30

El lunes, mi día libre, limpio el apartamento de la señora Kandinsky, le preparo un pollo con espinacas, le doy un beso y me voy. Subo a mi apartamento y superviso el contenido de mi armario.

Llevo mucho tiempo queriendo hacer esto y no estoy segura de qué ponerme. Estaría encantada con unos vaqueros y una camiseta de la cafetería, pero creo que me ayudará el ir más arreglada en un momento crítico. Además, a mi madre le encantará verme con una prenda sin manchas, de modo que saco los pantalones de color crema que me compró Christy hace dos Navidades y una camisa de seda de color chocolate. Me cepillo el pelo, me lo recojo en un moño francés y me pongo unos aros de oro en las orejas. Un poco de brillo de labios, máscara de ojos y unos toques de colorete. Me monto en el coche y salgo del pueblo.

Tardo cerca de hora y media en llegar a mi destino. El viaje es precioso. Los pantanos resplandecen con un brillo azul eléctrico bajo un cielo sin nubes y comienzan a brotar las hojas de un color verde claro. El sol se filtra por el parabrisas, bajo un poco la ventana, enciendo la radio y comienzo a cantar.

No he vuelto a tener noticias del padre Tim desde que hablé con él hace una semana. No ha venido por la cafetería, pero ya ha comenzado a correr la noticia de que se va. La mayor parte de los habitantes de Gideon’s Cove está desolada. En cuanto a mí, tengo sentimientos contradictorios: le echaré de menos, porque ha sido muy agradable tenerle cerca, pero estoy segura de que no echaré de menos mis estúpidos sentimientos hacia él.

Las indicaciones que encontré ayer por la noche en Internet son bastante precisas y encuentro el concesionario de coches sin ningún problema. Está justo al lado del McDonald’s, como prometía el Mapquest. Meto en el aparcamiento mi baqueteado Subaru, una piedra de carbón en medio de tantos diamantes.

Corre por mis piernas un agradable cosquilleo de emoción y anticipación. Salgo del coche. Miro mi reflejo en las ventanillas del coche, me vuelvo y entro en el concesionario.

—¿En qué puedo ayudarle? —me pregunta una mujer atractiva sentada tras el mostrador.

—Me gustaría ver a Skip Parkinson, por favor —respondo educadamente.

—Por supuesto —presiona un botón del teléfono—. Skip, por favor, baja al mostrador de recepción —habla con una voz balsámica y mecánica.

Miro alrededor de la sala de exposición y venta mientras espero, admirando las elegantes líneas y los colores de esos coches tan caros. Para mí, los coches son como las carreras de caballos, disfruto viéndolas y las encuentro completamente inútiles. Teniendo en cuenta dónde vivo y a lo que me dedico, necesito algo más práctico que un juguete de setenta y cinco mil dólares.

—Hola, ¿puedo enseñarle algunos de nuestros modelos? —oigo la voz de Skip tras de mí.

Me vuelvo.

—Hola, Skip —le saludo.

Lleva un bonito traje oscuro y una camisa azul abierta al cuello. Está tan elegante como un noble europeo.

Se queda boquiabierto.

—¡Maggie! Vaya…

—¿Tienes un momento? —inclino la cabeza y sonrío.

Es mucho más agradable sorprender que ser sorprendida.

—Eh, sí, claro. Vamos a mi despacho.

Me conduce a un despacho frío e impersonal situado al final del salón de ventas, con ventanas al aparcamiento. Sobre una mesita de café de cromo descansan los folletos de propaganda, de aspecto lujoso. Hay una estantería a juego a lo largo de la pared y un escritorio cubierto de papeles.

Me siento en una butaca de cuero y miro a mi alrededor. Hay fotografías de los Parkinson repartidas por paredes y estanterías. Aparecen Annabelle, los hijos, e incluso alguno de sus engreídos parientes.

—Vaya, Maggie, qué agradable sorpresa —comienza a decir Skip con cierto recelo mientras se sienta enfrente de mí—. ¿Quieres comprarte un coche?

Me echo a reír.

—No, no quiero comprar un coche, Skip. He venido a verte.

Se estira las mangas de la camisa e intenta parecer agradablemente interesado, pero veo cómo le va subiendo el rubor desde el cuello.

—Bueno, qué alegría.

Cruzo las piernas y le miro. Continúa siendo terriblemente atractivo. Pero su rostro es blando, el clásico rostro americano: facciones proporcionadas, ojos castaños y alguna cana en la sombra de barba. Solo las arrugas que rodean sus ojos le dan cierta distinción. Me imagino casada con él, esperándole en nuestra preciosa casa, tendiéndole a uno de nuestros hijos. Nos tomaríamos algo y yo fingiría interés mientras me habla de un irritante cliente que ha terminado llevándose un Audi en vez del Lexus del que no consigue deshacerse.

Me alegro de que no hayamos terminado juntos. Una frase que no siempre ha sido cierta, pero ahora lo es. De pronto me doy cuenta de que ya no necesito nada de Skip.

—Entonces, Maggie —dice Skip con una falsa sonrisa—, ¿qué puedo hacer por ti?

—Bueno, supongo que he venido hasta aquí porque me debes una disculpa —contesto.

La sonrisa desaparece de su rostro.

—Aunque la verdad es que ahora no lo tengo tan claro. Pensaba que importaba, pero, en realidad, no importa —añado.

—¡Ah! —dice. El sonrojo se ha apoderado de su rostro—. Bueno.

—¿Sabes? Fue horroroso —le explico—. Llevaste a Annabelle al pueblo y ni siquiera me habías dicho que habíamos roto.

—Eso fue hace mucho tiempo —susurra.

—Tienes razón. Pero estoy haciendo una especie de limpieza emocional, ¿sabes? Y se me ha ocurrido pensar que tú nunca te has… bueno… Como tú mismo has dicho, eso fue hace mucho tiempo —me levanto—. Siento haberte hecho perder el tiempo.

Skip también se levanta.

—¿Eso es todo? —pregunta con un deje esperanzado.

Rio suavemente.

—Sí, un poco decepcionante, ¿verdad? —le tiendo la mano—. Cuídate. Tu mujer parece muy agradable.

Su mano es más delicada que la mía, una mano suave y cuidada.

—Gracias, Maggie —dice con recelo—. Cuídate tú también.

Hace un amago de acompañarme hacia la puerta, pero lo rechazo con un gesto.

—Puedo ir sola. Adiós, Skip.

Justo en el momento en el que llego a la puerta vuelve a llamarme.

—¿Maggie?

Me vuelvo.

—¿Sí?

—Lo siento —parece un poco triste—. Me gustaría haberlo hecho mejor.

Me quedo durante unos segundos en silencio y asiento.

—Gracias por decírmelo.

Salgo, me despido de la recepcionista con un gesto y camino bajo el sol.

—Vaya pérdida de gasolina —me digo mientras subo al coche.

Pero río mientras lo digo.

Alrededor de las cinco, encuentro el edificio en el que trabaja mi madre y subo al tercer piso. Durante un instante me limito a observar desde la puerta. La veo sentada tras el mostrador de recepción, con unos auriculares en la cabeza y hablando animadamente. En la pared que tiene tras ella está pintado el nombre de la revista con letras enormes: Mainah Magazine.

—Hola, mamá —la saludo cuando interrumpe la conversación.

—¡Maggie! —grita.

Nos abrazamos, nos besamos y aspiro su aroma familiar, siendo consciente de lo mucho que la he echado de menos.

—¡Estás guapísima! —me dice.

—Tú también. Me encanta tu pelo —le digo.

Está realmente guapa, no más joven, precisamente, pero sí muy elegante con un jersey verde y un pañuelo precioso.

—Déjame presentarte —dice mi madre, y me invita a entrar—. Linda, esta es mi hija Maggie. Maggie, esta es nuestra editora, Linda Strong.

—Encantada de conocerte —la saludo y le estrecho la mano.

—Maggie es dueña de un restaurante —anuncia mi madre—. Cara, esta es mi hija Maggie.

—Hola, Maggie. Hemos oído hablar mucho de ti —Cara me estrecha la mano—. ¿Dónde vais a ir a cenar, Lena?

—Bueno, primero quiero enseñarle mi apartamento y después he pensado que podríamos ir al Havana.

Las tres mujeres se enfrascan en una animada conversación sobre las opciones gastronómicas de la zona mientras yo disfruto del orgullo de mi madre. «Propietaria de un restaurante». Nunca lo había dicho así. Hasta ahora, me definía como cocinera, o decía que dirigía una casa de comidas, pero nunca me había descrito como la propietaria de un restaurante.

Disfruta mientras le cuento que he ido a ver a Skip. Disfruta enseñándome su apartamento. Sinceramente, no recuerdo la última vez que ha pasado tanto tiempo sin criticarme.

—¿Echas de menos a papá? —le pregunto mientras cenamos.

Lo piensa en silencio.

—Sí y no —contesta—. Le echo de menos sobre todo por las noches. Supongo que estoy acostumbrada a tenerle siempre a mi lado —se le quiebra la voz—. En realidad, nunca he sido tan feliz. El otro día descubrí una errata. Linda me dijo que no sabía que podía ser correctora de pruebas y ahora me pide que lo revise todo antes de publicarlo.

—Eso es genial, mamá. Parece que realmente te gusta tu trabajo —la veo ruborizarse de placer.

—Y me gusta. Pero también hay momentos en los que lloro, en los que me siento muy sola.

—Te echamos de menos. Todos.

—Este fin de semana iré a casa para ver a Violet, y a todo el mundo, por supuesto —se interrumpe—. ¿Tú cómo estás, cariño?

—Estoy bien… Yo, bueno… Hay algunas cosas que veo más claras últimamente y estoy intentando poner mis pensamientos en orden.

—¿Qué tipo de cosas? —pregunta mi madre.

—¡Oh, no sé! —tomo otro pedazo de pescado y decido decírselo—. Por ejemplo, he superado mi estúpido enamoramiento del padre Tim.

—Por fin —sonríe, pero amablemente—. ¿Estás saliendo con alguien, Maggie?

Tenso la espalda, preparándome para la batalla.

—No.

—Conozco a alguien que creo que te gustaría, cariño. Trabaja en…

—No, gracias, mamá. Necesito descansar un poco de citas, la verdad —la interrumpo. Tomo aire—. Estuve saliendo con alguien durante varias semanas. ¿Te acuerdas de Malone?

—¿Malone? ¿El pescador de langosta?

—Sí. Estuvimos saliendo, pero discutimos —bebo un sorbo de agua.

—¿Le has pedido perdón? —pregunta mi madre.

—¿Por qué das por sentado que la culpa fue mía? —le espeto.

Dejo el vaso en la mesa con un ruido sordo.

—¿Y fue culpa tuya? —pregunta mi madre con una sonrisa.

Aprieto los dientes y asiento con pesar.

—Sí, la culpa fue mía. Y ya le he pedido perdón. Pero no es un hombre al que le resulte fácil perdonar.

—En ese caso, cuando estés listas, avísame y te daré el número de esa persona. Pero no tienes… Bueno, espero…

«No tienes mucho tiempo. Espero que no tardes demasiado». Sé lo que le gustaría decir. Pero por lo menos hace el esfuerzo de interrumpirse.

—Bueno, buena suerte.

—Creo que debería ir marchándome —digo, mirando el reloj—. Tengo una hora y media de viaje.

A mi madre se le llenan los ojos de lágrimas.

—De acuerdo —juguetea con el brazalete para disimularlo—. Me ha encantado estar contigo, cariño.

Salimos juntas al aparcamiento.

—Cuidado con el coche —me pide—. Y hazme una llamada perdida en cuanto llegues.

—De acuerdo, mamá. Lo haré.

Le doy un beso en la mejilla y la abrazo. Todavía me sigue sorprendiendo el ser más alta que mi madre. Aunque lo soy desde hace más de quince años, todavía tengo la sensación de que debería alzar la mirada para verla.