que la gente del pueblo utilice los terrenos para pasear y pescar.

El olor a pino y a mar mejora mi estómago revuelto y la brisa consigue borrar todos los pensamientos de mi cabeza. Sé lo que hice ayer por la noche, pero mi mente está en blanco. Ahora solo importamos Colonel y yo.

Camino en paralelo al mar hasta llegar a un afloramiento de rocas. Es un lugar al que llaman Bauprés porque recuerda a esa parte del barco. Detrás de mí se alza como un espectro el monumento de granito que recuerda a los pescadores muertos en el mar. En él están grabados los nombres de los dieciocho hombres que Gideon’s Cove ha perdido en el voraz océano. Dieciocho hombres hasta ahora.

Aquí el viento es más fuerte y continúa siendo muy frío a pesar de que estamos casi en abril. Noto la roca sobre la que me siento como si fuera de hielo, limpia y sólida. Apago la linterna y dejo que mis ojos se acostumbren a la oscuridad. Colonel se tumba a mi lado y mordisquea un palo satisfecho. Le rodeo el cuello con el brazo y miro hacia el este. Todavía falta mucho para el amanecer, pero las estrellas brillan con fuerza suficiente como para permitirme ver la cresta de las olas. El agua choca contra las rocas de la orilla, queda y susurrante.

Con un suspiro, me tumbo y miro hacia la Vía Láctea.

Es tan bonita, tan fría y pura, tan distante e hipnótica… Colonel se acurruca contra mí y acaricio con gesto de autómata su pelaje espeso mientras continúo mirando hacia el cielo. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? No lo sé, he olvidado el reloj, pero el sonido de un motor me hace incorporarme. Veo la barca de un langostero más allá de los postes. Las luces de la embarcación se me antojan cálidas y acogedoras comparadas con el lejano y glacial resplandor de las estrellas. Podría ser Jonah, aunque él es un langostero perezoso. Entrecierro los ojos, pero no soy capaz de distinguirlo. A lo mejor es Malone. Jonah me comentó en una ocasión que suele ser el primero en salir y el último en regresar.

Cuentan en el pueblo que el año pasado, Malone y su primo, un hombre tan jovial como sombrío es él, invirtieron a partes iguales en una embarcación nueva. Bastante bonita, al parecer. Lo hicieron con fines comerciales, quizá incluso con la idea de empezar a preparar unas redes para el cultivo de vieiras. Pero Trevor, que venía a menudo por la cafetería y coqueteaba conmigo y con Judy, desapareció un buen día. Por lo visto, vendió el barco a espaldas de Malone y se largó con el dinero, dejando a Malone con las deudas. Trevor no volvió a aparecer nunca más. Corrieron todo tipo de rumores sobre él: mafia, drogas, homosexualidad, asesinatos… Pero Malone permaneció en silencio, trabajando él solo en sus trampas y utilizando la misma embarcación que había usado diez años atrás.

Bueno, he oído hablar mucho de ello, es imposible ser propietaria de una cafetería y no enterarse de ese tipo de cosas, pero en realidad no conozco a Malone. Iba cinco o seis cursos por delante de mí cuando estudiábamos. Apenas habla conmigo y desconozco en qué situación se encuentra, algo bastante raro en Gideon’s Cove.

El ruido en mi cabeza ha ido cediendo hasta convertirse en la débil pulsación de una medusa herida. Tengo el trasero entumecido y las mejillas tensas por el frío. Me levanto con un suspiro.

—Vamos, grandullón —le digo a Colonel.

Nos volvemos y caminamos hacia la cafetería mientras el cielo comienza a iluminarse de forma casi imperceptible por el este.

Preparo el café y comienzo a hornear las magdalenas. De arándanos y limón, hoy, y de salvado y pasas para Bob Castellano, que necesita comer fibra. A la señora Kandinsky también le gustan.

Pronto comienza a llenarse la cafetería de gente que quiere que le hable de mi discurso de ayer por la noche. O gente que fue testigo de lo ocurrido y quiere recordarlo. Una vez más, he vuelto a ponerme en una situación comprometida. Por lo menos nadie podrá decir de mí que no soy una persona entretenida.

Para cuando sale la segunda bandeja de magdalenas, ya he empezado a pelar las patatas para las merecidamente famosas tortillas de Octavio. Justo en ese momento entra Octavio con estruendo por la puerta de atrás. Esbozo una mueca de dolor al oír tanto ruido.

—Hola, jefa —me saluda alegremente.

—Hola —espero a que empiece con las preguntas, pero no llegan.

En cambio, Octavio comienza a trabajar en la cocina y revisa las magdalenas.

—¿Te apetece una taza de café, jefa?

No espera la respuesta, se limita a servirme una taza y me la tiende. Casi inmediatamente comienza a cascar huevos en un cuenco. Tiene una mano tan grande que es capaz de agarrar dos huevos a la vez. Además, es ambidiestro, por lo menos en lo que a cascar huevos se refiere. ¡Crac! Cuatro huevos de golpe. ¡Ocho! ¡Crac! Una docena de huevos espera inocente en el cuenco, sin ser conscientes de que están a punto de ser batidos sin piedad. Octavio me mira con su rostro sonriente y amable.

—¿Necesitas un aumento?

—No, ahora estoy bien, jefa.

—Pues te lo mereces.

—Entonces, a lo mejor en verano —sonríe.

Hay un espacio entre sus dientes que encuentro muy atractivo.

—Así que le dije al padre Tim que le quería, ¿verdad? —le pregunto.

—Sí, jefa, lo siento —me guiña el ojo y continúa friendo las tortillas de patata.

—¿Alguna pregunta?

—No.

—Esta misma semana te subo el sueldo.

—Como quieras, jefa —no discute.

Octavio sabe cómo conseguir los aumentos. El año pasado consiguió uno considerable al no hablarme de «ese tipo al que había conocido» y ahora está a punto de conseguir otro solo por ser amable.

—Me gustaría ser tan amable como tú, Octavio —le digo.

—Continúa intentándolo —me anima.

A las ocho y media, llega el padre Tim y ocupa su mesa habitual. Tomo aire y cierro los ojos.

—Buenos días, Maggie —me saluda con amabilidad.

Rolly y Ben interrumpen su conversación con total descaro y los miembros de la junta de educación, que están sentados en una esquina, abandonan una conversación sobre el programa de arte. Es lógico. Soy el mayor espectáculo del pueblo.

—¡Padre Tim! —suspiro—. Lo siento. No sé qué decir. Espero no haberle puesto en una situación embarazosa, aunque, desde luego, es obvio que yo me he puesto en ridículo.

Sonríe pesaroso.

—No te preocupes, Maggie, no te preocupes —me permite que le sirva un café—. Maggie, siéntate un momento conmigo, ¿quieres?

Obedezco. El padre Tim huele a lana y a hierba, el olor de Irlanda, a pesar de que ya lleva seis años en Estados Unidos. Tiene unas manos suaves y elegantes. Escondo mis manos en el regazo, consciente, como siempre, de que son unas manos ásperas y enrojecidas, las manos de una mujer mucho mayor de lo que soy.

—Maggie, he estado pensando en el problema que tenemos —dice en voz baja.

Me mira con amabilidad y mi corazón se retuerce con un amor doloroso y desesperado.

—Todo este… encaprichamiento, se está interponiendo en nuestra relación, ¿no es cierto?

Asiento, siento el rubor subiendo por mi cuello.

—Lo siento —susurro.

—He estado pensando en ello, Maggie, y me pregunto si podría ayudarte de alguna manera —bebe un sorbo de café e inclina la cabeza—. ¿Te parecería bien que te presentara a algún hombre con el que pudieras salir?

Le miro boquiabierta.

—Eh… Bueno… Umm… ¿Perdón?

—Bueno, Maggie, creo que te ayudaría a… superarlo, digámoslo así, encontrar a un hombre bueno que pueda formar parte de tu vida, ¿no te parece?

La humillación se extiende por todo mi cuerpo. El sacerdote quiere concertarme una cita.

—Eh… yo…

—Con un hombre apropiado para ti. Lo creas o no, conozco a alguno.

—De acuerdo, pero… ¿Qué quiere decir exactamente «un hombre apropiado»?

Tim se reclina en su asiento y bebe un sorbo de café.

—Bueno, el hecho de que sea católico ya debería ser un buen comienzo.

—Qué optimista —le digo—. Los católicos solteros en Gideon’s Cove son una rareza. Solo soy capaz de pensar en uno, padre Tim, y tiene ochenta años y las dos piernas amputadas. Además, ya me propuso salir y le rechacé.

El padre Tim se echa a reír.

—Ah, Maggie, tienes que tener un poco de fe —se interrumpe y mira hacia el mostrador—. ¿Te importa que me sirva una de esas magdalenas? Todavía no he desayunado.

La culpa me golpea con todas sus fuerzas. Aquí le tengo, hambriento y sin comer, intentando solucionar mis problemas.

—Claro, padre Tim. ¡Por supuesto! Coma lo que quiera. ¿Prefiere unas tortitas? ¿O una tortilla francesa? Puedo pedirle a Octavio que le prepare algo más sustancioso que una magdalena.

—Bueno, pues la verdad es que me encantaría. Si no es ninguna molestia, claro está —me dice lo que quiere y yo le paso el pedido a Octavio.

—Judy —le pido—. ¿Puedes traerle el desayuno al padre Tim cuando esté preparado?

Judy suspira con cansancio, asiente y sigue leyendo el periódico impertérrita.

—¿Puedo tomar más café? —pregunta Rolly.

—¿Por qué no te sirves tú mismo? —contesta Judy, señalando la cafetera.

Me levanto, le lleno la taza y vuelvo con el padre Tim.

—De acuerdo entonces —dice el sacerdote—. Pero tendrás que tener paciencia conmigo, Maggie, porque ya sé que, en lo relativo a las citas, no has tenido mucha suerte. Aunque también es cierto que eres un poco exigente, ¿no es cierto?

—Bueno, la verdad es que creo que no —contesto.

¿Lo soy? Por supuesto, no soy Chantal, para la que el único requisito que le pide a un hombre es que le lata el corazón, pero tampoco creo que sea particularmente exigente…

—Creo que tienes que intentar mantener la mente abierta. Le diré al hombre en cuestión que te llame por teléfono y así podréis concertar una cita y hablar tranquilamente. ¿Qué te parece?

Después de haber salido con Roger, creo que preferiría servir de alimento a los tiburones que volver a concertar una cita a ciegas.

—Sí… no —le digo.

—Maggie —el padre Tim frunce ligeramente el ceño—. Déjame ser sincero —hago una mueca, pero continúa—. Eres una mujer adorable, pero creo que necesitas ayuda en lo que a las citas se refiere.

«¿De un sacerdote?», me pregunto indignada.

—No podemos permitir que te pongas en una situación embarazosa cada vez que nos encontramos —susurra el padre Tim, sonriendo con dulzura.

Me hundo en mi asiento con los puños cerrados con tanta fuerza por culpa de la vergüenza que estoy pasando que se me agrieta la piel de los nudillos. Choco involuntariamente con las rodillas del padre Tim y me yergo inmediatamente en mi asiento.

—Considéralo como una penitencia por haberte sobrepasado ayer por la noche —me aconseja con los ojos chispeantes.

—¿Y qué tal si perdonamos y olvidamos? ¿O ponemos la otra mejilla? ¿O recordamos aquello de «vete y no peques más»?

—Ahórratelo, muchacha, estás hablando con un profesional. No pienso aceptar un no por respuesta.

Suspiro. Rolly se gira en su taburete para volverse hacia mí.

—Creo que deberías intentarlo, cariño —me aconseja.

—Gracias, Rolly —cierro los ojos—. De acuerdo, padre Tim. Pero tiene que prometerme que serán hombres que me convengan, ¿de acuerdo? Que habrá verdaderas posibilidades —pienso en silencio durante un segundo—. Eh, ¿qué tal Martin Broulier? Está soltero, ¿verdad?

Martin trabaja fuera del pueblo, parece un buen hombre, tiene alrededor de cuarenta años y físicamente no está mal. Su mujer y él se divorciaron hace un año.

El rostro del padre Tim se ilumina en el momento en el que Judy le sirve el plato con evidente desgana.

—Gracias, Judy, muchas gracias. Qué aspecto tan apetitoso —prueba un pedazo y cierra los ojos con evidente placer—. Martin, está divorciado.

Frunzo el ceño.

—¿Y no podríamos intentar guiarnos por las orientaciones del Concilio Vaticano II en esto?

—Bueno, Maggie, en ese caso, no podrías casarte por la iglesia, y no es eso lo que buscamos, ¿verdad? No sería un verdadero matrimonio, a no ser que él pueda conseguir una anulación, claro está.

A lo mejor quedo con Martin por mi cuenta, al margen de los auspicios de la policía papal. El padre Tim continúa hablando.

—No, se me ocurren mejores posibilidades. He hablado con el padre Bruce, de St. Pius, y me ha asegurado que conseguirá algo.

Genial. Dos sacerdotes organizando mi vida sentimental. Y lo más triste del caso es que probablemente lo harán mejor que yo. Supongo que no tengo nada que perder y, al fin y al cabo, ya he perdido mi dignidad en muchas otras ocasiones. De hecho, a lo mejor esto funciona mejor que otras cosas. Dejar que tus amigos elijan a alguien por ti no es la peor manera de conocer a un hombre. El padre Tim me conoce, le gusto, y seguramente, elegirá a un hombre decente.

—Sí, de acuerdo —contesto con más entusiasmo—. Gracias, padre Tim. Después de todo lo que dije anoche, me cuesta creer que continúe hablándome… Y más todavía que esté intentando organizarme una cita. Dios mío, ¡fue terrible! Lo siento mucho.

—Eso ya es agua pasada —responde él con la boca llena—. ¡Georgie! ¿Qué tal estás, muchacho?

—¡Hola! ¡Hola, Maggie! ¡Hola, padre Tim! Hace un día muy bonito, ¿verdad, Maggie? ¡Y qué bien huele aquí! Me encanta como huele en la cafetería, ¿verdad, Tim? —Georgie se sienta a mi lado y entierra el rostro en mi pecho—. ¡Hola, Maggie!

—Hola, Georgie —contesto—. ¿Cómo está mi mejor amigo?

El padre Tim y yo intercambiamos una sonrisa por encima de su desayuno y, por primera vez, comienzo a concebir verdaderas esperanzas.

La primera cita es bastante menos que agradable para las dos partes implicadas.

Acepté quedar con Oliver Wachterski en una bolera situada a las afueras de Jonesport. De esa forma, pienso, tendremos algo que hacer en el caso de que nos odiemos el uno al otro. Llego hasta el deteriorado edificio, que está a rebosar. Una vez dentro, me doy cuenta de que no me he acordado de preguntarle a Oliver por su aspecto, ni de decirle qué aspecto tengo yo. En lo único que quedamos fue en encontrarnos en la bolera. El ruido de las bolas chocando contra los bolos atruena a mi alrededor y paseo sin rumbo. He llegado unos minutos antes de la cita. Paso por delante del salón de juegos. La música y el sonido de los disparos se combinan en una interesante cacofonía. No veo a ningún hombre solo. La mayor parte son padres, equipos o grupos de amigos.

Paseo a lo largo de la bolera otra vez, intentando parecer despreocupada y entretenida al mismo tiempo. «Ah, ahí está el cuarto de baño. Fascinante». Me detengo al final de la bolera, donde veo a una encantadora familia cómodamente instalada. La mayor de las niñas observa a su hermanito lanzar la bola con las dos manos. No debe de tener más de cuatro o cinco años. La bola rueda con hipnótica lentitud hasta los bolos. Golpea el de la izquierda y se desvía hacia el centro.

—Ahora no tan largo —le grita el padre—. ¡Acércate más!

—Creo que vas a conseguir un pleno —le anima la hermana más pequeña.

Los padres están sentados en la mesa de puntuación, con las manos entrelazadas. La mujer mira a su marido, sonríe y le da un beso.

—¡No! —llora el niño. La bola acaba de pararse en el centro del carril—. ¡No!

Inmediatamente, la mayor de las niñas le levanta en brazos.

—No te preocupes, cariño. ¡Has conseguido hacer algo muy especial! Casi nadie lo consigue. ¿A que sí, Melody?

—Es verdad, Jamie. ¡Eso te da más puntos!

Las niñas intercambian una mirada de complicidad por encima del sonriente Jamie.

Uno de los trabajadores de la bolera se acerca a retirar la bola. Tira un pleno para el niño, haciéndole inmensamente feliz.

—¡Mamá, he conseguido un pleno! —grita entusiasmado.

Sonrío. Qué familia tan maravillosa, pienso mientras miro a los padres. Parecen dos personas completamente normales. No son ni feos ni guapos, ni gordos ni delgados. Pero es evidente que se quieren y que adoran a sus hijos. ¿Cómo es posible que algo tan fácil sea tan difícil de conseguir?

Alguien me da unas palmaditas en el hombro.

Me vuelvo.

—¿Oliver?

Asiente.

—Encantado de conocerte.

Es un hombre guapo, de facciones regulares y ojos castaños en los que se insinúa una sonrisa. Mi corazón se llena de esperanza.

—Hola. Sí, soy Maggie Beaumont. Encantada. Estaba mirando a esta familia tan encantadora. El niño no ha conseguido hacer llegar la bola hasta los bolos y las hermanas le han levantado en brazos y le han dicho que… —me doy cuenta de que corro el peligro de adentrarme en el terreno del parloteo—. Bueno, que son encantadores.

—¿Quieres que vayamos a por los zapatos? —pregunta Oliver. Sonríe.

—Claro.

Alquilamos los zapatos y encontramos nuestro carril, el número trece. No me acuerdo de si el número trece trae buena o mala suerte, así que decido que sea mi número de la suerte. Estamos colocados en medio de un grupo de jugadores de la liga y de otra familia con niños pequeños.

—Así que tienes una cafetería —comenta Oliver.

—Sí, soy la propietaria de Joe’s, está en Gideon’s Cove.

—No he estado nunca allí, pero ya tengo una razón para ir —le salen unos hoyuelos en las mejillas cuando sonríe.

Me sonrojo de placer.

—¿Por qué no empiezas tú?

Las primeras rondas van bastante bien. Nos animamos el uno al otro y la conversación fluye con facilidad. Pero cuando menciono a Christy, comienzan a dispararse las alarmas.

—¿Sois idénticas? —me pregunta.

—Sí.

Se me borra la sonrisa al ver su mirada especulativa y ligeramente lasciva y sus labios apretados. En el instituto, los chicos solían poner la misma cara.

Pero no dice nada y cuando nos sentamos, me pasa el brazo por los hombros.

—Es divertido —dice.

Me roza el cuello con la mano y se me pone la piel de gallina. Pero no es una sensación agradable. Se inclina para darme un beso. No le detengo, pero en realidad, no tengo ganas de que me bese… Es un beso muy húmedo. Demasiada saliva. ¿Y ya con lengua? Muy bien, ya tengo suficiente. Me aparto.

—Sí, es divertido. Lo de jugar a los bolos, quiero decir. Siempre me ha gustado. ¡Vamos! Te toca. Vamos empatados, así que concéntrate en el juego. Tú eres de los Red Sox, yo de los Yankees. Aunque en realidad, yo prefiero ser de los Red Sox, ¿no te importa? Y ahora, ¡cuidado! Procura que sea tu mejor disparo.

Al final, consigo frenar mi lengua. Fijo la mirada en mis manos y deseo no haberme molestado en ponerme mi carísima crema de aceite de rosas con miel y lanolina.

Oliver me mira con extrañeza, se levanta y yo me seco la boca. Recoge la bola y la lanza. Justo en el momento en el que escapa de sus manos, se tira al suelo y comienza a retorcerse.

—¡Ay! ¡Mierda! ¡Ay!

Corro a su lado y la gente de los carriles doce y catorce se detiene para ver lo que ocurre.

—¿Estás bien? —le pregunto—. ¿Qué te ha pasado?

—¡La hernia! ¡Se me ha salido la hernia, maldita sea!

—¿La qué? —hago una mueca.

Tiene el rostro rojo y se agarra los genitales con las dos manos. La gente comienza a arremolinarse a nuestro alrededor.

—Se me ha salido la hernia. Lo único que hay que hacer es presionarla y podré levantarme…

Aunque tiene el rostro completamente rojo, la mirada parece tranquila. Umm. Recelo.

—¿Necesitan ayuda? —pregunta la madre del carril cuatro.

—No —responde Oliver al instante—. Solo tienes que presionar, Maggie.

Me agarro instintivamente las manos.

—Y… ¿por qué no lo haces tú?

—¡Porque no puedo! ¡Tienes que hacer palanca! Por favor, Maggie…

—¿Dónde tengo que presionar exactamente? —pregunto.

Siento un cosquilleo de desconfianza en la nuca.

—En la ingle. Justo aquí. Dios mío, Maggie, ¡me muero de dolor!

¿De verdad? ¿O está fingiendo? ¿Lo está haciendo con alguna intención depravada? Apenas conozco a este tipo. ¡No quiero presionarle la ingle!

—Vamos, Maggie —insiste.

—De acuerdo, de acuerdo. Es solo que… no sabía que tenías una hernia. No sé nada de hernias, en realidad. A lo mejor deberíamos esperar a un médico. Llamaré a urgencias.

—¡No hace falta! Esto me pasa continuamente. Por el amor de Dios, Maggie. Lo único que tienes que hacer es presionar.

Tiene los dientes apretados, pero no sé si es de frustración o de dolor. Desde luego, parece bastante fastidiado.

—Muy bien. ¿Dónde me has dicho que tengo que presionar exactamente? —pregunto, mordiéndome el labio.

—Aquí.

Me agarra las manos y me las coloca sobre… bueno, cualquiera se lo puede imaginar. Sobre ese miembro tan masculino. La familia que está a nuestro lado insta a sus hijos a apartarse.

—Adelante, cariño, presiona —dice uno de los miembros del equipo de bolos.

Hago una mueca, desvío la mirada y presiono vacilante contra su… carne.

—¡Más fuerte, Maggie! ¡Más fuerte!

¿Es una petición que nace del dolor o del frenesí sexual? No soy capaz de distinguirlo.

—¡Más fuerte!

Oh, mierda, ¿esto me está pasando de verdad? Realmente, no se puede decir que este hombre soporte bien el dolor y eso no invita precisamente a que me guste. Empujo un poco más fuerte.

—¿Quieres dejar de hacer el idiota y presionar de una vez? —gruñe Oliver.

Años de cargar bolsas de patatas y cebollas, de levantar sacos de arroz y harina para economizar, vueltas interminables en bicicleta y largos paseos, han hecho de mí una mujer bastante fuerte. Es algo de lo que estoy bastante orgullosa. Miro a Oliver con expresión especulativa y presiono con todas mis fuerzas.

Su grito desgarra el aire, elevándose por encima del ruido de las bolas que ruedan por el suelo y de los bolos al caer. Hasta la última persona que está en la bolera se vuelve hacia nosotros y el barullo desaparece para dar paso a un silencio propio de una iglesia, en el que lo único que se oye es el grito de Oliver. Después, su voz sobrepasa durante unos segundos los límites del oído humano y todo queda en completo silencio.

—¿Estás mejor? —le pregunto.

Veinte minutos después, el personal de la ambulancia se lo lleva.

—Buena suerte —le deseo cuando pasa por delante de mí.

—Eres una perra —me dice con la voz atragantada.

Su rostro ha pasado del rojo al violeta gracias a mi extraordinaria fuerza. Pero no me siento culpable en absoluto. «Más fuerte», me decía. Y yo he obedecido.

—Bueno, si no tenía una hernia, espero que se la hayas provocado tú —me dice una de las jugadoras que jugaba a nuestro lado—. A mí, más que una hernia, me ha parecido otra cosa.

Le sonrío.

—A mí también.

Tomo nota mental mientras conduzco hacia casa: definitivamente, el número trece da mala suerte.