24

—Quiero confesarme, padre, porque he pecado —digo—. Han pasado veintidós años desde mi última confesión —es curioso cómo recuerdo la fórmula de la confesión—. ¿Podemos empezar, padre Tim? Necesito hablar.

Tanto que he acelerado el paso para adelantarme a la señora Jensen. He intentado llamar al padre Tim a la rectoría, pero no me ha devuelto las llamadas. Últimamente ha estado muy ocupado.

—Bueno, Maggie, este es un sacramento de reconciliación. Probablemente no deberíamos tomárnosla a la ligera. Aunque, por supuesto, me alegro mucho de verte en la iglesia.

Tomo aire, nerviosa.

—La cuestión es que estoy tan… Parezco incapaz de…

Siento un nudo en la garganta al pensar en todas las miserias de la semana anterior. Colonel, mis padres, Malone, Chantal… Veo mi futuro extendiéndose ante mí: sola, sin hijos, con los tobillos hinchados, sin nadie que me cambie los pañales cuando comience a chochear… Las lágrimas se deslizan por mis mejillas y me sorbo la nariz.

—¿Qué te pasa, Maggie? —pregunta el padre Tim muy preocupado.

—Mi vida es terrible —consigo decir—. Sé lo que quiero, pero no tengo manera de conseguirlo y no sé por qué todo me parece tan difícil y tan confuso.

¿Por qué echo de menos a Malone? ¿Por qué tengo que analizar todos los segundos que hemos pasado juntos? ¿Por qué me desgarra el corazón el miedo de mi madre? ¿Por qué la gente no puede conocerse, casarse y ser feliz como Christy y Will? Y, lo peor de todo, ¿por qué tengo la sensación de que si pierdo a Malone pierdo mi última oportunidad, a pesar de lo que sé?

—He roto con Malone —confieso—. Tenía razón, es un maleducado.

—¡Ah, Maggie, lo siento! Siento tener razón —se inclina hacia delante para que pueda ver su rostro a través de la reja del confesionario—. A veces la vida nos pone a prueba —dice con amabilidad—. A veces nos sentimos solos y sin rumbo, y es en esas situaciones cuando podemos demostrar realmente lo que somos.

Trago saliva y me seco los ojos.

—Últimamente he tenido muchos celos de Christy —admito con un suspiro—. Ella lo tiene todo, padre. Tiene todo lo que quiero.

—Y tú te alegras por ella, Maggie. Tú quieres lo mismo que tu hermana, no tiene nada de malo admitirlo.

—Pero no me parece justo —protesto—. Yo no quiero terminar sola, padre Tim. A veces tengo miedo de convertirme en la típica tía solterona a la que todo el mundo se la pasa como si fuera una especie de virus. «Ahora te toca a ti dar de comer a la tía Maggie… ¡No, a mí me tocó la semana pasada! ¡Ahora te toca a ti!».

El padre Tim no se ríe, gracias a Dios. De momento, permanece en silencio.

—Nadie quiere verse solo en el futuro, Maggie. Nadie —casi susurra.

Allí está otra vez, ese trasfondo en el que parece estar lamentándose de su propia soledad. Y cierta tristeza, quizá. ¿O a lo mejor estoy interpretando lo que no es? Pero hay algo… Alzo la mano y la poso en la reja que nos separa, la presiono contra las filigranas del metal y, de repente, de repente, la fantasía de poder estar con él no me parece tan ridícula…

—¿Padre Tim? —suspiro.

Desde uno de los bancos de la iglesia, la señora Jensen tose sonoramente.

—Maggie, eres una persona maravillosa —me dice en una voz tan baja que apenas puedo oírle—. No estés triste. Estoy seguro de que algo va a cambiar y no estarás siempre sola. Ten fe.

Tomo aire, aturdida por los pensamientos que sus palabras evocan.

La señora Jensen vuelve a toser, y el sonido de su tos rebota contra las paredes de piedra de la iglesia. ¿Es que no se puede tomar un caramelo esa vieja bruja? Pero el momento mágico ha terminado. El padre Tim se reclina en su asiento y me dice:

—Hablaremos pronto. Que Dios te bendiga, Maggie.

Durante los días siguientes, mis pensamientos parecen dejarme en paz, prácticamente desaparecen. Me entrego a las rutinas de la cafetería, utilizo frases hechas para hablar con Stuart, abrazo a Georgie, bromeo con Rolly y con Ben, reparto papeletas. El padre Tim no viene y el posible significado de su ausencia espolea las ideas que revolotean en mi cabeza como pájaros chocando contra los cristales de una ventana. Pensamientos desagradables, en realidad, y en los que no quiero profundizar. Pero no puedo evitar que se filtren algunos fragmentos en mi cabeza. «El padre Shea… Eres especial… Algo va a cambiar». Y, sí, aunque esos pensamientos son preocupantes, son solamente un acto reflejo. Cuando llego a casa, es en Malone en quien pienso. ¿Habrá llamado? Estará… Pero me obligo a interrumpirme. Malone tiene otros problemas de los que preocuparse. No volverá a llamarme. Además, ni siquiera sé si quiero que lo haga. «Déjame en paz, Malone», le ordeno. Y él obedece.

Chantal me deja un mensaje, muy corto, en el contestador, pidiéndome que la llame cuando pueda. No hay prisa, dice, pero advierto la solemnidad de su tono. Es una llamada que no tengo ganas de responder. La promiscua de Chantal… Y el promiscuo de Malone. No los necesito para nada.

El domingo, la familia Beaumont se reúne como es habitual. Mamá y papá se muestran dolorosamente educados el uno con el otro. Papá trincha el asado, mamá sirve la guarnición en los platos con extremo cuidado. Jonah, Christy y yo nos portamos muy correctamente y colaboramos en todo, nada de bromas, nada de chistes. Es una situación angustiosa y rara. Will está de guardia en el hospital, así que no hay nadie que pueda aliviar la tensión, solo nosotros y Violet. La cena dura una eternidad y ni siquiera el alegre balbuceo del bebé consigue disipar el ambiente lúgubre que preside la mesa. El hecho de que Jonah se ofrezca a lavar los platos es la prueba irrefutable de que algo va muy mal.

—¿Y qué pasará ahora? —pregunta de espaldas a la familia mientras deja correr el agua—. ¿Se va a ir alguno de casa?

Mis padres se miran a los ojos a través de la mesa, quizá por primera vez en el día. A Christy se le llenan los ojos de lágrimas y apoya la nariz en el pelo sedoso de Violet para disimularlo.

—Bueno, pues la verdad es que sí —responde mi madre con cierta vacilación—. Todavía es pronto, pero estoy pensando en irme a vivir a Bar Harbor.

—¡Vaya! —exclamo—. ¡Menudo cambio!

—¿Te vas? —grita Christy—. ¡No puedes irte de aquí! ¿Es que te has vuelto loca? ¿Acaso has perdido el juicio? —Jonah y yo nos miramos extrañados, pero Christy continúa—. ¡No! ¡No puedes marcharte! Bar Harbor está muy lejos.

—En realidad no está tan lejos… —comienza a decir mi madre.

—¡A una hora y media de aquí! —grita Christy—. ¿Es que no te importa Violet? ¿No te importa nada tu única nieta? ¡Y tus hijos! ¿No quieres vernos nada más que una vez al mes?

—Christy —la aviso, pero me interrumpe.

—No, Maggie. Es un gesto muy egoísta. ¡Estás siendo increíblemente egoísta, mamá! —y da un golpe en la mesa.

Nuestra madre clava la mirada en el mantel sin hacer ningún comentario. Mi padre continúa con su rutina silenciosa y yo siento una repentina furia hacia él. Siempre manteniéndose al margen. De pronto comprendo lo difícil que ha tenido que ser para mi madre estar casada con un hombre que jamás disiente en nada, que nunca expresa su infelicidad, que se limita a dejarse llevar por la marea hasta que se siente tan mal que tiene que abandonar si no quiere terminar ahogándose.

—¿Es eso lo que quieres, mamá? ¿Vivir en Bar Harbor? —pregunto.

Mi madre suspira.

—Bueno, en cierto modo, sí. Creo que estaría mejor en un pueblo más grande. Me abriría un poco los horizontes. Sería como extender las alas, por así decirlo. Mudarme a Bar Harbor me permitiría dar un paso en esa dirección.

—¿Y después qué? —replica Christy, volviéndose hacia Violet—. ¿París? ¿Londres?

—Estaba pensando en Australia —musita mi madre, y yo sonrío.

—¡Australia! —grita Christy indignada.

Resulta casi divertido ver a la que antes fuera una trabajadora social comportarse como una niña mimada de doce años. Violet agarra el mantel y se mete una esquina en la boca.

Mamá suspira.

—Estoy de broma, ¿de acuerdo, Christy? Intenta relajarte.

—Mi familia se está rompiendo, mamá. No puedo relajarme. ¡Y no puedo entender que ni siquiera intentéis arreglar las cosas! ¡Podríais pedir ayuda profesional, por el amor de Dios! ¡Ir a ver al padre Tim! Pero irte de aquí… es completamente ridículo.

—Dios mío, Christy, ¡cállate ya! —interviene Jonah—. Son dos adultos, pueden decidir lo que quieren hacer.

—¿Qué sabes tú de ser un adulto, Jonah? —estalla mi hermana.

No la había visto tan furiosa desde que Skip me dejó.

—Tiene razón, Christy —digo con voz queda—. Papá y mamá llevan mucho tiempo casados. Si ahora necesitan algo diferente, ellos son los más indicados para saberlo, no nosotros. Si mamá quiere vivir fuera de Gideon’s Cove, puede hacerlo. Es su vida.

—De todas formas, todavía no va a pasar nada —le aclara mi madre—. Vuestro padre y yo todavía no estamos divorciados, solo separados. Y ya veremos lo que pasa a partir de ahora.

—Papá me va a acompañar en el barco —nos informa Jonah.

Mi padre sonríe vacilante.

—¿Qué? ¡Papá! ¿Es que te has vuelto loco? —pregunta Christy indignada— ¿Qué sabes tú sobre la pesca de la langosta?

—Eso es genial, papá —le aplaudo—. Christy, necesitas una copa. Mamá, ¿puedes cuidar a Violet aquí durante una hora más o menos? Dewey abre dentro de diez minutos y creo que Christy y yo tenemos que hablar.

—Por supuesto —contesta mi madre, alargando los brazos hacia su nieta.

—Que la disfrutes —le espeta Christy—. Porque no podrás…

—Cierra el pico —le digo, mientras la saco a rastras de la habitación.

Vamos en silencio hasta el Dewey’s. Christy conduce con movimientos bruscos. Frena en seco y gira con violencia el volante. Entra al bar delante de mí, sin mirarme siquiera mientras nos sentamos en una de las mesas. El bar está prácticamente desierto, son las cuatro de la tarde de un domingo y Dewey está todavía bajando las sillas.

—Dewey, queremos un par de copas de… ¿Christy? —pregunto.

—Lo que sea.

Whisky, supongo.

—Claro, chicas.

Nos sirve los whiskys y se retira a la barra para llenar la caja registradora.

—¿Qué te pasa? —le pregunto a mi hermana.

—Nuestros padres se están comportando como unos estúpidos —contesta.

—¿Qué ha sido de toda la compasión que mostrabas la semana pasada? La pobre mamá, quedándose embarazada y teniendo que abandonar sus sueños…

Bebo un sorbo de whisky y recuerdo inmediatamente que la última vez que tomé un whisky fue con Malone el día que murió Colonel. Dejo ese pensamiento de lado.

Christy toma aire con los ojos llenos de lágrimas.

—¡No sabía que pensaba marcharse, Maggie! ¿Cómo puede hacer una cosa así? Y sin ella papá se convertirá en un viejo sucio y solitario. ¡Y pretende salir a pescar! Por el amor de Dios…

—¿Pero no estás… un poco orgullosa, en cierto sentido? Nuestros padres están haciendo algo nuevo, el hecho de que tengan una determinada edad no implica que tengan sus vidas grabadas para siempre en piedra. A mí me parece estupendo —Christy me fulmina con la mirada—. En parte —me corrijo.

—No —contesta mi hermana—. No tiene nada de estupendo, Maggie. Mamá se va a ir del pueblo. Se va a ir lejos —las lágrimas comienzan a deslizarse por sus mejillas.

—Sé que la echarás de menos, pero mamá se merece tener la oportunidad de hacer algo diferente. No está obligada a quedarse aquí a estar pendiente de nuestras vidas.

Mi hermana desvía la mirada hacia la ventana durante cerca de un minuto.

—¡Oh, mierda! Tienes razón. Supongo que me he sentido un poco abandonada y no he podido evitar compadecerme. ¡Voy a echarla de menos, Maggie! Y Violet también. Quiere mucho a mamá.

Christy arruga el rostro en un puchero y alargo la mano para tomar la suya.

—Eh, ¿qué está pasando aquí? —pregunta Dewey—. Maggie, ¿por qué estás llorando?

—Yo no lloro. Es Christy.

—No, no, no. Nada de llorar en mi bar, cariño —la regaña Dewey—. Y el día que sea capaz de diferenciaros, pondré un letrero anunciándolo en la puerta —me da unas palmaditas en la cabeza y vuelve detrás de la barra.

Christy me sonríe llorosa.

—Dios mío, en casa he sido terrible, ¿verdad?

—Sí —contesto sonriendo—, un poco. Y estoy encantada.

—¿Encantada? ¿Por qué?

—Porque por fin he conseguido ser la gemela buena.

—Qué graciosa —sonríe sinceramente en esta ocasión y, simultáneamente, estiramos el pie por debajo de la mesa para darnos un golpecito—. Eh, ¿qué ha pasado con Malone? —me pregunta volviendo la cabeza hacia la puerta.

El corazón me da un vuelco. Pero no es Malone el que acaba de entrar, sino Mickey Tatum, el jefe de bomberos.

—He roto con él —siento un nudo en la garganta que el whisky no consigue deshacer.

—¿Qué te ha dicho de lo de Chantal?

—Nada. No hablamos nada de ello. No dijo una sola palabra.

Christy suspira.

—Lo siento, Maggie.

—Sí, bueno, supongo que tengo cosas más interesantes que hacer. Por lo menos esta vez he sido capaz de cortar antes de que las cosas fueran demasiado… lo que sea —no engaño a Christy. Sonríe con tristeza, comprendiendo perfectamente lo que siento—. Pero tengo que decirte una cosa —añado, cambiando astutamente de tema—, creo que al padre Tim le pasa algo. ¿Has hablado últimamente con él?

—No, ¿por qué? ¿Qué pasa?

Dewey llega con una bolsa de patatas fritas.

—Para la chica triste —dice, y me tiende la bolsa.

—Esa es Christy —le corrijo, y señalo a mi hermana.

—Por supuesto. Para la chica triste —repite.

—Gracias, Dewey —contesta—. Es justo lo que necesitaba —abre la bolsa, me ofrece y toma después ella unas patatas—. ¿Qué ocurre con el padre Tim?

—Bueno, en realidad, no lo sé, pero creo que le pasa algo raro. Está siendo muy… tierno. Y me dice cosas que podrían tener un doble significado.

—¿Cómo qué? —pregunta Christy.

—No sé, no recuerdo exactamente lo que me ha dicho.

—Sí, eso ya es algo —responde cortante.

—… pero fue una especie de… bueno. Evidentemente, no lo sé exactamente.

Soy incapaz de decirlo en voz alta y comienzo a juguetear con la madera tallada de la silla.

—¿Quieres que vayamos a casa para que puedas arrastrarte a los pies de papá y mamá?

Christy se echa a reír.

—Claro, ya llevas demasiado tiempo siendo la gemela buena.

—Eso es exactamente lo que haces tú —respondo mientras saco un par de billetes y los dejo en la mesa—. Siempre quitándome el mérito.

Christy se humilla ante mis padres, recupera su título y todos somos felices.

Antes de volver a casa, pedaleo hasta al puerto. Hace mucho viento y además es domingo, de modo que la mayor parte de las embarcaciones están amarradas, entre ellas, Anne la Fea. «No bajes, Maggie», me advierto.

Una gaviota enorme planea hasta el suelo y aterriza sobre uno de los postes de madera. El viento le alborota las plumas, pero no hace mella en su postura. Envidio a ese pájaro.

«¿Y si Malone está aquí?», me pregunto. «¿Qué le diría si le viera? ¿Cómo está Chantal? ¿Te alegras de volver a ser padre?». Eso siempre y cuando Chantal decida seguir adelante con ello…

Todavía me cuesta imaginarme a Malone y a Chantal juntos. Por alguna razón, pensaba que…

—¡Oh, por el amor de Dios, Maggie! —musito para mí.

Monto de nuevo en la bicicleta, pero permanezco donde estoy, con un pie apoyado firmemente en el suelo y la mirada fija en el muelle. El viento me trae la esencia de la sal y los pinos, aúlla en mis oídos y me hiela las mejillas, pero no me muevo. El rostro de Malone aparece en mi mente, sus duras arrugas, sus pómulos marcados, sus pestañas largas y enredadas las unas con las otras. Su forma de sonreírme, casi a su pesar, como si no quisiera que le gustara, pero no pudiera evitarlo.

—Muy bien, Maggie —me burlo de mí misma—. Eres tan irresistible que Malone ha dejado embarazada a Chantal. Vete haciéndote a la idea.

—¿Qué has dicho, Maggie?

Pego un grito que hace que la gaviota salga volando y chillando igual que yo.

—¡Billy! ¡Qué susto me has dado!

Billy Bottoms se saca la pipa de la boca.

—Lo siento, Maggie. He venido a comprobar algo. Pensaba que estabas hablando conmigo.

—No, no. No hablaba contigo. Hablaba sola. Que tengas un buen día.

Necesito hacer algo, pienso mientras pedaleo de vuelta a casa. Necesito diseñar un plan para el resto de mi vida. Si mi madre puede cambiar de vida, yo también. La semana pasada mi madre estaba sentada a la mesa de la cocina intentando elaborar uno y esta semana ya lo tiene. Yo puedo hacer lo mismo. Necesito olvidar a Malone y seguir adelante. Concentrarme en otras cosas. Ponerme en acción.

Estar en el Dewey’s me ha dado una idea. No es una idea muy honorable, desde luego, pero aun así, es una buena idea. Una idea horrible y maravillosa a la vez.