—Hola, Jonah —saludo a mi hermano. Estoy en la cafetería, que Jonah visita diariamente—. ¿Cómo han ido las trampas?
—No ha estado mal —contesta— ¿Te quedan tostadas francesas, Maggot?
Para desolación de mis padres, Jonah se dedica a la pesca de la langosta. Habiendo vivido en Gideon’s Cove durante toda su vida, nuestros padres saben lo dura que es la vida de los pescadores. Mi padre es un profesor jubilado y mi madre dejó hace poco el hospital, donde trabajaba como secretaria del departamento de obstetricia y ginecología. De hecho, fue ella la que presentó a Christy y a Will.
En realidad, mis padres nunca quisieron que sus hijos fueran obreros. Ellos mismos fueron a la universidad, algo que aquí es una rareza, y el hecho de que mi padre estudiara incluso un máster es algo más especial todavía. Pero a pesar de que yo fui a la universidad y de que Jonah también tuvo oportunidad de hacerlo, mis padres han terminado teniendo una hija que es propietaria de una cafetería y un hijo pescador. Christy ha sido la única que ha hecho lo que ellos esperaban, se graduó en la universidad e incluso hizo un máster en trabajo social. Le encantaba trabajar con el Departamento de Familia e Infancia, pero desde que nació Violet, ha preferido quedarse cuidándola en casa.
El año pasado, Jonah salió a pescar con un amigo y desde entonces, se ha ganado así la vida. Es un trabajo agotador que le obliga a levantarse a las tres de la mañana, dependiendo de las trampas que uno tenga. La mayor parte de los pescadores de langosta se dedican también a otros pescados: bacalao, platija, caballa, mero y lubina, de modo que cuando termina la temporada de la langosta, la barca sigue en funcionamiento. De vez en cuando, algún turista pide dar una vuelta y Jonah, que es un chico atractivo y simpático, consigue bastantes viajes durante el verano. Pero las diferentes regulaciones, la cada vez más escasa vida marina y un millón de dificultades más, han convertido la pesca de la langosta en un trabajo complicado.
Jonah vive en una casa pequeña con otros dos tipos. Es un lugar tan asqueroso e infestado de calcetines sucios, sobras de comida mohosa y ropa interior usada que los servicios sociales deberían clausurarlo. El hecho de que yo les alimente de manera gratuita debería ser otro motivo para cerrarles la casa.
—Me han llegado noticias de la desastrosa cita que tuviste anoche —me comenta Jonah en cuanto le pongo el plato frente a él.
Judy continúa leyendo el periódico, ignorando completamente a mi hermano. Nunca le deja propina, así que nunca le atiende. La hora punta de la mañana ya ha pasado y ya solo se acercan unos cuantos pescadores que vuelven de revisar las trampas de las langostas.
—Sí, fue un desastre —admito mientras limpio la barra—. ¿Quieres más café?
—Gracias, hermanita —me deja que le llene la taza, añade crema y bebe un sorbo—. Bueno, hablando de citas, Christy me llamó ayer. Quiere que te eche una mano.
Como si la hubiera conjurado con sus palabras, mi hermana aparece en el marco de la puerta con las mejillas sonrojadas por el viento.
—Mmm —dice, e inhala con gusto—. Qué bien huele. ¿Puedo tomar un café, por favor?
—¡Una taza de café! —le cobro a Bob Castellano mientras Christy se quita el abrigo y se sienta al lado de Jonah—. Gracias por venir, Bob —le agradezco mientras le tiendo el cambio—. ¿Has llenado la papeleta?
—Claro que sí. Y no te preocupes, encontrarás a alguien. Que tengas un buen día, ¿entendido?
—Gracias, Bob —contesto avergonzada.
Me quito el delantal, me agacho para acariciar a Colonel y me siento con mis hermanos.
—A lo mejor deberíamos dejar de hablar de mi vida sentimental delante de mis clientes, ¿no os parece?
—¿Por qué? ¿Prefieres que piensen que sigues enamorada del padre Tim? —pregunta Jonah.
Frunzo el ceño y suspiro.
—Sigo enamorada del padre Tim, ese es precisamente el problema.
—Pero eso es una tontería, ¿verdad? —pregunta Jonah de forma totalmente innecesaria.
—Sí, Jonah, es una tontería. Y esa es la razón por la que te he pedido que le eches una mano —contesta Christy.
—Christy, Jonah tiene ocho años menos que tú y que yo —señalo—. Además de ser solo unos niños, sus amigos también son idiotas.
—Bien dicho —musita Jonah.
—Bueno, pero a lo mejor conoce a alguien —replica Christy, mirando pensativa su taza de café—. Un bombero nuevo o algo así. O a lo mejor conoce a alguien en el muelle.
—Umm, lo veo bastante improbable, pero me gusta tu optimismo.
—Sí, estaré pendiente de ti, Mags. «Se busca novio para mi hermana. Tiene que ser…». ¿Cómo lo quieres, Maggie?
—Quiero a alguien que no esté casado con la Santa Madre Iglesia —contesto—. Empezaremos por lo más básico, nada de sacerdotes, ni hombres casados, ni drogadictos ni expresidiarios.
Jonah se echa a reír.
—Maggot, eso lo sabe todo el mundo.
—¿Y qué te parece Malone, Joe? —pregunta Christy, enderezándose de pronto en la silla—. Ese tipo que tiene la embarcación al lado de la tuya.
—¿Malone? —pregunta a su vez Jonah—. Sí, claro. Mags, ¿qué te parece Malone?
—¿Malone el Solitario? ¡Vamos, anda! Es un ermitaño, y además mudo.
Bebo un sorbo de café, recordando el trayecto tan atroz con Malone el Solitario.
—No quiero nada de ermitaños.
—No es un mal tipo —replica Jonah.
—Me da miedo, Jonah —contesto—. Pero gracias de todas formas.
Más tarde, ya de noche, me encuentro con Chantal en el Dewey’s. Ella ya está sentada en nuestra mesa habitual, frente a la barra, coqueteando con Paul Dewey, haciendo un nudo con el pecíolo de una de las cerezas del licor. Con la lengua. Paul está sentado frente a ella, boquiabierto, mientras Chantal mueve la boca de la forma más seductora. De pronto, saca la lengua y ¡voila! Saca el peciolo formando un círculo perfecto.
—¿Lo ved? Diez doladez, pod favod.
—Dios mío —musita Dewey mientras saca la cartera—. ¡Hola, Maggie!
—¡Hola, Dewey! ¿Qué tal ha ido el guiso de hoy?
—Ya se ha vendido todo —responde, desviando la mirada hacia mí—. Has sacado veinte dólares.
—Genial. ¡Eh, Chantal! Veo que has vuelto a ganar con tu truco habitual —fuerzo una sonrisa.
Seré sincera. Chantal es una de esas amigas que una tiene por necesidad. Por supuesto, tiene algunas cualidades, pero creo que es justo decir que, dejando a un lado nuestra condición de solteras y el hecho de que ambas hemos crecido y vivimos en el pueblo, no tenemos muchas cosas en común. Ella tiene el glamour de Rita Hayworth, las curvas de Marilyn Monroe y la ética de Tony Soprano, por lo menos en lo que a los hombres concierne. «Utilízalos y olvídalos», ese es su lema.
Sin embargo, también es una persona animada y divertida. Y sabe escuchar. Al igual que yo, está soltera y busca un buen hombre con el que casarse, o por lo menos eso dice, aunque lo que parece que a ella le gusta es acostarse con cualquiera. Y como Christy no puede ser mi única amiga, intento ignorar el hecho de que Chantal es la fantasía hecha realidad de todo hombre.
—¿Cómo fue la cita? —me pregunta.
Supongo que, al tratarse de un pueblo tan pequeño, no hay otro tema de conversación que mi vida amorosa.
—Bueno, bastante extraña.
Pido una cerveza y le hablo de Roger, de la destrucción de la langosta y de su intento de entrar en contacto con Dicky. Al igual que el padre Tim, cuando acabo mi relato, está llorando de risa. Me reclino en la silla y bebo un sorbo de cerveza, pensando que, aunque no sea capaz de encontrar un hombre, por lo menos soy capaz de contar una buena historia.
—Jesús, ¡qué tipo tan…! Vaya, ni siquiera sé como llamarlo —dice Chantal, secándose las lágrimas. Vuelve a reír y recorre el bar con la mirada—. Creo que deberíamos movernos —reflexiona—. En Alaska hay muchos hombres, ¿no es verdad? Creo que está repleta.
—La última frontera —musito—. Pero no vamos a movernos de aquí. Por lo menos yo. ¿Tú te marcharías?
—¡Qué va! Ya sabes, demasiado esfuerzo, supongo. Además, tengo un buen trabajo y todo eso.
—Exacto.
Chantal trabaja como secretaria del Ayuntamiento. Es una de las tres empleadas del consistorio. Está al tanto de todos los asuntos del pueblo y puede cotillear a discreción.
—Eh, he ido a la iglesia esta mañana —dice Chantal con una sonrisa tímida.
Al igual que todas las mujeres del pueblo comprendidas entre los cuatro y los cien años, ha vuelto a la iglesia.
—¿Y sabes qué? —continúa explicándome—. Me he apuntado al grupo de duelos. Para viudas y viudos, ya sabes. Salió un anunció en el boletín.
Chantal se ajusta la camisa para ofrecer una mejor vista de su escote. La conversación se detiene en el bar y los hombres admiran el espectáculo. Un centímetro más y podría hasta amamantarlos.
—¿Y desde cuándo eres viuda? —le pregunto.
—¡Oh! Desde hace, veinte años, creo. Tenía dieciocho cuando nos casamos, y diecinueve cuando murió.
Chantal me comentó en una ocasión, la primera vez que salimos juntas, que había enviudado años atrás. Se me hace raro imaginármela casada. Solo tiene seis años más que yo, pero ha sido viuda durante más de la mitad de su vida.
—¿Cómo se llamaba tu marido? —le pregunto.
—Chris. Era un buen tipo.
—Debió de ser muy duro.
—Sí, lo fue. Pero por lo menos no teníamos hijos.
—¿Tú habrías querido tener hijos?
—¡Qué va! No, Maggie, yo no soy una mujer maternal —se ríe, toma su bebida y vacía el vaso.
—Así que, de pronto has decidido buscar el consuelo en ese grupo —comento, arqueando una ceja.
—Bueno, supongo que prefiero estar allí, recibiendo el consuelo del padre Tim, a estar sentada en casa rascándome el trasero —contesta alegremente—. Me da unos abrazos magníficos. Supongo que se dedica a levantar pesas o algo así.
Me siento celosa y, al mismo tiempo, irritada por mi hipocresía. Chantal se ha metido en uno de los grupos de la iglesia para poder estar cerca del padre Tim. Me resulta familiar. Imagino al padre Tim palmeándome la mano y mirándome a los ojos mientras yo relato mi terrible pérdida.
—Al grupo de duelo, ¡qué suerte! —digo sin pensar. Inmediatamente, me ruborizo—. Lo siento, Chantal, no quería decir eso.
—Bueno, en realidad, tengo bastante suerte —responde, encogiéndose de hombros—. Eh, Paul, ponnos otra ronda.
Dewey casi termina en el suelo en su precipitación por acercarse de nuevo a Chantal.
—Lo siento, ¿qué has dicho? —pregunta, con la mirada fija en su blusa.
Chantal sonríe y arquea la espalda. Yo elevo los ojos al cielo, sintiéndome completamente plana. Mi 90B no es nada comparado con el botín que Chantal está ofreciendo. Dewey se humedece los labios. Yo aprieto los dientes.
—Otra ronda, cariño. Y quizá, a cargo de la casa. ¿Qué te parece? Una ronda para tus chicas guapas.
Chantal hunde el dedo en el escote de la camisa y se lo baja unos milímetros más.
—Claro —responde Dewey.
—¡Chantal, ya basta! —le digo.
Estoy completamente roja, aunque ella ni se inmuta. Paul vuelve a la barra.
—Yo tomaré un martini Grey Goose, Paul —le pide, como si él tuviera esos productos de lujo.
—¿Rojo? —pregunta Paul.
—Claro, cariño.
Chantal se atusa el pelo y se vuelve hacia mí.
—Bonito espectáculo —comento.
—Vamos a beber gratis, ¿no? —contesta orgullosa—. ¿De qué estábamos hablando? Ah, sí, de mi marido.
Jonah entra en el bar y fija en nosotras la mirada en cuanto ve a Chantal. Ella le sonríe. Intentando distraer a Chantal para que deje de desnudar a mi hermano con la mirada, le pregunto:
—¿Le querías?
—¿A quién? ¿A Chris? Claro. Supongo. Quiero decir… éramos adolescentes. Nos teníamos sorbido el seso, supongo.
—Dios mío, qué romántico —digo. Y soy incapaz de reprimir una sonrisa—. Creo que Hallmark tiene una línea de tarjetas de ese tipo: «Echo de menos que me sorbas el seso, mi queridísimo y difunto marido».
Chantal suelta una de sus sonoras carcajadas.
—«Cariño, nadie me lo ha hecho como tú». Sí, probablemente haya un mercado para ese tipo de frases. Debería investigarlo.
Se disculpa para ir al cuarto de baño y yo me acerco a la barra a saludar a Jonah, a pesar de que apenas han pasado unas horas desde la última vez que nos hemos visto.
—Hola, ¿qué hay de nuevo?
—Hola, Maggie. Nada. ¿Cómo estás? —me pregunta con amabilidad.
—Aquí, pasando el rato.
—¿Te parece bien que vaya mañana por la noche a tu casa a ver la televisión? —me pregunta Jonah—. Echan un programa en el Discovery sobre la pesca del cangrejo. Tiene muy buena pinta.
—Sí, claro.
Yo soy una de las pocas personas que tiene antena parabólica en el pueblo. La televisión por satélite a menudo se estropea y, como mujer soltera, enfrentémonos a la verdad, veo mucha televisión.
Chantal regresa.
—¡Jonah! Caramba, cómo has crecido —ronronea.
Todas mis buenas opiniones sobre ella se evaporan como por arte de magia. Aunque Jonah es un hombre adulto, oficialmente, al menos, no quiero que termine en brazos de una devorahombres como Chantal.
—Chantal, ya basta. Con mi hermano, no. Deja a Jonah en paz.
—No, no, Chantal, quédate, no dejes a Jonah en paz —responde Jonah sonriendo—. Eh, Chantal, ¿conoces a alguien con el que pueda salir Maggie? Estamos intentando encontrar hombres que quieran salir con ella.
—Muchas gracias, Joe. ¿Podrías decirlo un poco más alto? Creo que en Jonesport no te han oído.
—Diablos, no sé —responde Chantal—. La pesca está bastante floja, dejando a un lado lo presente —se acerca a Jonah.
Me levanto y me interpongo entre ellos.
—Si te acuestas con mi hermano, me enfadaré para siempre contigo —le advierto con firmeza—. Jonah, Chantal es una mujer enferma: clamidias, gonorrea, herpes, sífilis…
—No te lo creas, Jonah. Por debajo de todo esto, se esconde un corazón de oro —se señala el pecho.
—¿De verdad? —pregunta Jonah—. ¿Puedo verlo?
—¡Ja basta, Joe! —le doy a mi hermano una palmada en la cabeza.
Chantal sonríe.
—Volvamos a concentrarnos en tu problema, Maggie. ¿Has pensado alguna vez en Malone?
—¡Dios mío! Eres la segunda persona que lo menciona hoy —exclamo, mostrando mi irritación—. Primero Christy, y ahora tú.
—¿Por qué no? —responde Chantal—. Es bastante guapo.
—Sí, eso lo dice la mujer que aseguraba que la calvicie de Dick Cheney tenía cierto sex appeal.
Chantal se encoge de hombros.
—Bueno, no puedo evitar señalar lo que es cierto.
La miro fijamente.
—Chantal, por favor. A lo mejor, no sé, Andre Agassi, o Montell William… ¿Pero Dick Cheney? Dick Cheney no tiene nada de sexy.
—Bueno, pero no puedes negar que Malone tiene cierto parecido con Clive Owen —continúa, y le da un sorbo a su martini.
—Sí, a Clive Owen después de que le den una paliza y le den por muerto.
—Lo importante es que está soltero, ¿verdad, Jonah?
Mi hermano asiente, con la mirada clavada en los senos de Chantal.
—Desde luego.
—Malone es feo, hosco y misterioso, así que, si no te importa, prefiero pasar de él.
—No sé —dice Chantal. Mira por encima de mi hombro—. ¿Tú que dices, Malone? ¿Te gustaría salir con Maggie?
Mierda. ¡Mierda, mierda, mierda! Cierro los ojos y dejo que me inunde la vergüenza. La bocazas ha vuelto a hablar. Y Chantal me ha dejado meterme de lleno en un jardín.
Abro los ojos y miro por encima de mi hermano. Ahí está, feo, hosco y misterioso.
—Hola, lo siento.
Como no hay nada con lo que mi hermano disfrute más que viéndome humillada, Jonah golpea alborozado la barra.
—Conoces a Maggie, ¿verdad, Malone? —pregunta riendo.
Malone me mira fijamente, sin sonreír. Sí, efectivamente, da un poco de miedo. Pero hasta ahora nunca había notado, en las raras ocasiones en las que he estado cerca de él, que tiene unos ojos bastante bonitos. Unos ojos de color azul claro que contrastan con la negrura de sus pestañas. Tiene el pelo corto y rizado, de color negro, unas cejas espesas y los pómulos marcados. Tiene un par de arrugas muy marcadas en la frente y también en las mejillas, y puedo asegurar que no han sido provocadas por la risa. Se me ocurre pensar que nunca me he fijado en la cara de Malone. En realidad, puedo entender lo que dice Chantal. Desde luego, es un hombre muy viril.
—Dinos, Malone, ¿qué te parece? ¿Te gustaría salir con Maggie? —insiste Chantal.
A esas alturas, todo el bar está pendiente de nosotras. Aunque ya debería estar acostumbrada, las mejillas me arden. Malone deja caer la mirada hasta mi pecho, la mantiene allí durante cerca de un minuto y me mira de nuevo a la cara. Niega con la cabeza. El bar estalla en carcajadas. Chantal y Jonah se agarran el uno al otro en medio de sus risotadas. Stevie y Dewey chocan los cinco al oír el insulto de Malone, y yo me limito a permanecer donde estoy y asiento con la cabeza.
—Muy bien —digo por encima de aquel ataque de histeria—. Sé que me lo merezco. Lo siento, Malone. No debería haber dicho lo que he dicho.
Malone asiente ligeramente y se vuelve hacia la cerveza que le sirve Dewey.
—Creo que, por esta noche, ya he pasado suficiente vergüenza —les digo a mi hermano y a Chantal—. Me voy a casa. Buenas noches.
—¡Adiós, Maggot! Gracias por las risas —se despide Jonah, pasándole a Chantal el brazo por los hombros.
Chantal me tira un beso y le dice algo a Jonah. Yo aprieto la mandíbula con fuerza.
Voy a buscar mi abrigo y me dirijo hacia la puerta. Me detengo al pasar por delante de Malone.
—Lo siento —vuelvo a decirle.
Él asiente sin mirarme.
—Todavía te debo una porción de tarta —le recuerdo.
Malone no responde.
Aunque he visto alguna que otra vez a Malone en el Dewey’s y en el muelle, no he vuelto a hablar con él desde el día que me llevó a la cafetería. La primavera pasada tuvo un gran gesto de amabilidad hacia mí y esta noche le he ofendido.
Mientras camino hacia mi casa en medio de la tranquilidad del pueblo, me persigue una desagradable sensación de vergüenza.