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No siempre ha sido así, me refiero a mi sensación de soledad. Hubo otra época de mi vida en la que estuve a punto de casarme. Una época en la que estuve prácticamente comprometida. Por supuesto, no fue nada oficial, pero tenía una sortija con una perla para demostrarlo. Hubo una época en la que tuve un novio al que amaba y que, o al menos eso yo pensaba entonces, me amaba.

Skip Parkinson era un chico del instituto: guapo, considerablemente inteligente, procedente de una buena familia y, lo más importante de todo, con un gran talento para los deportes. Era fantástico. Gracias a Skip, nuestro colegio batía marcas cada año. Gracias a Skip, ganamos tres campeonatos durante aquellos cuatro años. Gracias a Skip, vinieron los periódicos y los cazatalentos de la universidad a Gideon’s Cove, y allí estuvieron, explorando los alrededores, comiendo en la cafetería y asistiendo a los partidos.

Skip, apodo de Henry, jugaba como parador en corto, la posición más sexy de todas. Le llamaron de la Universidad de Stanford y Skip contestó, ansioso por sumarse a las filas de los alumnos más famosos de aquella universidad.

Estuvimos saliendo juntos desde el segundo año de instituto. Yo fui la elegida, y no era una mala pareja para Skip. También era inteligente, más inteligente que él, sinceramente. Nos enamoramos porque él tenía que aprobar la trigonometría. Yo fui su tutora y un buen día, mientras estaba intentando explicarle las alegrías de la conversión de ángulos, me confesó de pronto:

—Maggie, no puedo pensar, hueles demasiado bien.

Me besó y fue todo mágico.

Skip fue mi primer novio de verdad, aunque ya le había dado la mano a Ricky Conway mientras íbamos en autobús en primer grado, había bailado con Christopher Beggins en octavo y había besado a Mark Robidaeux después de un partido de fútbol en el primer curso de instituto. Pero con Skip, mi madre tenía que arrancar el teléfono de mi sudorosa mano adolescente cada noche y ordenarme que me fuera a la cama. Skip me llevaba al cine, nos besábamos durante la proyección de los trailers de los próximos estrenos y después veíamos la película presos de una maravillosa inquietud. Le quería con toda la intensidad con la que puede amar una adolescente, hasta el punto de que Christy llegó a sentirse celosa.

Skip y yo perdimos la virginidad en la litera del yate de sus padres un Cuatro de Julio. Fue un acontecimiento trascendente que no estuvo acompañado ni por la risa ni por la más mínima muestra de humor. Yo estuve considerando la posibilidad de estudiar en California para estar cerca de él, pero terminé en Colby. Era incapaz de alejarme más de Christy. Durante el tiempo que estuvimos en la universidad, Skip y yo continuamos juntos. Nos llamábamos, nos escribíamos, nos enviábamos correos electrónicos y volvíamos a reunirnos en vacaciones. Volábamos el uno a los brazos del otro y no nos separábamos hasta que Skip se veía obligado a marcharse. Sus padres, los dos abogados, no terminaban de aprobar que tuviera una novia en el pueblo cuando tenía que comenzar a cosechar todo lo que había sembrado en Stanford. Pero el caso era que nos amábamos.

Cuando Stanford fue a la final nacional durante el último año, Skip ya estaba hablando con entrenadores, oteadores y reporteros. Los Minnesota Twins le propusieron unirse a ellos y Skip se marchó a New Britain, en Connecticut, al centro de preparación del equipo. Ese verano, hice un viaje de más de diez horas cuatro veces, y grité y animé como una loca cada vez que mi novio, ¡mi novio! estaba a punto de batear. Pero fue difícil. Era raro que consiguiéramos pasar una noche juntos. Skip estaba demasiado ocupado. Tenía que viajar mucho. Y yo lo comprendía todo.

Cuando le llamaron de Minnesota, en Gideon’s Cove se desató la locura. Un jugador de Gideon’s Cove en la liga de béisbol profesional. ¡Aquello era un milagro! La gente no hablaba de otra cosa. Mi familia se suscribió al Minneapolis Star Tribune, al igual que medio pueblo, y lo devorábamos cada mañana. Cada vez que mencionaban a Skip, se hacían fotocopias del artículo en cuestión y se pegaban en la cafetería. Skip Parkinson, el nuevo parador en corto, y lo marcábamos con rotulador amarillo para que pudiera verse bien.

«Lo va a conseguir», nos decíamos. «¡Nuestro Skip!». Era tan bueno, tenía tanto talento, era tan especial…

Pero en el mundo del béisbol profesional no les pareció que fuera para tanto. Era mucho más fácil enfrentarse a un estudiante de veinte años que a un veterano de cuarenta capaz de batear la pelota a más de ciento cincuenta kilómetros por hora. Los puntos de Skip descendieron desde unos aceptables doscientos noventa y cuatro en New Britain hasta unos deprimentes ciento noventa y ocho en Minnesota. En el campo, las bolas eran cada vez más fuertes, más complicadas. Los corredores se deslizaban en la base con una peligrosa precisión, sabían cómo intimidar a un novato para que terminara fallando o desviando la pelota.

Yo le escribía intentando animarle, le llamaba después de cada partido para levantarle la moral. Le hablaba de los mecanismos del lanzador, de lo cerca que había estado de hacer un doble juego y de lo injusto que había sido el árbitro de campo. Con un optimismo incansable, pasaba horas y horas intentando consolar a Skip.

Cuando terminó la primera temporada y yo ya estaba empezando a ayudar en la cafetería después de que el abuelo hubiera sufrido el ataque al corazón, Skip anunció que volvía a Maine. Quería replantearse su carrera, ver qué otras opciones tenía. Los patriarcas de la ciudad decidieron que deberíamos mostrar nuestro apoyo al héroe local. Propusieron que se le organizara una fiesta de bienvenida. ¿Y por qué no? No nos iría mal un poco de diversión en esa época del año. La temporada de turismo había terminado y volvíamos a tener un largo invierno por delante.

De modo que los padres de Skip fueron a buscarle al aeropuerto y lo llevaron al pueblo. Allí le estaba esperando la banda del instituto, las animadoras, temblando con las minifaldas, y docenas de niños con la camiseta de la liga infantil y gorras de béisbol, deseando que Skip se las firmara. Todo el mundo se había reunido para dar la bienvenida al vecino más famoso del pueblo.

Y yo esperaba, por supuesto, delante de toda la multitud. Durante las últimas semanas, Skip había estado muy ocupado y apenas habíamos podido hablar una o dos veces. Yo había llamado a sus padres para ofrecerme a acompañarlos al aeropuerto, pero no habían respondido a mi llamada.

El corazón me dio un vuelco cuando vi que el coche de los padres de Skip se detenía en el parque. Todos sus admiradores comenzamos a gritar. Estaba deseando verle, correr a sus brazos, besarle y sonrojarme mientras la multitud, sin duda alguna, comenzaba a gritar y a vitorear a Skip y su novia. La universidad había terminado, todavía no tenía un verdadero trabajo, mi única obligación era la cafetería, y Skip había vuelto. ¿Seríamos demasiado jóvenes como para comprometernos? Esperaba que no.

Sí, ya sabía que era raro que la gente terminara casándose con su primer amor, pero era algo que a veces ocurría. Algunas de las parejas más felices que conocía se habían conocido estando en el instituto. Mientras rascaba la parrilla, fregaba los suelos con lejía y me cuidaba las quemaduras de las manos, pensaba en la casa que Skip y yo llegaríamos a tener algún día. En Winter Harbor, quizá. Incluso en Bar Harbor. Si volvían a contratarle, tendría que viajar con él, convertirme en los amorosos brazos en los que encontraría refugio cada noche, tanto si se sentía desanimado como triunfal. Me convertiría en una magnífica esposa para un jugador de béisbol.

De modo que Skip salió del coche. Y entonces se volvió y le tendió la mano a alguien. Él siempre tan caballeroso.

Era una chica preciosa y elegante, una mujer, supongo, con un vestido de lana de color rojo y el pelo rubio recogido en un moño. El alcalde, el entrenador y el presidente de la liga infantil esperaban en el cenador del parque. Skip, sus padres y la rubia se dirigieron hacia sus asientos. Había cuatro sillas esperándolos, advertí, y ninguna de ellas era para mí.

Aquella fue la primera vez que me rompieron el corazón en público.

Probablemente había murmullos mientras me abría paso hacia el cenador, pero no los oí. Probablemente estaba llorando. Lo único que sé es que me tapaba la cara, porque tropecé un par de veces y sentía que se me doblaban las rodillas. Mis padres me siguieron y aquel fue el momento más humillante y doloroso de mi vida, incluso más que el día en el que descubrí al padre Tim oficiando su primera misa de Gideon’s Cove.

La gente debía murmurar:

—¡Oh, no, pobre Maggie! Skip la ha dejado y ella ni siquiera lo sabía… Pobrecilla…

Pero aunque Skip había hecho algo terrible y doloroso, era una estrella, de modo que se consideraba comprensible, ¿no? Al fin y al cabo, ¿por qué conformarte con una novia pueblerina si puedes conquistar a la hija de un magnate del petróleo de Texas?

Me llamó, no ese mismo día, pero sí ese mismo fin de semana.

—Todo lo de Annabelle… ha sido muy rápido. Intenté decírtelo… De todas formas, nuestra relación era bastante relajada. Se suponía que no era una relación exclusiva.

Tonta de mí. Yo pensaba que sí.

Skip y Annabelle se fueron de Gideon’s Cove a la semana siguiente. Esa misma semana mi padre me regaló un golden retriever de dos años de edad y me abrazó sin decir palabra. Christy me hizo ir a verla a la escuela en la que estudiaba el posgrado. Después, mi abuelo murió súbitamente y tuve otras cosas en las que pensar. De pronto, era propietaria de un negocio. Tenía un perro al que domesticar. Un hermano pequeño que necesitaba ayuda con los deberes del colegio. Tenía muchas cosas que hacer.

Sentí una profunda satisfacción cuando vi que enviaban a Skip de vuelta a la liga menor después de su desastroso estreno en el Minnesota. Pero eso no impidió que se casara con Annabelle ese mismo año. Se fueron a vivir a Bar Harbor, a una casa junto al mar, sin duda alguna, comprada con el dinero del papá de Annabelle.

Skip trabaja ahora como vendedor para una empresa de coches de alta gama y cuando regresa a Gideon’s Cove, lo que hace muy de vez en cuando, siempre aparece en uno de esos coches de lujo tan admirados o en uno de esos todoterrenos tan dañinos para el medio ambiente. Gracias a Dios, nunca se pasa por la cafetería. No he vuelto a hablar con él desde que me dejó.

Así que mi vida amorosa es toda una fuente de diversión para el pueblo, y es comprensible. Primero, Skip, ahora, el sacerdote. Yo intento llevarlo bien. En general estoy satisfecha con mi vida. Adoro mi cafetería, me encanta mi casa, aprecio a mis clientes y, por supuesto, quiero a mi familia.

Pero a veces, por la noche, cuando estoy doblando la ropa limpia o viendo la televisión, o planeando el menú para el fin de semana, finjo que soy una mujer casada.

—¿Qué te parece? ¿Crees que a la gente de este pueblo le gustará el puré de calabaza?

O, mientras estoy viendo un partido de los Red Sox, comento:

—Mira ese tipo, ¿no crees que podría intentar mascar el chicle con la boca cerrada?

O incluso a veces puedo llegar a preguntar:

—¿Qué tal te ha ido el día, cariño?

Colonel sacude su preciosa cola cuando me oye hablar con mi marido imaginario. A veces viene y empuja su enorme cabeza blanca contra mí, hasta hacerme sonreír. Fueron muchas las lágrimas que lamió este perro durante las primeras semanas que pasamos juntos y, desde entonces, se ha convertido en mi barómetro emocional. Si tuviera forma de ser humano, me casaría con él inmediatamente. Pero como no parece que eso vaya a suceder, y como el padre Tim no va a dejar el sacerdocio para casarse conmigo, me siento un poco impotente cuando la soledad decide dar la cara de forma tan cruda.