Las últimas nieves de primavera se derriten por fin, dejándonos rodeados de barro. Camino trabajosamente hasta la cafetería y me quito las botas antes de cruzar la puerta de atrás y ponerme los zuecos. Preparo la mezcla para las magdalenas y comienzo a cascar huevos para las tortillas y los huevos revueltos.
Sé que tengo que ver a Malone, pedirle disculpas e intentar arreglar las cosas. Pero va a ser duro y necesito tiempo para planear lo que tengo que decir. No puedo ponerme a hablar sin pensar, como hago siempre. Aun así, es difícil encontrar una manera agradable de decir «pensaba que te estabas acostando con otra y la habías dejado embarazada… ¿quieres que vayamos esta tarde al cine?».
—¡Eh, jefa! —me saluda Octavio que acaba de entrar por la cocina—. Bonito día, ¿eh?
—Creo que es horrible —contesto—. Estoy pensando en irme a vivir a Florida o a algún sitio parecido.
—Yo soy de Florida. No te vayas.
Stuart se sienta tras la barra.
—Buenos días, Maggie. ¿Tenemos tarta de manzana esta mañana?
—¡Una de Eva, marchando! —le digo, forzando una sonrisa—. Y una rubia con arena —le sirvo un café con un buen chorro de crema.
—Genial —dice Stuart mientras sacude dos sobres de azúcar—. «¡Una de Eva!», me gusta eso.
—¿Con moho o sin?
—Umm ¿eso es queso? —imagina correctamente.
—Sí, con una guarnición de cheddar.
—No, gracias, Maggie, sin moho.
Mientras trabajo me tranquilizo. La cafetería, mi reluciente joya, me calma. Cuando pertenecía a mi abuelo, tengo que confesarlo, era una cafetería barata en el peor de los sentidos de la expresión. No muy limpia, mediocre, con comida grasienta y cientos de platos congelados que mi abuelo se limitaba a calentar. Incluso en el caso de que no gane el concurso al mejor desayuno, yo sé que mi cafetería es el alma del pueblo. ¿Dónde podrían ir Rolly y Ben? ¿Quién se preocuparía de mantener la jerga de la cafetería con Stuart? ¿Dónde trabajaría Georgie? ¿Dónde fingiría trabajar Judy?
Hablando de Georgie, entra en ese momento en la cafetería como un reluciente rayo de sol.
—¡Hola, Maggie! ¿Has visto hoy el amanecer? —me abraza con fuerza—. Te quiero.
—Yo también te quiero —le digo—. Si quieres una, las magdalenas todavía están calientes, Georgie. Puedes comerte dos, si quieres. Y Octavio está esperando para batir los huevos.
Los clientes habituales entran y salen temprano. Solo queda una pareja en la cafetería. Limpio la barra y empiezo a preparar el pastel de carne para el plato del día. A todo el mundo le gusta el pastel de carne, así que sé que estaré bastante ocupada.
Tintinea la campanilla de la puerta y entra el padre Tim. Me sonrojo al recordar los terribles segundos durante los que pensé que podría ser el padre del hijo de Chantal.
—¡Hola, padre Tim! —grito.
—Buenos días, Maggie. ¿Cómo estás, Georgie?
—¡Genial, padre! —anuncia Georgie—. ¡Genial!
—¿Cómo va todo? —le pregunto al padre Tim—. Hace tiempo que no le veo.
—Lo siento, Maggie. Últimamente he estado bastante ocupado. Han surgido algunos asuntos algo complicados de los que he tenido que ocuparme.
Asuntos complicados, ¿cómo la posibilidad de dejar el sacerdocio, quizá? El padre se sienta en una de las mesas y me sonríe. Me obligo a devolverle la sonrisa.
—Creo que voy a tomar unos huevos con beicon, cariño.
¿Es normal que un sacerdote llame «cariño» a una amiga? ¿Estoy yendo demasiado lejos en mis interpretaciones? ¿Qué significaba la frase «cuento con ella», exactamente?
—¿Maggie? Unos huevos con beicon —me sonríe con calor.
—Ahora mismo, padre Tim. Ahora mismo. Marchando.
El jueves me descubro pedaleando hasta casa de Malone. A última hora de la tarde, sopla un viento suficientemente fuerte como para que no resulte fácil ir en bicicleta y tengo que incorporarme sobre los pedales para llegar hasta arriba. Todavía no sé qué le voy a decir exactamente, pero no puedo retrasar más el momento.
Como hace tanto viento, todas las embarcaciones están en el puerto, meciéndose en las amarras. Me detengo para disfrutar de la vista, del color azul oscuro del mar punteado por la espuma blanca de las olas. «Caballos blancos», las llamó mi padre en una ocasión. El cielo es de un azul tan puro que casi se puede saborear y los cirros rasgan el horizonte. Han comenzado a salir las hojas de algunos árboles y asoman los primeros narcisos y jacintos. Los días anteriores han sido muy soleados y el barro por fin se ha secado. El hombre del tiempo ha dicho que es posible que mañana alcancemos los quince grados. La gente comenzará a ponerse pantalones cortos, los adolescentes a aplicarse bronceadores para intentar dar algún color a su piel. A lo mejor hasta hago una excursión. Y a lo mejor Malone quiere acompañarme.
Llamo a la puerta de su casa, pero no obtengo respuesta. Sin embargo, oigo golpes en la parte de atrás, así que rodeo la casa hasta llegar al patio. Malone está sacando algunas de las trampas que tiene apiladas y al principio no me ve. Le estudio en silencio durante casi un minuto.
Me cuesta creer que alguna vez haya dicho que no es un hombre atractivo, porque en este momento me parece el hombre más atractivo que he visto en mi vida. Incluso comparado con el padre Tim. Alto, delgado, pero de hombros anchos, algo habitual en los pescadores de langosta, se mueve con una elegancia eficiente mientras va dejando las trampas en el suelo. Las líneas de su rostro cuentan la historia del condado de Washington: líneas severas, duras, pero también hermosas. El viento sacude la camisa de franela y las botas de trabajo resuenan en el suelo. Me mira y se queda completamente paralizado.
—Hola —le saludo.
Deja la trampa en el suelo y se vuelve para descargar las tres últimas. No es precisamente la clase de recibimiento cálido que podría hacer todo esto más fácil, pero, en fin, tiene motivos para estar enfadado conmigo. Y más de los que él mismo cree.
—¿Tienes un momento? —le pregunto.
Agarra dos trampas, una en cada mano, y las lleva hasta la puerta del sótano. Después vuelve a la pila que ha dejado preparada y repite la acción. Al parecer, no piensa detenerse.
—Eh… Malone, bueno, escucha, ¿puedes parar un momento? Necesito hablar contigo.
Deja las trampas en el suelo con un énfasis considerablemente mayor al de la vez anterior y por fin se detiene. Se apoya contra su camioneta, rezumando impaciencia. Me acerco unos centímetros más para no tener que gritar para que me oiga. Estoy nerviosa, advierto. Es lógico, me está fulminando con la mirada de una manera que difícilmente puede ayudar a nadie a tranquilizarse. ¿De verdad me ha sonreído alguna vez? Me resulta difícil recordarlo.
—Gracias —le digo mientras jugueteo con la cremallera de mi cazadora—. ¿Cómo estás? ¿Cómo has estado durante todo este tiempo?
No contesta nada. Se limita a dirigirme una mirada glacial.
—Bueno, Malone. Escucha, he venido a pedirte perdón. ¿Te acuerdas de que te dije que no eras mi tipo? —hago una mueca mientras hablo. «Claro que se acuerda, estúpida. Fuiste terrible, ¿cómo iba a olvidarlo», me digo—. Sí, supongo que sí. En cualquier caso, he venido a decirte algo. Y creo que incluso terminaremos riéndonos cuando sepas lo que ha pasado.
Malone continúa fulminándome con la mirada, algo que hace de una forma inmejorable, debo admitir. Tiene una habilidad increíble.
Suspiro.
—Malone, mira, pensaba que eras el padre del hijo de Chantal. Por eso rompí contigo.
Abre ligeramente los ojos, después los entrecierra de una forma peligrosa. Mi nerviosismo aumenta y mi boca comienza a moverse a toda velocidad.
—Sí… Yo… Fue un malentendido. ¿Sabes? La noche que vino Chantal a decirte que estaba embarazada, yo estaba aquí. Te estaba oyendo mientras tocabas el piano y…
Dios mío, al lado de ese ceño fruncido, hasta un terrorista de Al Qaeda parece menos malo.
—De acuerdo, supongo que debería haberme quedado a oír toda la conversación, pero no lo hice. Pero sé que… bueno, sé que me equivoqué. Y lo siento mucho.
Malone me mira en silencio durante largo rato.
—Creías que me había acostado con Chantal —dice, como si necesitara que se lo aclarara.
—Eh, sí. Lo siento.
La adrenalina hace que me cosquilleen los pies. Me coloco un mechón de pelo detrás de la oreja e intento no mirar su ceño fruncido.
—¿Y no se te ocurrió preguntármelo a mí?
—Debería haberlo hecho, pero no —subo y bajo la cremallera de mi cazadora de forma compulsiva—. A veces es… es difícil hablar contigo —sigo subiendo y bajando la cremallera.
—Esto es increíble, Maggie. Así que pensabas que te había engañado con Chantal, nada menos, y ni siquiera te molestaste en decírmelo. Genial. Gracias por venir a contármelo.
Agarra las dos trampas y comienza a apilarlas en la puerta del patio.
—Malone…
—¿Qué? —ladra.
Yo me sobresalto.
—Pensaba… He pensado que…
—¿Qué has pensado, Maggie? —deja caer las trampas con estruendo y pone los brazos en jarras.
—Yo… bueno, he pensado que a lo mejor podrías… perdonarme. Porque estaba equivocada. Pero fue por eso por lo que rompí contigo.
—No, gracias, Maggie. No quiero las sobras de un sacerdote —responde con desprecio.
¡Zas! Un golpe directo a la cabeza.
—¿Las sobras?
—Sí —contesta, y se acerca a mí. Tengo que esforzarme para no desviar la mirada—. Te pasas media vida babeando por ese tipo, basta que mueva un dedo para que corras a su llamada. En realidad, no quieres estar con una persona real. ¿De verdad crees que es casualidad que hayas elegido a un sacerdote para enamorarte de él?
Alzo bruscamente la cabeza.
—Yo no…
—No te molestes. Cualquier relación que tuviéramos tú y yo era un chiste. Lo único que estabas haciendo era matar el tiempo conmigo.
—¡Que estaba matando el tiempo! ¡Pero si tú nunca…!
—No querías que nadie supiera que estábamos juntos, ¿verdad, Maggie? —me interrumpe Malone. Tira otra trampa a la camioneta y yo me aparto—. ¿Crees que no lo notaba?
—¡Y tampoco tú, Malone! —le espeto con el rostro ardiendo de furia—. No parecías precisamente loco por verme. Nunca venías a la cafetería, ni a almorzar, ni a cenar ni a nada. Sí, nos acostábamos juntos, pero no hacíamos mucho más que eso —aprieta la mandíbula y yo continúo—. ¿Y el día que te caíste por la borda? Quería ver cómo estabas y prácticamente me echaste a patadas de tu casa. Eso no es lo que sucede en una relación real, Malone.
Malone amontona las trampas y se vuelve hacia mí con los brazos cruzados. El enfado parece vibrar dentro de él y yo siento mi propia furia creciendo al mismo ritmo.
—Tal como yo lo veo, una relación implicaría determinadas cosas —continuo diciendo—, como, por ejemplo, hablar. Comunicarse. Algo más que sexo, quizá. Sí, reconozco que el día que murió Colonel fue maravilloso. Pero Malone, ¡apenas hablas conmigo! No has querido hablar conmigo ni de tu hija, ni de tu familia, de nada. ¡Ni siquiera sé cómo te llamas!
Su rostro entero emana furia, pero no me importa. Todo lo que estoy diciendo es patéticamente cierto y si él no está dispuesto a hablar, lo haré yo.
—¿Te acuerdas del pedazo de tarta que te debía? Quería invitarte por haberme ayudado, pero que Dios te libre de venir a la cafetería a por él, ¿verdad? ¡Que Dios te libre de que nadie sea amable contigo, o, más todavía de que…! —«se enamore de ti», estoy a punto de decir, pero, afortunadamente o no, Malone me interrumpe.
—Maggie… —dice con los dientes apretados y el cuello rígido—. Hemos terminado.
Se vuelve y se aleja de mí.
Durante el camino de vuelta a casa, estoy temblando de rabia. No entiendo cómo he podido ser tan estúpida como para pensar que Malone, ¡Malone, nada menos!, podría perdonarme. El viento arrastra las palabras de mi boca mientras musito:
—Claro que pensaba que eras el padre. ¿Cuántas veces se presenta una mujer en tu casa para decirte que está embarazada y tú no eres el padre? ¡No muchas! Así que cualquiera podría equivocarse. ¡Deberías ser un poco menos intransigente, Malone!
La señora Kandinsky me está esperando cuando subo los escalones del porche.
—¡Maggie, cariño! Necesito que me hagas un favor.
—Muy bien —suspiro—, ¿qué ocurre?
—Bueno, si no estás de humor, no tienes por qué ayudarme —dobla los brazos y frunce el ceño con un gesto de desaprobación.
—Señora Kandinsky, estoy dispuesta a ayudarla en todo lo que necesite. Lo siento. La verdad es que he tenido un día horroroso.
—¿Quieres hablarme de ello? —pregunta.
Rio con amargura.
—No, pero gracias. Preferiría olvidarlo.
—Podríamos ver una película —sugiere en un tono ligeramente esperanzado.
—Me encantaría. Es justo lo que necesitaba —alargo los brazos hacia ella para abrazarla—. Gracias, señora Kandinsky.
—¡Oh, eres un encanto! Esta noche echan La mosca y me muero de ganas de verla otra vez.
Así que termino preparando cena para las dos y le corto unas almohadillas para los juanetes mientras se hacen las palomitas. Mientras vemos a Jeff Goldlum vomitando encima de un donut y después comiéndoselo, la señora Kandinsky me agarra cariñosamente del brazo y me dice:
—Todo se arreglará, cariño —musita—, no te preocupes.
—La adoro —le digo, y se sonroja de placer.
—Yo también te quiero, cariño —me responde. Comienzan los anuncios—. Ahora dime, querida, ¿cuándo va a volver ese hombre tan atractivo? ¿MacDuff, se llamaba?
—Malone —la corrijo automáticamente—. Hemos roto.
—¡Oh, cariño! —exclama—. Bueno, estoy segura de que todo se arreglará.
—No creo, señora Kandinsky. Ahora mismo está demasiado ocupado odiándome como para que pueda arreglarse nada.
—En ese caso, lo siento por él. Estoy segura de que encontrarás a otro y se arrepentirá.
—Claro —y yo estoy completamente segura de que se equivoca.