El domingo me descubro sentada en uno de los bancos de la iglesia. Christy, Will y Violet están sentados en la zona que la iglesia destina para los niños, porque Violet ha descubierto el eco impresionante de la iglesia y disfruta taladrándonos los oídos durante la misa. El padre Daniel está en el altar. Su oronda figura apenas cabe en la sotana que otrora envolviera el atlético cuerpo del padre Tim. No corro ningún peligro de enamorarme del padre Daniel, cuyo parecido con Jabba el Hutt ha sido comentado en numerosas ocasiones.
Mi mente vuela mientras permanezco aquí sentada, envuelta en una agradable sensación de paz. Las vidrieras de las ventanas, el titilar de las velas, la dureza de los bancos y los reclinatorios me resultan gratamente familiares. Me alegro de estar aquí. «Esta es mi iglesia», pienso. El padre Tim fue algo temporal, pero yo pertenezco a esta iglesia. O podría pertenecer, si apareciera de vez en cuando por ella.
«Dios mío», rezo mientras el padre Daniel alza la hostia, «por favor, cuida de mi familia. Y de Octavio y todo su clan, y de Georgia, y de Judy, de Chantal y de todos los demás. Y gracias por todo», y esta vez, lo digo de verdad.
La señora Plutarski me dirige una mirada asesina mientras se dirige hacia la salida, pero no me importa. Sonrío a mis vecinos y espero a que Christy y Will consigan salir de la zona para los niños.
—Ha sido bonita la misa, ¿no os parece?
—¿Ah, sí? —pregunta Christy—. La verdad es que no he oído una sola palabra. Los gemelos de los Robinson no han dejado de gritar en ningún momento.
Salimos y me detengo sobre mis pasos, provocando que Ruth Donahue choque conmigo.
—Lo siento —susurro.
Malone está apoyado contra el respaldo de uno de los bancos de fuera, con la mirada fija en la puerta. Y parece que me está esperando.
—¡Es Malone! —musita Christy—. ¿Qué estará haciendo aquí? ¡Hola, Malone!
—Hola, Christy —desvía la mirada hacia mí—. Hola, Maggie.
La adrenalina comienza a provocar un hormigueo en mis articulaciones, haciendo que las manos me tiemblen de forma casi dolorosa.
—Hola, Malone —le saludo, y se me quiebra la voz. Me aclaro la garganta—. Hola.
Malone sostiene una mano sobre la otra encima del abrigo, con un gesto extraño. Advierto las arrugas que rodean sus ojos cuando me acerco a él. La esperanza renace repentinamente en mi corazón. Trago saliva. Parece contento, para tratarse de Malone, contento de verme.
Justo en ese momento, aparece Emory a su lado.
—Me muero de hambre —anuncia de esa forma tan confiada típica de las mujeres guapas—. Malone, ¿vamos a desayunar? Al final de esta manzana hay una cafetería muy bonita —se vuelve hacia mí—. ¡Ah, hola! Te llamabas Maggie, ¿verdad? —agarra a Malone del brazo.
—Sí, hola —contesto.
Noto que el rubor me sube por el cuello y me siento como una intrusa.
—¿Papá? ¿Qué te parece? ¿Vamos a desayunar?
—Sí, claro, Emory. Dame un segundo, ¿quieres? —contesta Malone.
Se hace un incómodo silencio en el grupo. El corazón me late con fuerza en el pecho. Un cuervo grazna desde un árbol cercano. Will se aclara la garganta.
—¡Eh, Maggie, hasta luego! —dice, volviéndose hacia mi hermana.
—¡Sí! —exclama mi hermana jovial—. ¡Hasta luego! —los ojos le bailan divertidos.
Malone le dirige a su hija una mirada significativa.
—Eh, ve a buscar algo que hacer durante cinco minutos —le ordena.
—Claro, Malone —contesta, y sube trotando las escaleras de St. Mary.
Los dos la observamos marcharse y después, como no queda ya nadie hacia quien volverse, nos miramos el uno al otro. Siento el rostro ardiendo de rubor. Malone traga saliva. Parece que ninguno de nosotros sabe qué decir.
Entonces, manteniendo una mano todavía sobre el abrigo, busca con la otra en el interior y saca un cachorro diminuto.
—Es para ti —dice, tendiéndome una pequeña bolita de pelo—. Es una hembra.
Parece dormida. La estrecho contra mi pecho antes de ser completamente consciente de que la tengo. Tiene un pelaje claro, las orejas de seda y la nariz negra. Siento su columna vertebral por debajo de la piel… es evidente que necesita una buena comida.
—¡Malone! —susurro con los ojos llenos de lágrimas.
—Tiene diez semanas de vida. Es una mezcla de labrador amarillo. Ya le han puesto las primeras vacunas.
—Es preciosa, ¿verdad que eres preciosa? Malone, muchas gracias —acaricio la diminuta cabeza y le dirijo a Malone una sonrisa llorosa.
—Es Matthew —contesta con un gruñido.
Parpadeo.
—Creía que habías dicho que era una hembra —no contesta—. ¿Quieres que la llame Matthew?
—No, Maggie —responde, desviando la mirada—. Así es como me llamo yo.
La perrita se mueve en mi mano y gruñe. Es un sonido muy débil y divertido. Está suficientemente despierta como para comenzar a mordisquearme el pulgar con sus dientes afilados, pero apenas lo noto.
—Ese era también el nombre de mi padre —dice Malone, mirando todavía hacia el final de la calle—. Mi madre me llamaba el pequeño Malone cuando era niño, con el tiempo desapareció lo de «pequeño». Como mi padre nos pegaba, no me gusta utilizar su nombre, por eso prefiero que me llamen Malone.
Es el discurso más largo que le he oído desde que le conozco.
—Oh —consigo decir.
Me mira de nuevo.
—Maggie —dice Malone, y da un paso hacia mí. Toma aire—. Yo también he estado pensando en lo que dijiste sobre mí y sobre lo que no le permito a la gente. Sobre lo de hablar y todo eso —eleva los ojos al cielo y traga saliva—. En realidad, no soy de ese tipo de hombres, Maggie.
Dejo caer ligeramente los hombros.
—Bueno, supongo que no todo el mundo…
—Pero estoy dispuesto a intentarlo.
Le miro boquiabierta.
—Parece que siento algo por ti, Maggie —me dice con voz queda, mirándome a los ojos con cierta dificultad.
De pronto, se me llenan los ojos de lágrimas.
—Vaya, eso es magnífico, Malone —susurro—, porque yo también siento algo por ti.
Sonríe, y se suavizan las arrugas de su rostro.
—¿Entonces por qué estás llorando? —me pregunta.
—Estas lágrimas son de las buenas. Lágrimas de felicidad y un poco babosas. Ya sabes. Las lágrimas típicas de cuando algo sale bien y uno no se lo esperaba.
Afortunadamente, Malone me interrumpe dándome un beso justo delante de la iglesia, en la calle principal y en pleno día, para que todo el mundo pueda vernos. Es un beso tan apasionado que estoy a punto de dejar caer a la perrita.
—¿Eso significa que ya podemos irnos? Porque voy a desmayarme —dice Emory sonriente desde la puerta de St. Mary.
—Claro —responde Malone mientras me pasa el brazo por los hombros—. He oído decir que en la cafetería Joe’s tienen el mejor desayuno del condado de Washington.
—Tienes razón —contesto. Mis palabras suenan normales, pero la felicidad recorre mi interior en una sucesión de enormes oleadas—. Y los postres también son excelentes.
—Estupendo, porque creo que todavía me debes una porción de tarta.
Me sonríe y se me inflama el corazón. Caminamos los tres hasta el final de la calle, los cuatro, si contamos a la perrita, y abro la puerta de la cafetería Joe’s.