—He quedado con Malone —le digo a mi reflejo en el espejo la tarde del día siguiente—. Voy a ver un rato a mamá y después tengo una cita. Con Malone.
Es un pensamiento que me tranquiliza. Al fin y al cabo, Malone no es una madre enfadada. Ni un sacerdote. No ha hecho voto de castidad, de eso estoy segura.
—Y me alegro —sonrío.
Pero es evidente que al padre Tim le pasa algo y no estoy segura de que quiera pensar mucho en qué puede ser. Cuando esta mañana he visto que no venía a la cafetería, me he sorprendido al descubrirme un poco aliviada.
Desgraciadamente, el alivio por poder retrasar ese encuentro desaparece frente al miedo de tener que ir a ver a mi madre. Aun así, sé que no puedo ignorarla, así que voy en bicicleta hasta la casa de mis padres, respiro hondo varias veces y entro. Mi padre no está a la vista, algo habitual, pero mi madre está sentada a la mesa de la cocina.
—¡Hola, mamá! —la saludo, mientras me inclino para darle un beso en la mejilla.
—¡Ah, Maggie, hola! —contesta—. ¿Cómo estás?
—Estoy bien —saco una silla y me siento—. ¿Y tú? Esto debe de ser muy… —se me quiebra la voz.
—Sí, lo es. Mucho —clava la mirada en la mesa—. ¿Tienes alguna novedad que contar? ¿Todavía no te has comprado otro perro?
—Eh… no. Creo que esperaré algún tiempo. Mamá, ¿estás bien?
Mi madre suspira y clava la mirada en el techo.
—No, Maggie, no estoy bien. Soy el hazmerreír del pueblo, cariño. Divorciada después de todos estos años. «El pobre Mitchell Beaumont ya no podía soportarla ni un día más». Eso es lo que todo el mundo está diciendo. «El bueno de Mitch, casado con esa bruja» —sonríe sombría.
—Bueno, mamá, no creo que la gente esté diciendo eso —replico, aunque yo misma lo he pensado casi con las mismas palabras, y en más de una ocasión.
—Sí, tú siempre has sido una ingenua —responde—. ¿Quieres tomar algo?
—Eh… no.
La miro mientras saca una botella de vodka de la nevera. Se sirve medio vaso y añade un poco de zumo de naranja. Creo que es la primera vez que la veo beber algo que no sea vino blanco.
Bebe un buen trago, se atusa un mechón de su pelo rizado y vuelve a sentarse bruscamente.
—¿Qué quieres que te diga? ¿O has venido a decirme tú que soy una mala madre?
Inclino la cabeza y la miro. Por alguna extraña razón, hoy está bastante guapa. Me doy cuenta de que no se ha maquillado.
—No, no eres una mala madre.
—Gracias por decírmelo —le da otro sorbo a su bebida.
—Mamá, sé que tuviste que casarte precipitadamente con papá y ser madre y todo eso. A lo mejor ahora tienes oportunidad de tener cierta independencia, de comenzar una nueva vida, ¿sabes? Esa clase de cosas…
—Eso sí que tiene gracia —replica—. Tengo cincuenta y cinco años. No quiero empezar una nueva vida.
—Pero tampoco te gusta tu antigua vida —señalo con prudencia—. Has sido desgraciada durante la mayor parte de tu vida, ¿verdad?
Sorprendentemente, me toma la mano y frunce automáticamente el ceño al sentir su aspereza y ver las uñas cortas y la herida que tengo en el anular izquierdo.
—Me gustaría que supieras que eso no es cierto —susurra lentamente—. Os adoro a los tres, y también a tu padre.
—Lo sabemos, mamá, no tienes que disculparte por nada.
—Eres muy generosa, Maggie —responde. Y solo ella es capaz de hacer sonar esas palabras como un insulto—. Por supuesto, a veces me haces enfadar. ¡Eres igual que mi padre! Y que tu padre, por cierto. ¡Siempre dándolo todo a todos y a todo! ¡Me desespera, cariño! Lo das todo y nunca tienes nada para ti misma. ¡Tú, con todas las oportunidades que has tenido, oportunidades que yo nunca tuve a mi alcance! Dios mío, ¿es que quieres acabar como yo?
Me quedo boquiabierta, pero mi madre continúa.
—¡Mírame bien, Maggie! Estaba preparada para disfrutar de la vida con la que siempre había soñado. Iba a salir del condado de Washington, quería salir de Maine y vivir en una ciudad grande, tener un trabajo, hacer algo realmente importante. Me imaginaba ascendiendo poco a poco en una editorial, convirtiéndome en alguien como Jackie O, viviendo rodeada de libros y de creatividad —da un puñetazo en la mesa y levanta la voz—. ¡Y he terminado aquí, encerrada en una estúpida consulta! ¡Y ahora, el idiota de mi marido quiere divorciarse de mí y yo estoy muerta de miedo!
Mi madre rompe a llorar. Me levanto, me arrodillo a su lado y le paso el brazo por los hombros.
—Mamá —le digo con delicadeza—, escucha, tranquilízate. Todo va a salir bien. Papá no va a echarte a la calle ni nada parecido. Sé que al final estarás mejor. Y si quieres hacer algo diferente, puedes hacerlo ahora. Para ti esto será como una segunda oportunidad. Puedes ir a vivir a otra parte, cambiar de trabajo, hacer cualquier cosa… No llores, mamá.
Pero ella continúa sollozando.
—No lo comprendes, Maggie —se atraganta—. Ya es demasiado tarde. Soy demasiado vieja. A un perro viejo no le puedes domesticar. Y antes de que puedas darte cuenta, cariño, a ti va a pasarte lo mismo que a mí.
«Bueno», pienso mientras me dirijo a casa, «las cosas no han ido demasiado bien». Definitivamente, no.
Jamás había pensado en mi madre en términos del tipo «mi pobre madre», pero ahora me resulta inevitable. A lo mejor el padre Tim tiene razón y mis padres deberían intentar salvar su matrimonio. Pero creo que mi padre ya ha sufrido suficiente. Además, tampoco parece que ninguno de ellos esté luchando por recuperar la felicidad perdida. A lo mejor un divorcio les da una nueva oportunidad. Ahora pueden empezar desde cero y todas esas cosas que se dicen. Pero estoy temblando un poco. Hasta ahora, mi madre nunca había tenido miedo de nada.
Decido ir a casa de Malone, a pesar de que hemos quedado a las siete en la mía. No me importa. Tendrá que verme aparecer en su casa dos horas antes de lo previsto.
La casa de Malone está en lo alto de una colina. Me bajo de la bicicleta y subo la última parte empujándola. Cuando estoy a solo unos metros de allí, oigo un sonido delicioso: alguien está tocando el piano. Me detengo a escuchar, pero el viento es demasiado fuerte y no oigo prácticamente nada.
Temiendo que deje de tocar si sabe que estoy aquí, dejo la bicicleta en el camino de la entrada de la casa de al lado y cruzo el pequeño jardín de la casa de Malone, sorteando el par de trampas para langostas que tiene cerca de uno de los laterales. La ventana del cuarto de estar está abierta, lo que me permite oírle muy bien. Sonriendo, me siento en el suelo y apoyo la espalda en la pared. Malone continúa tocando, estoy convencida de que no me ha visto llegar.
Está tocando una melodía deliciosa. De vez en cuando se produce algún cambio, de ser alegre pasa a ser triste, pero la melodía continúa siendo esencialmente la misma. Parece difícil. A veces Malone se detiene y repite un fragmento. Incluso oigo alguna maldición seguida de un «ya lo tengo», cuando toca las notas como es debido. Se detiene un coche en la calle, cerca de la casa de Malone, y espero que el conductor no me haya visto. Me moriría de vergüenza si me pillaran aquí sentada.
No me pillan.
Oigo que llaman a la puerta de Malone. Deja de tocar. Estoy a punto de levantarme cuando oigo una voz familiar.
—¿Malone? ¡Oh, menos mal que estás en casa!
Es Chantal. Me quedo paralizada, medio en cuclillas.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunta Malone.
Sus voces me llegan tan claras como si estuviéramos en la misma habitación.
—¡Malone, no te vas a creer lo que me ha pasado! —dice Chantal llorando, y siento una extraña aprensión—. ¿Tienes un segundo? Necesito hablar con alguien.
—Siéntate, ¿qué ha pasado? —pregunta.
Oigo un crujido de muelles y ruido de tela.
—Estoy embarazada.
Me quedo sin aire en los pulmones. ¿Chantal está embarazada? Y se lo está contando a…
—¡Dios mío! —exclama Malone—. Cariño…
Chantal rompe a llorar.
Voy asimilándolo lentamente, sus voces parecen ir desapareciendo y haciéndose cada vez más tenues.
Chantal está embarazada y Malone…
—¿Desde cuándo? —pregunta Malone cuando vuelvo a oír su voz.
—Desde hace un par de semanas. No sé qué hacer. Malone. Esto es lo peor que…
Se me nubla la vista, siento un pitido en los oídos y me llevo las manos a la boca. Nunca me he desmayado, pero creo que ahora estoy a punto de hacerlo. ¡Un par de semanas!
Hace un par de semanas, Malone y yo nos estábamos acostando. Y, al parecer, él también se estaba acostando con Chantal.
No soy consciente de que he abandonado mi escondite hasta que no siento bajo mi mano el frío manillar de la bicicleta. Sin hacer ruido, bajo empujando la bicicleta como una autómata. Cuando llego a la calle Water, me monto en la bicicleta para ir a casa de mi hermana.
«No importa», me repito una y otra vez mientras el viento helado corta mis mejillas empapadas por las lágrimas, «en realidad, no había nada entre nosotros».
Pero parece que sí lo había, porque lloro de tal manera que apenas veo nada.