5

Unos días después, aquella vergüenza se ha desvanecido hasta convertirse en una especie de inquietud distante. Una vez más, la presencia del padre Tim acaba con todos los malos sentimientos y su hermosa sonrisa continua emocionándome y tranquilizándome al mismo tiempo.

Ayer por la noche, mis padres organizaron la cena con la familia, algo que insisten en hacer al menos una vez al mes y, para mi más profunda alegría, el padre Tim también estuvo invitado.

Mientras le mostraba a Colonel el lugar en el que iba a dormir, en el que fuera mi antiguo dormitorio, oía al padre Tim riendo en el piso de abajo, la voz grave de mi padre y los gritos de entusiasmo de Violet. Y todo me parecía de lo más natural.

Disfrutamos de una sabrosa cena y de la tarta de limón que preparé para la ocasión. El padre Tim comió dos porciones.

—Maggie, eres un auténtico genio —me dijo cuando se levantó de la mesa.

Yo sonreí feliz, con el corazón palpitante.

Y entonces el tema giró hacia lo inevitable: mi fracaso a la hora de encontrar pareja.

—Dios mío, ¿es que no sois capaces de encontrar a alguien para Maggie? —preguntó mi madre.

—Por lo visto no —respondió Christy, dándole un codazo a su marido, que parecía disgustado.

—No tiene ninguna gracia, Christy —le advirtió mi madre con dureza—. En esa cafetería nunca va a conocer a nadie. ¡Piensa en cómo vas a terminar! Convertida en una solterona como Judy.

—A mí me gusta Judy —respondí con voz débil.

A mi madre le gusta entrar directamente a matar.

—¡Por Dios, Lena! —intervino mi padre débilmente.

Yo sabía que no tenía sentido. No hay nada que pueda detener a mi madre cuando aborda este tema. Una hija suya no terminará soltera mientras le quede una gota de aliento.

—Lo que no entiendo es por qué tiene que ser tan difícil —le explicó mi madre al padre Tim—. ¡Es una chica perfecta! Mire a Christy. ¿Tuvo Christy algún problema para encontrar marido? ¡No! Entonces, ¿por qué Maggie no puede ser igual que ella? Maggie, lo que tendrías que hacer es intentar encontrar un verdadero trabajo, trabajar en algún sitio en el que tengas posibilidad de conocer a un hombre que te convenga. Como Christy…

Esta canción, que yo he titulado para mí como Christy es la mejor, es una de las que mi madre interpreta más a menudo.

—¿Por qué tienes que ser tan perfecta? —le pregunté a mi hermana.

—Lo siento —respondió, mientras limpiaba los restos del puré de zanahoria de los párpados de Violet—. En realidad, no puedo evitarlo. Simplemente, sucede.

—… En mi época, la gente quería casarse —continuaba diciendo mi madre—. Ahora, por supuesto, todo el mundo quiere salir y hacer todo tipo de cosas. Así que, ¿para qué comprar la leche si uno puede disponer gratuitamente de la vaca?

Jonah me miró con expresión burlona, a mi madre nunca se le han dado bien las metáforas, y después intentó tranquilizar a Violet, que golpeaba la bandeja de su trona con la cuchara, en señal de aprobación.

—Tengo una idea —dije—. ¿Por qué no hablamos ahora de Jonah? Jonah, ¿por qué no le has dado un nieto a mi madre todavía? ¿Qué demonios te pasa? ¿Es que ya nunca practicas el sexo sin protección? ¿Acaso no te importa tu propia madre?

—¡Maggie! —me regañó mi madre—. ¡Hay un sacerdote en esta habitación! Padre Tim, no sé de dónde saca esas cosas.

Pero el padre Tim se estaba riendo, como yo ya sabía que haría.

—No tengo la menor duda de que Jonah se comporta como un auténtico caballero —respondió—. Más aún, Jonah, confío en que hayas pensado en…

—Maggie, gracias por recordármelo —le interrumpió mi hermano alegremente—. Tengo una cita. Gracias por la cena, mamá.

—Espera, cariño. Llévate lo que ha sobrado —le dijo mi madre, tendiéndole un fuente enorme.

—Adiós, principito mimado —me despedí de él mientras me daba un beso en la mejilla.

—Adiós, vieja solterona —me respondió con cariño. Se volvió hacia Christy—. Adiós, hermana guapísima y buena. Adiós, pequeña mugrienta.

—Me recordáis a mi familia —dijo el padre Tim.

Parecía un poco triste, y yo aproveché para palmearle la mano.

—Supongo que les echa mucho de menos —comenté.

—Sí, Maggie, les hecho mucho de menos.

Me palmeó la mano y sentí un agradable calor subiendo por mi brazo que me llegó hasta el corazón.

Después de acostar a Violet en su cuna portátil, mis padres sacaron el Trivial.

—Haremos tres equipos —anunció mi padre—. Mi mujer y yo somos invencibles, padre Tim, así que no queremos cambiar de pareja. Will, tú puedes ir con tu queridísima esposa, y Maggie, ¿no te importaría enseñar a jugar al padre Tim, cariño?

Christy esbozó una sonrisa traviesa.

—Creo que todos sabemos la respuesta a esa pregunta —musitó, de manera que solo yo pudiera oírla.

—¿Has engordado un poco? —le pregunté—. Te sientan bien esos kilos de más.

Y así pasamos el resto de la noche, riendo, insultándonos y bromeando. Realmente, ¿cómo no iba a imaginarme saliendo con el padre Tim O’Halloran? ¡Qué gran nombre!

Un día después, estoy sentada en la casa del párroco, tras haber esquivado a la señora Plutarksi, que protege al padre Tim como un pit bull un bistec. Miro atentamente al padre, fijándome en su hermosa boca y después desvío la mirada hacia el eccema que tengo en el nudillo. Esta noche celebramos una cena que hemos organizado con el fin de recaudar dinero para cambiar el tejado del ala oeste de la iglesia, que empezó a tener goteras el invierno pasado.

—Al final contaremos con unas sesenta personas —me dice el padre.

Se inclina hacia delante, con las manos unidas. Llega hasta mí la fragancia de su jabón e intento no dejarme atrapar por ella.

«Por el amor de Dios, Maggie. Y esta vez, literalmente. Por el amor de Dios. Es un hombre del clero…».

—¿Crees que habrá suficiente comida? Lamento habértelo dicho con tan poco tiempo, pero es que ha habido reservas de última hora.

—¡Oh, no importa! —contesto.

Me siento tan bien en este cuarto de estar, con el padre Tim sentado frente a mí… Podría pasarme el resto de mi vida mirándole a los ojos.

—¿Podrías ocuparte también del pan? Siento pedírtelo a estas alturas, pero se me ha olvidado por completo.

—¿Umm? ¿El pan? Claro.

—Que Dios te bendiga, hija mía —me dice, aunque solo tiene un año más que yo—. Eres un tesoro.

Una joya, un tesoro. Sé que a todo el mundo le dedica piropos, pero aun así… Hacíamos tan buena pareja ayer por la noche, jugando al Trivial, discutiendo animadamente, codo a codo, intentando decidir si la respuesta era Eisenhower o Nixon, David Bowie o Iggy Pop…

Me levanto, intentando sacudirme mentalmente. «¡Tienes que superarlo, Maggie!», me digo. Necesito acabar con esto. De verdad. Y quiero hacerlo. Hablo como una drogadicta. A lo mejor hay algún programa de desintoxicación para mí. Enamoradas de Sacerdotes Anónimas.

En la oficina de la rectoría, la señora Plutarski interrumpe su conversación telefónica para dirigirme una mirada recelosa. La ignoro y salgo bajo la lluvia glacial.

Suspirando, miro hacia el final de la calle, sintiendo el ya familiar peso de la soledad. Todavía faltan varias horas para la cena, la cafetería está cerrada. Si por lo menos pudiera contar con ese hombre guapo que tantas veces he imaginado… Un hombre dulce, trabajador, de risa fácil y ojos brillantes. Es un día perfecto para acurrucarse junto a alguien. Colonel es de lo más abrazable, pero no es lo mismo que un marido. No, Colonel podría tumbarse frente a la chimenea, contemplando el fuego, mientras mi marido y yo compartimos el sofá, leyendo, tomando un café…

Mis pensamientos son interrumpidos en el momento en el que pasa rugiendo un Hummer frente a mí y me salpica el agua de un charco enorme. De pronto, me veo cubierta de una capa de barro y agua helada.

—¡Eh! —grito.

El coche reduce la velocidad a la altura de la biblioteca y el conductor aparca cerca de la puerta.

—Imbécil —susurro.

Comienzo a cruzar la calle con intención de decirle al conductor del vehículo que es un idiota, pero aminoro el paso al ver salir por la puerta de pasajeros a una mujer con un abrigo rojo y un sombrero a juego. Abre la puerta de atrás y salen tres niños vestidos con impermeables rojos y botas de colores. La madre extiende las dos manos y el más pequeño de los niños toma una mano. El mayor corre para abrirle la puerta de la biblioteca a la madre y a sus hermanos. Incluso a media manzana de distancia, puedo oír sus risas.

Supongo que no voy a decirles nada. Al fin y al cabo, no son ningunos idiotas. De hecho, parecen salidos de un anuncio de Clean América, la más importante cadena de limpieza del país, si ignoramos el hecho de que conducen un coche altamente contaminante. Son como la familia que me gustaría llegar a tener algún día. La mujer es la clase de madre que me gustaría llegar a ser: risueña, bien vestida, cariñosa y protectora.

Entonces, se abre la puerta del conductor y aparece Skip Parkinson.

Su presencia es como un puñetazo en el estómago, tan inesperado y contundente que me doblo sobre mí misma. No he vuelto a verle desde el día que me dejó, aquel aciago día en el que trajo a su prometida a su casa.

Skip desvía la mirada hacia el final de la manzana, y aunque yo le he reconocido inmediatamente, está claro que a él no le ocurre lo mismo conmigo, a pesar de que me ha calado hasta los huesos. Empiezan a castañetearme los dientes, pero no me muevo de donde estoy. Continúo mirando a Skip mientras entra en la biblioteca con paso ágil. Todavía conserva su atlética elegancia.

Seguramente ha venido a ver a sus padres. Sin lugar a dudas, esos adorables niños están ansiosos por entrar en la biblioteca, así que el señor Skip y la señora Skip entran con ellos en busca de algún libro o alguna película que los mantendrá ocupados durante el resto del día. Y, sin duda alguna, también, el señor y la señora Skip regresarán a su adorable casa y se sentarán a leer en el sofá, con las piernas entrelazadas y el fuego chisporroteando en la chimenea.

Esa podría haber sido yo, con un impermeable rojo, caminando junto a Skip bajo la lluvia helada. Y esos alegres niños agarrados de la mano podrían ser mis hijos.

Doy media vuelta. El aire frío congela mi rostro y corro hacia casa. Estoy a solo tres manzanas de allí, pero corro a toda velocidad y para cuando llego, estoy jadeando. Subo las escaleras corriendo, esperando que la señora Kandinsky no decida que quiere hablar o me pida que le haga la pedicura y entro a toda velocidad. Lo único que se oye en el interior de la casa es el sonido de mi respiración agitada y el repiquetear de la lluvia en el tejado.

Colonel se arrastra desde su lecho y aúlla quedamente. Me arrodillo y le abrazo, enterrando el rostro en su precioso pelaje.

—Oh, chucho, no sabes cuánto me alegro de verte. ¡Te quiero, Colonel!

Cuando un mamífero de cerca de treinta y ocho kilos de peso te lame las lágrimas y después intenta sentarse en tu regazo, es difícil continuar triste. Le doy a mi perro unos trozos de pechuga de pollo para recompensarle por su amor incondicional y después me meto en el cuarto de baño y me miro en el espejo. Mala idea. Desaliñada, pelo mojado y pegado a mi cara, rostro sonrojado. Y la boca esbozando una mueca.

Salgo del cuarto de baño y voy hasta el armario que tengo encima del refrigerador. El armario de las bebidas, que utilizo con escasa frecuencia. Saco una botella de whisky irlandés que tengo sin abrir y que me regaló un anciano encantador que murió hace cinco años. Solía llevarle la cena los miércoles. El señor Williams, un buen hombre. Me sirvo un vaso y lo levanto.

—A su salud, señor Williams —digo.

Bebo un trago. ¡Puaj! Hago una mueca, me estremezco y bebo otro trago.

Agarro el teléfono, llamo a la panadería de Machias y pido dieciocho hogazas de pan. Después llamo a Will, que está en el hospital.

—Will, ¿puedes hacerme un favor? —le pregunto bruscamente.

—Claro, Maggie, claro, ¿estás bien?

Le cuento que he hecho un pedido en la panadería y le recuerdo que venga a la cena de esta noche. No le importa encargarse del pan. Un gran tipo, Will. Bebo a su salud también.

—Y este va por ti, Colonel adorable mascota —digo, alzando el vaso hacia mi perro.

Él sacude la cola y apoya la cabeza en mi pie.

Miro el reloj. Las tres y nueve minutos. Octavio se encargaba hoy de cerrar y es probable que esté ya en casa con su mujer y sus cinco hijos. Espero que se acuerde de llevar los dos botes de salsa de tomate y las doce docenas de albóndigas que he dejado encima de la cocina. Así es como he pasado la mañana, desde las cuatro hasta las siete. Cocinando para una cena de la parroquia, aunque yo ni siquiera voy a la iglesia. Esa es nuestra Maggie, capaz de hacer cualquier cosa por el padre Tim. Al fin y al cabo, no tiene nada mejor que hacer, ¿verdad? Nadie la espera nunca en casa.

Para cuando salgo del apartamento, me encuentro ya un poco más animada. Al bajar de la acera, meto el pie en un charco helado, hasta la altura del tobillo, pero no pasa nada. Entro en la iglesia, enciendo las luces del sótano y saco las cazuelas para preparar la pasta.

—«Eres el sol de mi vida» —canto, alegrándome de que Stevie Wonder no pueda oírme—. «Por eso estaré siempre a tu lado…».

Durante todo este año, he llegado a conocer al detalle la cocina de la iglesia. Cociné la carne de ternera para el día de St. Patrick, preparé la sidra caliente el día que cantaron los villancicos y cocí los huevos de Pascua. Es aquí donde hago las fuentes gigantescas de lasaña para la reunión posterior a los entierros y donde horneo los pasteles de arándanos y las galletas que se venden para sacar fondos. ¿Qué es la hora del café? No pasa nada. Dono bizcochos, preparo las bebidas y lleno las cremeras. Esta cocina es mi segunda casa.

—Eres una fracasada —me digo a mí misma.

Mi voz resuena en las paredes del sótano.

Lleno las ollas de agua caliente, añado sal y enciendo el gas. Después, sintiéndome un poco mareada, decido tumbarme en el suelo y esperar a que hierva el agua. Es agradable este suelo. Frío y suave. Me duele un poco la espalda. Me estiro y cierro los ojos. A lo mejor no me viene mal echar una siesta antes de que venga todo el mundo.

—¡Eh, jefa!

Oigo flotar hacia mí una voz por encima del mostrador de la cocina. Entran Octavio y su esposa, cada uno con un bote de salsa gigante, seguidos por sus hijos.

—¡Ah, hola! —contesto—. ¡Hola! ¿Cómo estáis? Me alegro de verte, Patty. ¡Hola, Moikie! ¡Hola Lucía! ¡Hola a todos!

—¿Estás bien, jefa? —pregunta Octavio, dirigiéndome una mirada interrogante.

—Sí, sí. Estoy bien, gracias —contesto.

A lo mejor debería levantarme. Lo hago, agarrándome al mostrador con una mano y utilizando la otra para no perder el equilibrio.

—¿Y vosotros? ¿Cómo está esta adorable familia?

Octavio y su esposa intercambian una mirada de extrañeza, dejan la salsa de tomate y vuelven a la furgoneta a buscar las albóndigas. Los niños comienzan a correr y a jugar al escondite. Al colocar los botes de tomate veo que hay unas botellas de vino bajo el mostrador. ¡Cuánto vino! No va a ser una cena aburrida, va a ser una auténtica cena bañada en vino. Eso está bien. Me alegro de que haya vino.

—Sois encantadores —anuncio a los hermanos Santos mientras descorcho una botella.

La mayor de las niñas, María, que tiene siete años, deja de correr.

—Gracias, Maggie —contesta, sonriendo con timidez—. Tú también eres encantadora.

—Lo sé —contesto.

Arrugo la nariz y le sonrío.

Una hora después, el sótano está lleno de risas y conversaciones que rebotan en las paredes como pelotas de ping-pong. No debo pensar en ello o terminaré mareándome. Ya estoy suficientemente ocupada intentando ocultar que estoy un poco achispada. Debo de calcular con extremo cuidado cada movimiento, tengo que pensar cada frase antes de hablar.

Llegan mis padres, tan guapos como siempre.

—Hola, Maggie. Esto está precioso —dice mi madre.

Mira las mesas que hemos preparado, los centros de flores falsas. Para evitar esa sensación de estar en la cafetería de una prisión, tan frecuente en muchos de los actos organizados por la iglesia, no hemos encendido los fluorescentes, nos basta con la iluminación de los apliques.

—Gracias, mamá. Eres muy amable —le digo—. Hola, papá. Está muy bonito. No parece una prisión, parece un lugar bonito. Como una iglesia.

Afortunadamente, mi madre está escrutando la habitación con la mirada, buscando a alguien que pueda casarse conmigo.

—Maggie, ¿estás…? ¿Has estado bebiendo?

—Un poco —admito.

Me resulta difícil fijar la mirada. Los ojos parecen moverse solos. Los aprieto con fuerza para que dejen de molestarme.

—¿Has comido algo hoy? —me pregunta mi padre.

—Um. Sí, esta mañana he comido una magdalena con crema ácida de arándanos, y déjame decirte que estaba de muerte.

—Muy bien, hija, vamos a buscarte algo de comer.

Papá, el bueno de papá, me conduce a una mesa y me empuja para que me siente.

—¿No puedo sentarme con Octavio? —pregunto—. ¡Adoro a ese hombre!

—Quédate aquí. Ahora mismo vuelvo.

Es agradable quedarse aquí. Y me alegro de tener que hacerlo. Pero la habitación comienza a dar vueltas, así que apoyo la cabeza en la mesa. Es como estar en un carrusel. Puedo sentir el movimiento, pero con los ojos cerrados no puedo ver nada.

Se sienta alguien a mi lado.

—Hola —saludo sin levantar la cabeza—. Bienvenido a la cena.

—¿Estás borracha? —es mi hermana.

—Umm. Papá ha ido a buscarme algo de comer.

Levanto la cabeza. ¡Uy! Estoy babeando. He dejado una mancha húmeda en la mesa. Agarro las flores y las coloco encima. Después me vuelvo hacia Christy.

—Hola.

—Vaya, ¿qué te ha pasado?

No me parece prudente mencionar el whisky que he tomado en casa.

—¡Oh, no sé! He tomado una copa de vino con el estómago vacío. Eso es todo. Solo un poco de vino —sonrío, intentando disimular las dificultades que tengo al hablar.

Vuelve mi padre con un poco de ensalada, pan, un vaso de agua y un cuenco con pasta que podría alimentar a una familia de cuatro miembros.

—Come, cariño —me pide—. Y, Christy. ¿No te importa interceptar a tu madre? Está allí, hablando con Carol.

—Claro —contesta.

Se levanta y me da una palmadita en el hombro.

—¡Te quiero! —le grito a mi hermana, y la saludo con la mano—. Eres tan dulce, Christy…

Como la pasta. Tengo que decir que está deliciosa, y empiezo a dormirme. Vienen Christy y Will con los platos y, al cabo de un rato, aparece mamá. Otra cena familiar. Se me cierran los ojos, pero mi padre no se aparta de mi lado, manteniéndome lejos de mi madre para que no se entere de que su hija, la solterona, ahora es también la borracha del pueblo.

«A lo mejor puedo tumbarme encima de los abrigos», pienso. Parecen muy mullidos. La gente gira a mi alrededor.

—Riquísima la comida, Maggie —me dicen algunos.

Y yo muevo la mano con desgana a modo de respuesta.

Entonces veo al padre Tim. Está hablando con el señor y la señora Rubritch, riendo y palmeándole al señor Rubritch la espalda.

La señora Plutarski, que se ha otorgado a sí misma el cargo de guardaespaldas, se pavonea en su proximidad al sacerdote. Se pavonea de su proximidad al sacerdote. Me echo a reír.

—Se pavonea —digo en voz alta.

Mi padre se vuelve preocupado hacia mí, pero no puedo apartar los ojos del padre Tim.

Es tan guapo. La otra noche nos divertimos mucho, ¿verdad? Es un gran tipo. No es un estúpido como Skip. No, el padre Tim es mi mejor amigo. Y le quiero.

Cuando todo el mundo está a punto de terminar de comer y empieza a mirar hacia la mesa de los postres, el padre Tim toma el micrófono y lo enciende. Su maravilloso acento irlandés me acaricia los oídos.

—Me conmueve ver a tantas personas aquí reunidas a pesar del mal tiempo —dice, sonriendo a sus feligreses—. Y estamos disfrutando de una cena estupenda. Quiero dar las gracias a Maggie y a Octavio por haber organizado juntos un festín tan maravilloso, como siempre.

La gente comienza a aplaudir y se vuelve hacia mí. Me levanto, tambaleándome ligeramente, pero decido que nadie lo ha notado.

—¡Gracias! —contesto.

—Y gracias por adelantado al comité de fiestas, que se encargará después del duro trabajo de limpiar lo que hemos manchado —continua diciendo el padre Tim—. Y tengo la suerte de poder decir que hemos recaudado más de…

—¿Puedo decir algo? —grito, haciendo un gesto con la mano al adorable padre Tim.

—¡Papá, detenla! —musita Christy preocupada.

No, no van a detenerme. Me escabullo de nuestra mesa con sorprendente agilidad, y tropezando solamente con unas seis o siete sillas, me abro camino hasta la parte delantera de la sala, donde está el padre Tim sonriendo con un punto de inseguridad.

—¿Puedo utilizar el micrófono? —le pregunto.

No estoy tan bebida como para no darme cuenta de que la señora Plutarski aprieta los labios en un gesto con el que demuestra sus celos. Sí, tiene motivos. Porque soy amiga del padre Tim. Ella no es la única que lo adora.

—Eh, claro, Maggie —me dice, antes de tendérmelo.

Nunca he hablado por un micrófono. Es divertido agarrarlo. Me siento como si fuera Ellen DeGeneres, como si tuviera mi propio programa. Me tambaleo hasta el borde del escenario en el que el año pasado los alumnos del último año de confirmación masacraron Gospell y soplo en el micrófono. Un sonido ensordecedor me asegura que está encendido.

—Muchas gracias, padre Tim —digo, enorgulleciéndome de no arrastrar las palabras—. ¡Qué divertido! ¡Mi voz suena como la de Christy!

Todo el mundo se ríe. ¡Soy la bomba!

—Así que supongo que solo quería decir lo agradecidos que estamos todos aquí, en este hermoso planeta, en este gran pueblo. Es todo tan bonito, ¿verdad?

Mi madre clava en mí la mirada con una mezcla de horror y desaprobación. Creo que está enfadada conmigo.

—¡Eh, mamá! —la saludo, moviendo la mano—. En cualquier caso, quiero dar las gracias al padre Tim. Somos muy afortunados al tenerlo en nuestro paraíso, ¿verdad? Quiero decir, ¿os acordáis del padre…? ¿Cómo se llamaba ese hombre tan raro y tan gordo? El cura que casó a Christy… No era nada divertido, nada. No tenía ninguna gracia. ¡Y ahora tenemos al padre Tim! Es muy bueno, ¿verdad? Quiero decir que es un auténtico hombre sagrado, ¿verdad?

—Gracias, Maggie. Ahora me vas a devolver el micrófono, ¿de acuerdo? —dice el padre Tim, y comienza a caminar hacia mí.

—¡No, no, no!

Retrocedo rápidamente para alejarme de él y me quedo donde estoy, de manera que si el padre Tim quiere alcanzarme, tendrá que venir a agarrarme. ¡Ja! Le señalo mientras él permanece paralizado donde está.

Blandiendo mi dedo índice, continuo diciendo:

—Esto sí que es bueno. Deberías oírlo, hombre sagrado. Porque todos te queremos, de verdad. ¿A que sí? —pregunto a los invitados. Están todos extraordinariamente atentos—. Todo el mundo le quiere, padre Tim. Yo también. Es solo que… es tan… Y todos nosotros le amamos… Le quiero, padre Tim.

Continúo hablando, pero apenas puedo oírme a mí misma por culpa del alboroto que se ha montado. Will aparece de pronto a mi lado, chico listo, y me quita el micrófono.

—Todavía no he terminado —protesto.

—Sí, cariño, claro que has terminado —responde—. Vamos, te llevaré a casa.