La Bendición de la Flota se celebra anualmente el tercer fin de semana de mayo. Los barcos izan las banderas y se decoran los tres edificios públicos del pueblo. Las organizaciones del pueblo venden perritos calientes y sopa de marisco. Toca la banda del instituto y los coros cantan canciones patrióticas. Los equipos de la liga, el departamento de bomberos y los concejales del pueblo y los tres veteranos de guerra que continúan vivos, desfilan. Después, el domingo, todos los barcos navegan hasta Douglas Point y pasan por delante del monumento a los pescadores fallecidos. Continúan hasta el muelle, donde los clérigos los bendicen para que el próximo año sea un año seguro y productivo.
El año pasado, el padre Tim era nuevo en el pueblo y yo todavía estaba intentando superar la vergüenza que me había causado mi error. Para demostrarle hasta qué punto estaba dispuesta a colaborar, me metí en el comité organizador a modo de venganza. Horneé galletas para que las vendieran los niños que recibían la catequesis para la primera comunión, ayudé a preparar la cena de la noche y a decorar el estrado desde el que el padre Tim y el pastor protestante bendecirían a los barcos con el agua bendita. «Es posible que sea una estúpida», intentaba decirme después de haberme humillado delante de todo el pueblo, «pero por lo menos trabajo como una estúpida».
Este año soy capaz de admitir que a lo mejor tanto el padre Tim como yo nos utilizamos un poco. Él consiguió mi trabajo y yo, ahora lo veo claramente, saqué algo más que el sentimiento de culpa por haberme enamorado de él. Enamorarse de alguien que sabes que nunca tendrás no supone ningún riesgo. No se arriesga nada cuando sabes que no puedes perder. El padre Tim fue una distracción, una excusa y un amigo. Nada más y nada menos.
El fin de semana amanece con niebla y más cálido de lo habitual. Para las diez de la mañana el sol está brillando y el cielo despejado. Es un perfecto día de primavera. Mayo es el mes de la mosca negra, pero el viento parece mantenerlas apartadas y solo las más decididas se aventuran a extraer sangre con sus diminutas, pero dolorosas picaduras. Cuando Christy, Will, Violet y yo bajamos al prado, Violet a la espalda de su padre, nos recibe el olor a comida como una apetitosa oleada: sopa de pescado y beicon, perritos calientes y hamburguesas.
Este fin de semana es como una fiesta de agradecimiento a todos los residentes en el pueblo por no haberse mudado a un lugar más amable, en el que sea más fácil la vida. La sensación de amistad y vecindad es más fuerte en estas fechas. La gente se llama para saludarse, se estrechan manos como si hubiéramos pasado semanas, en vez de horas, sin vernos. Las parejas caminan de la mano y los niños saltan emocionados: «¿Cuándo empezarán las carreras de barcos? ¿Podemos comprar un globo? ¡Tengo hambre!». Todo el mundo ríe y sonríe. La música llega hasta nosotros impulsada por la brisa.
Saludo a amigos, clientes, vecinos… No hay nadie de quien no sepa por lo menos el nombre. De vez en cuando veo al padre Tim con su traje negro, pero está rodeado de feligreses que con ojos llorosos le desean lo mejor.
La calle principal está cerrada al tráfico y la gente pasea por la manzana y media de casas que constituye el centro del pueblo, deteniéndose de vez en cuando para comprar una galleta a los scouts o una magdalena a la asociación de padres y madres de alumnos. La fachada de mi cafetería resplandece porque la limpié ayer. Octavio, Georgia y yo colgamos los banderines mientras Judy fumaba y entrecerraba los ojos mostrando su admiración. Siento orgullo al verla, aunque esté cerrada.
—¡Ay! —exclama Will e intenta liberar un mechón de pelo del puño de Violet—. Vamos, cariño —se coloca la mochila y la niña le clava las rodillas en la espalda.
—¿Quieres que la lleve yo, Will? —le ofrezco—. A la tía no le vas a tirar del pelo, ¿verdad?
—¿Estás segura? —pregunta Will agradecido.
—Segura. Yo me llevaré a Violet para que podáis pasear solos un rato, ¿qué me dices?
—Te digo que gracias —contesta Christy mientras abre la mochila—. Eres la mejor, Maggie.
Sostiene la mochila mientras Will se quita las correas y me las coloca a mí.
—¡Aggg! —dice Violet—. ¡Agg! ¡Brrr!
—Acaba de decir «tía Maggie», está clarísimo —traduzco—. ¿Has oído? Qué honor.
Violet me agarra un mechón de pelo y tira para confirmarlo, estoy segura.
Will y Christy se echan a reír.
—¿Nos vemos dentro de una hora? —me propone Will—. Te invitaremos a comer en el parque de bomberos.
—Me parece genial —contesto.
Con Violet a la espalda, no me siento tan sola. Damos una vuelta por los alrededores, nos detenemos a admirar la exposición de proyectos de los alumnos de primer grado y me preparo para la inevitable evaluación que forma parte de la fiesta.
—¡Eh, Maggie!
Ya comenzamos. Es Carleigh Carleton, una antigua compañera de instituto. Tengo entendido que fue a la universidad de Vermont. Y también estuvo locamente enamorada de Skip.
—Hola, Carleigh.
—¡Oh, Dios mío, tienes un bebé! —exclama con sus ojos saltones.
Nunca fue muy guapa.
—No, no, es Violet, mi sobrina.
—¡Ah, claro, la hija de Christy! ¡Eso tiene más sentido! —la sonrisa de Carleigh desborda condescendencia—. Yo ya tengo tres. ¿Y sigues trabajando en la cafetería de tu abuelo?
Eso significa: «Sigues atrapada en el mismo trabajo que tenías cuando estabas en el instituto? ¿No sabes lo que dicen las estadísticas sobre las mujeres de treinta años?».
—Sí —contesto—. ¿Y tú Carleigh?
Finjo escuchar mientras me habla de su fabulosa vida, que seguramente no lo es tanto. Pero esa es parte de la razón de ser de este día. Fingir. Dejo a Carleigh, que ha ganado unos cuantos kilos desde el año pasado, advierto con satisfacción, y me acerco al puesto de artesanía.
Hay algunos encuentros más como el de Carleigh, principalmente con mujeres que asienten compasivas cuando les contesto que sí, que todavía estoy en la cafetería. «Pobre Maggie», parecen estar diciendo, «es posible que yo me haya casado con un marido alcohólico y maltratador y tenga una orden de alejamiento antes de los treinta y tres años, pero por lo menos me he casado».
Me niego a sentirme inferior. «Que os zurzan», pienso. Mi vida es perfecta. Yo soy algo importante para el pueblo. Siento las rodillas de mi sobrina en la espalda y continúo caminando y saludando con aire ausente. Un nombre familiar me saca de mi ensimismamiento.
—«… y Malone no quiere admitir que es suyo» —oigo que susurra la terrorífica señora Plutarski a una de sus arrugadas amigas, la señora Lennon.
—¿Por qué no? —pregunta la señora Lennon.
—Porque no quiere cargar con la manutención del niño —contesta la señora Plutarski, como si realmente estuviera informada sobre el tema—. En fin, ella misma se lo ha buscado, si quiere saber lo que pienso. Todos estos años de…
—Perdón, pero ¿de qué están hablando? —interrumpo, interponiéndome entre ellas como un pobre remolcador entre dos tanques.
—¡Ah, hola Maggie! ¿Cómo estás, cariño? —pregunta la señora Lennon con cariño.
La señora Plutarski pone esa cara de limón agrio que le sale tan bien.
—¿La manutención del niño? ¿Para admitir que el niño es suyo? Vaya, vaya, señora Plutarski, ¿ya sabe el padre Tim que cotillea de esta manera? —me cruzo de brazos.
Mi momento de indignación pierde fuerza en el instante en el que Violet comienza a tirarme del pelo.
—Esta es una conversación privada, Maggie —me advierte con frialdad la señora Plutarski—. Y creo que deberías preocuparte más de lo que la gente dice de ti y dejar de meterte en las conversaciones de los demás. Todo el mundo sabe que pensabas que el padre Tim dejaba la iglesia por ti.
Le dirige una mirada de suficiencia a la señora Lennon.
—¿Sabes, Edith? —le pregunto, pasando a tutearla directamente—. Eres una persona desagradable, cotilla, metomentodo e indiscreta, que además se dedica a escuchar a escondidas. Y por mucho que sigas lamiendo el trasero a los sacerdotes, eso no va a cambiar nunca. Señora Lennon, que tenga un buen fin de semana.
Y me alejo disfrutando del graznido de rabia de la señora Parkinson.
—¿Qué te ha parecido? —le pregunto a mi sobrina.
No contesta. Miro hacia atrás y veo que se ha quedado dormida. Su rostro angelical calma mi enfado, pero todavía me late con fuerza el corazón y siento que me arde la cara.
Pobre Malone. No ha hecho nada malo, pero en el pueblo no van a dejarle en paz. Durante todo el día voy oyendo retazos de conversaciones. Chantal y Malone son el tema estrella. Durante la carrera de recolección de trampas, en la que la multitud se amontona en el pueblo para ver qué embarcación lo hace más rápido, Christy y yo nos quedamos junto a los bomberos para animar a Jonah y a mi padre.
—¿Por qué crees que no ha venido Malone? —me pregunta Fred Tendrey, apoyado contra un poste—. ¿Crees que le ha dado vergüenza asomarse por aquí?
—¿Por qué iba a tener que darle vergüenza? —pregunto—. No ha hecho nada malo. Él no es uno de esos hombres que se dedica a mirar a los escotes de las mujeres. A lo mejor no le apetece que su hija oiga a un puñado de idiotas hablando de él, ¿no has pensado en ello?
Mis protestas caen en oídos sordos. La embarcación de Malone está visiblemente ausente durante todos los festejos. A lo mejor es que nunca viene a esta fiesta. No puedo decirlo porque nunca me he fijado.
—No quiere que Malone se involucre —le oigo susurrar a Leslie MacGuire a la mujer que tiene a su lado mientras compran la sopa de marisco—. Ya sabes lo que se rumorea de su primera esposa. Dicen que se marchó en medio de la noche.
—¡Es verdad! —responde su interlocutora.
Aprieto la mandíbula, pero no digo nada. No tiene sentido.
Para las cuatro de la tarde ya no aguanto más.
—Chicos, me voy —les digo a mi hermana y a Will—. Me duele la cabeza.
—¿Estás bien? —pregunta Christy, inclinando la cabeza.
—Sí, solo un poco cansada.
Aunque he comprado ya el ticket para la cena y el resto de la familia, mi madre incluida, estará allí, decido retirarme. Subo la colina que lleva hasta mi apartamento y miro hacia el muelle. Las barcas de los pescadores han terminado ya de competir y se mecen en el agua como alegres gaviotas, limpias y recién pintadas, preparadas para la nueva temporada. La Amenaza de las Gemelas resplandece. Es una de las barcas más nuevas y destaca de forma particular porque Anne la Fea no está. El corazón se me encoge de forma casi dolorosa al imaginar a Malone navegando con su hija. Dentro de unas cuantas semanas no estará permitido seguir pescando después de las cuatro, pero de momento, Malone está cumpliendo las normas, en el caso de que esté trabajando, claro está. Y no parece dispuesto a perder ninguna oportunidad de salir a trabajar.
Salvo el día que me llevó a Linden Harbor.
Camino lentamente hacia mi casa. A través de la ventana, veo a la señora Kandinsky durmiendo en una silla. Me asomo al interior para asegurarme de que respira. Tras asegurarme de que no está muerta, subo a la oscuridad de mi apartamento.
Al día siguiente, el olor a beicon y a café recién hecho me da la bienvenida en casa de mis padres. Todos los años celebramos un desayuno especial antes de la Bendición de la Flota. Y este año iremos todos a la iglesia, puesto que será la última misa del padre Tim. Jonah, derrengado en una silla, pálido y tembloroso, bebe lentamente una taza de café. Me inclino sobre él y le doy un sonoro beso en la mejilla.
—¿Mi hermanito tiene resaquita otra vez? —le pregunto alegremente y le revuelvo el pelo.
Mi hermano gime y se vuelve contra la pared.
—¡Hola, mamá!
—¡Oh, Maggie! ¿Eso es lo que vas a ponerte? —pregunta.
Bajo la mirada hacia mi indumentaria. Pantalones de color canela oscuro, un jersey rojo y zapatos a juego. Arqueo una ceja con expresión interrogante y mi madre deja la espumadera en el mostrador.
—Lo que quería decir es que no entiendo por qué no te pones falda de vez en cuando. Tienes unas piernas preciosas.
—Así está mejor, mamá, mucho mejor.
—Maggie no tiene nada bonito —farfulla Jonah desde la esquina. Al parecer, no está suficientemente triste como para resistir la tentación de meterse conmigo—. Christy siempre ha sido la guapa.
Le doy un golpe en la cabeza, disfruto con su grito de dolor y me sirvo más café.
—Hoy no puedo ponerme falda, mamá —contesto mientras le doy un beso a mi madre. Disfruto al verla de nuevo en la casa familiar—. Voy a salir con Jonah para la bendición.
—No si no dejas de gritar —musita Jonah.
Va a ser divertidísimo estar en el agua durante la Bendición de la Flota. Gideon’s Cove parece como una postal, la costa rocosa, los pinos, las casitas salpicando las colinas, el chapitel de St. Mary y el muelle de madera. El año pasado estuvo toda la familia en la embarcación, pero este año, Christy y Will han decidido quedarse en la orilla por Violet y mis padres se quedarán a acompañarlos.
Aparece en ese momento el rostro de Christy por la puerta trasera.
—¡Hola! —saluda.
También ella se ha puesto unos pantalones de color canela y un jersey rojo, pero su ropa es más cara que la mía, está hecha de materiales de mejor calidad y normalmente tiene mejor aspecto. Lleva en la mano la sillita del coche de Violet, una bolsa de pañales más grande que mi maleta y una hamaquita. Will la sigue con un artilugio diseñado para colgar del marco de una puerta y otra bolsa.
—¿Dónde está papá? —pregunto.
—En el búnker —contesta Jonah—. ¿Puedes dejar de gritar?
—¡Papá! —grito alegremente—. ¡Ya estamos todos aquí!
Jonah gime.
—Te lo tienes merecido —le dice Christy—. Chupitos de gelatina, por el amor de Dios. Ayer por la noche estuvimos en el Dewey’s, ¿sabes? Lo vimos todo.
—¿Antes he dicho que eras la hermana guapa? —responde Jonah, levantándose de la silla como un espectro—. Pues he cambiado de opinión. Las dos sois horribles.
Quince minutos después estamos todos sentados alrededor de la mesa del comedor, pasándonos fuentes de tortitas, huevos revueltos, bizcochos de arándanos, mi contribución, y beicon. Jonah se ha tomado un analgésico y parece menos verde, aunque se estremece cuando le paso los huevos. Le sirvo una cucharada en el plato y disfruto al verle palidecer.
—Bueno, papá y mamá —comienza a decir Christy en lo que Jonah y yo llamamos su tono de trabajadora social—, ¿cómo ha ido todo desde que… estáis separados? —lo pregunta en un tono particularmente amable.
—No ha ido mal —contesta mi padre—. Los bizcochos están deliciosos, Maggie. Desde luego sabes hornear.
Christy cierra los ojos un instante.
—Genial, ¿y habéis tomado alguna decisión sobre lo que vais a hacer a partir de ahora?
—¿Quieres un bizcocho, cariño? —pregunta Will.
—No, gracias. ¿Mamá? ¿No tienes nada que contarnos?
Mi madre toma aire antes de hablar.
—Bueno, por supuesto, hemos estado hablando —mira a mi padre, que está sentado en el otro extremo de la mesa.
Mi padre mira por la ventana, aparentemente fascinado con los pájaros que disfrutan de sus casitas.
—¿Mitch? ¿Quieres contarles a los chicos lo que hemos pensado hacer?
Mi padre vuelve a concentrarse en la conversación.
—Sí, claro, claro. Bueno, nosotros… no vamos a divorciarnos. De momento.
A Christy se le ilumina el semblante. Tomo otra loncha de beicon y miro a mi madre.
—Pero… —la urjo a continuar.
—Exacto, Maggie —contesta mi madre—, pero voy a seguir en Bar Harbor. Por lo menos en un futuro inmediato.
Me mira, buscando mi apoyo, y yo le sonrío. Christy cambia de expresión.
—Lo siento, cariño —le dice mi madre—. Sé que no es lo que a ti te gustaría, pero…
—No, no. Me parece bien —pero tiene los ojos llenos de lágrimas.
Comienza a llorar, Will le pasa el brazo por los hombros y la estrecha contra él.
—De lo único que tienes que preocuparte es de lo que tú quieras hacer —solloza—. Y tú también, papá.
Jonah me mira haciendo la clásica mueca de hermano pequeño y de pronto nos echamos a reír.
—Pobre Christy, que ha nacido en un hogar destrozado —musita Jonah, y también Christy comienza a reír.
—¡Oh, calla, Jonah! —le dice, tirándole la servilleta—. No puedo evitar preocuparme por mi familia. A diferencia de ti, que eres un troglodita.
Nos dirigimos al pueblo en masa, Jonah y yo en su camioneta y nuestros padres, Will, Christy y Violet en el Volvo familiar.
El olor de las velas se mezcla con el de la pasta de la noche anterior cuando entramos en la iglesia. Como esta es la última misa del padre Tim en St. Mary, la iglesia está tan llena como la víspera de Navidad. El coro al completo, los diez miembros, están en su lugar y el señor Gordon toca una tortuosa pieza en el órgano. Mi familia ocupa todo un banco. Saludamos en silencio a amigos y vecinos y nos sentamos en el austero banco de madera de nogal, preparados para ofrecer nuestros sufrimientos al Señor.
Los monaguillos cruzan el pasillo, limpios, repeinados y con aspecto angelical, a pesar de las deportivas que asoman por debajo de las sotanas. Tanner Stevenson sostiene el crucifijo y Kendra Tan mece cuidadosamente el incensario. El padre Tim es el último en aparecer, resplandeciente con una sotana morada y dorada, atractivo como una estrella de cine. Comienza a cantar, pero me mira a los ojos y sonríe mientras recita el salmo.
Por primera vez en mucho tiempo comprendo por qué va la gente a la iglesia. No lo hacen porque les obliguen sus padres, ni porque el sacerdote sea guapo. Escucho las palabras sin fijarme en el acento irlandés que las acompaña. Por primera vez en toda mi vida adulta, imagino que podría haber alguien escuchándome. «Siento no haber venido mucho por aquí. Y siento haber deseado a uno de los tuyos», rezo en silencio. «No has hecho ningún daño», le imagino contestándome. Sí, es mucho más consolador que imaginarle castigándome a pasar todo un año en el infierno.
Cuando llega el momento de dar la paz, el padre Tim baja del altar y tiene una palabra amable para todo el mundo y una bendición para cada niño. Cuando llega a la familia Beaumont, se inclina para darnos un abrazo.
—Por fin he conseguido que vengas a la iglesia, Maggie —me dice, y me conmuevo al ver que tiene los ojos llenos de lágrimas—. Justo cuando estoy a punto de irme, pero por lo menos estás aquí.
—Le echaré de menos, padre Tim —susurro.
Una hora después, Jonah y yo estamos en la barca. Una fuerte brisa nos revuelve el pelo. En honor a mi presencia, Johan ha colocado una silla de plástico en la cubierta. Ahora mismo estoy sentada en ella, tomándome una taza de café.
—¿Qué tal se le da el trabajo a papá? —le pregunto a mi hermano, que permanece al timón.
—No se le da mal —contesta—. Y le gusta. Le encanta salir con los pescadores. Es mucho mejor que construir casas para pájaros.
—Creo que has sido muy generoso al traerlo contigo —le digo.
Jonah parece mayor cuando está al mando del timón. Esta es una faceta de él a la que normalmente no tengo acceso. Parece más varonil, más seguro de sí mismo. Y más atractivo, también.
—¿Por qué sonríes? —me pregunta, elevando la voz por encima del sonido del motor.
—No, por nada. Solo estaba pensando en lo guapo que eres, conejito —contesto, utilizando el apodo con el que Christy y yo le bautizamos desde su nacimiento.
—Exacto.
Saluda con la mano a Sam O’Neil, que está enfrente de nuestra embarcación.
—¿No has sido capaz de conseguir una cita mejor que tu hermana? —le grita Sam.
—¡Por lo menos mi hermana es guapa! —grita Jonah en respuesta.
Fuerza una sonrisa que desaparece en el instante en el que Sam se aleja.
Las barcas se van separando mientras nos dirigimos hacia Douglas Point. El monumento es visible incluso desde esta distancia, su silueta se recorta contra el fondo de pinos y rocas. El humor se torna sombrío en la flotilla. Cesan las bromas. Jonah inclina la cabeza cuando pasamos por delante del monumento. Cuando alza la mirada, veo que tiene los ojos llenos de lágrimas.
—¿Jonah? —le pregunto—. ¿Va todo bien?
—Sí, claro —contesta, secándose las lágrimas con la manga. Ajusta la trayectoria de la embarcación y me dirige una mirada fugaz—. En realidad no —admite.
—¿Qué te pasa, cariño? —le pregunto—. Últimamente has estado de muy mal humor.
Arruga el rostro.
—¡Es una mierda, Mags! Estoy enamorado de Chantal y ella no me da ni la hora.
Los ojos están a punto de salírseme de las órbitas.
—¿Que tú qué?
—Lo sé, lo sé, está enamorada de otro y… y… —tarda más de un minuto en continuar la frase—. Es solo que yo pensaba… Siempre he sentido algo por ella, Maggie. Y creo que estoy enamorado de Chantal.
—Jonah… —comienzo a decir con mucho cuidado—, no te habrás acostado con Chantal, ¿verdad?
Jonah traga saliva, clava la mirada en la cubierta y asiente.
—Sé que le dijiste que no se le ocurriera acostarse conmigo, Mags. Fue solo una vez. Y después de eso no ha vuelto a devolverme las llamadas ni nada parecido. Quería empezar a salir con ella, tener una relación que fuera más allá de una sola noche, ¿sabes? Pero ella no tiene ningún interés.
—Tienes que estar bromeando —musito, mirando hacia el cielo.
Pero sé que es cierto. No me extraña que Chantal no me haya dicho nada. Después de todas esas amenazas, al final lo consiguió. Se acostó con mi hermano. ¡Con mi hermano pequeño! ¡Un hermano al que le he cambiado los pañales!
El viento azota mi pelo y levanta la cresta de las olas. Estamos suficientemente cerca del muelle como para ver la multitud que lo abarrota y llegan hasta nosotros algunos sonidos. Veo el estrado. Y a nuestro padre. El padre Tim, todavía vestido de sacerdote, salpica el agua bendita y hace la señal de la cruz. El reverendo Hollis, de la Iglesia Protestante, permanece a su lado, haciendo lo que quiera que hagan los protestantes en estas ceremonias.
Suspiro, me levanto, me acerco a mi hermano y le froto la espalda. Ahoga un sollozo.
—Escucha, cariño, ¿alguna vez le has preguntado a Chantal si eres el padre de su hijo?
—Sí, claro que sí —contesta, secándose las lágrimas con la manga—. Pero dice que no, que está segura.
—Pues yo creo que está mintiendo.
Jonah levanta la cabeza bruscamente.
—¿Qué? ¿Por qué lo dices? ¿Sabes algo?
Suspiro.
—No, a mí me dijo que era de alguien de fuera del pueblo, pero creo que solo estaba intentando protegerte.
—¿Por qué? ¿Por qué iba a hacer una cosa así? ¿Ella no…?
—Porque tienes veintiséis años. Y ella tiene, ¿cuántos? ¿Treinta y nueve? Me comentó alguna que otra cosa… —se me quiebra la voz—. Sí, apuesto a que eres tú, Jonah. Creo que deberías preguntárselo otra vez.
El rostro de mi hermano se ilumina con un repentino estallido de alegría.
—¡Dios mío, Maggot! ¡Dios mío! —se lleva las manos a la cabeza—. ¡Aguanta el timón! —me empuja hacia el timón y se acerca a la popa.
—¡Jonah! ¡Jonah! Vamos, sabes que no sé nada de barcos.
—¡Chantal! ¡Chantal! —grita Jonah, haciendo bocina con las manos.
Sam, que está frente a nosotros, vuelve la cabeza.
—¡Jonah! —le grito—. ¡La barca! ¡No sé qué tengo que hacer! ¡Vamos a chocar con Sam!
—¡Chantal! —grita Jonah de nuevo con la voz rota. Algunas cabezas se vuelven hacia nosotros desde el muelle—. ¡Chantal!
Por supuesto, la hacemos salir. Su pelo rojo es tan llamativo como la luz de un faro.
—¡Jonah! —le advierto mientras intento averiguar qué palanca sirve para aminorar la velocidad—. ¡Este no es momento de…!
Mi hermano me ignora.
—El hijo es mío, ¿verdad? —grita.
—¡Dios mío, Jonah! ¡Mamá va a matarte!
La gente nos señala y habla, después comienzan a hacerse callar los unos a los otros.
—¡Te quiero, Chantal! —grita el idiota de mi hermano.
Estamos a unos veinticinco metros del muelle, suficientemente cerca como para que la gente le oiga. Todo el mundo se vuelve a mirar a Chantal, que permanece paralizada como un alce a punto de ser atropellado por una camioneta.
—¡Chantal! El bebé es mío, ¿verdad? ¡Te quiero y quiero casarme contigo!
—¡Cierra el pico, Jonah! —grita Chantal en respuesta.
¡Daría lo que fuera por ver la cara de mi madre en este momento! No puedo evitarlo, empiezo a reír. Oigo una salpicadura y, por supuesto, compruebo que mi hermano ha saltado por la popa y está nadando hacia el muelle. Si me dijeran que el agua está a diez grados, no me sorprendería.
—¡Jonah, estúpido! —le grita Sam.
—¡Sam, creo que voy a chocar contra ti! —le advierto yo.
—¡Gira hacia el mar, estúpida! —me ladra.
—¡Vale, vale! No hace falta insultar.
Obedezco y giro hacia el este. La Amenaza de las Gemelas se aleja de la flota. Decido apagar el motor y esperar. Es lo más prudente que puedo hacer. Además, así puedo ver lo que pasa.
La bendición de los barcos se suspende mientras Jonah, que siempre ha sido un gran nadador, se dirige hacia su amada. Llega hasta el muelle y alguien, creo que Rolly, le ayuda a salir del agua. Desde aquí no le oigo, pero veo a mi hermano con la claridad del día. Se abre camino hacia Chantal, dejando un rastro de agua tras él, y defiende su causa moviendo notablemente las manos. Veo que Chantal sacude la cabeza y después se lleva la mano a la boca. Jonah la abraza y la besa mientras mis padres les miran horrorizados y yo, a pesar de todas mis reservas hacia Chantal, descubro que tengo los ojos llenos de lágrimas.
Billy Bottoms abandona la flotilla, coloca su embarcación en paralelo a la de mi hermano y la aborda con la agilidad de una cabra montesa. Su hijo, Billy también, me saluda desde el timón de su barco.
—¡Eh, parece que tu hermano va a ser padre! —me dice.
—Sí, eso parece —me muestro de acuerdo, feliz de supeditarme a las órdenes de alguien que va a evitar que nos matemos.
Los religiosos retoman la bendición, si bien es cierto que completamente eclipsados por la proclamación de la paternidad de Jonah. Billy conduce la embarcación hacia el muelle, donde el padre Tim y el reverendo Hollis nos bendicen.
—¿Puedes ayudarme a salir de aquí, Billy? —le pregunto.
—Claro que sí, querida.
Billy maniobra para acercar la embarcación al muelle y salto a tierra firme.
Christy me está esperando.
—¡Dios mío! ¡Virgen Santa! —exclama.
—Exacto —me muestro de acuerdo.
—¿Lo sabías?
—No hasta hace cinco minutos. ¿Dónde están?
Christy me conduce hacia la rampa y pasamos a través de la multitud. Mi hermano, con una manta sobre los hombros, se está tomando un café sin soltar la mano de Chantal.
—Hola —le saludo.
—Hola, hermanita —dice Jonah.
—Chantal, ¿no te advertí que Jonah estaba prohibido?
Chantal esboza una mueca.
—Lo siento, Maggie —baja la mirada hacia el suelo—, pero el daño ya está hecho.
—Entonces, ¿es suyo?
—Sí.
Parece nerviosa, pero no suelta la mano de mi hermano.
Tomo aire. Vuelvo a tomar aire, le quito la taza de café a mi hermano y bebo un sorbo.
—¡Bueno, parece que voy a ser tía otra vez!
Qué diablos, le doy a Chantal un abrazo, porque, al fin y al cabo, ¿qué otra cosa puedo hacer?
—Como se te ocurra romperle el corazón, te mato —le susurro al oído.
—Entendido. ¡Oh, Maggie, perdóname! —me susurra en respuesta—. Es solo que es tan…
—Ahórrame los detalles, ¿de acuerdo? Es mi hermano pequeño.
—Dice que no se casará conmigo, Maggie —la acusa Jonah—. Tienes que intentar convencerla.
—¿Y por qué voy a hacer nada por ti, idiota? —le pregunto al tiempo que le doy una palmada en la cabeza—. Me has dejado plantada en el barco.
—Pero ahora estás aquí —sonríe con los ojos llenos de lágrimas—. Gracias, Maggie. Gracias por adivinarlo.
—De nada, estúpido.
También le abrazo a él. Al fin y al cabo, un embarazo no es lo peor que podía ocurrirnos.
Y entonces, cuando cobro conciencia de que soy el único miembro soltero de la familia, mis cuerdas vocales comienzan a hacer algo especial.
—Espero que estéis orgullosos de lo que habéis hecho —anuncio a todos los que puedan oírme—. Habéis estado criticando a Malone durante semanas, haciendo correr rumores, cortándole las trampas, y todo porque no tenéis nada mejor que hacer que cotillear. ¡Qué vergüenza! Malone no ha hecho nada, salvo mantener la boca cerrada, que es algo que no puedo decir de todos los que estáis aquí, ni siquiera de mí.
—Era lógico llegar a esa conclusión —replica Stuart—. Malone nunca lo negó.
—Además, ni siquiera se estaba acostando con Chantal. ¡Se estaba acostando conmigo! —respondo con calor.
¡Uy!
Se levanta una oleada de murmullos entre la multitud. Mi madre frunce el ceño, mi padre palidece y Christy esboza una mueca. Jonah comienza a reír a carcajadas.