21

Dando un sorprendente nuevo giro a nuestra relación, Malone descuelga el teléfono y me llama un par de días después de nuestra cita, justo cuando ya estaba empezando a enfadarme. Jonah me había comentado que Malone había tenido que ir a Bar Harbor a por una pieza para el barco, así que le había concedido un periodo de gracia, pero ya estaba empezando a agotarse. Y le echo de menos, aunque darme cuenta de ello me haya resultado un poco impactante.

Cuando suena el teléfono alrededor de las cinco de la tarde del martes, estoy fregando el suelo de la cocina, preguntándome mientras lo hago cómo es posible que esté tan sucio cuando yo soy la única que vive aquí. Descuelgo pensando que es el padre Tim, que quiere pedirme que participe en la subasta de dulces.

—Maggie —oigo su voz ronca.

—¡Malone! ¡Dios mío! ¡Estás utilizando el teléfono! —no puedo evitar la sonrisa que asoma a mis labios.

—Muy graciosa —contesta. Se interrumpe y pregunta—: ¿Qué tal estás?

—Yo bien, ¿y tú?

—¿Tienes algo que hacer esta noche?

—Directamente al grano, ¿eh, Malone? —sonrío.

—Contesta la pregunta —gruñe.

—Lo siento, amigo, estoy ocupada. Esta noche tengo que cuidar a mi sobrina.

—¿De verdad?

—Sí.

Suspira.

—De acuerdo, entonces. ¿Y qué tal mañana?

La sonrisa abandona mi rostro.

—Bueno, la verdad es que se supone que mañana tengo que cenar con un amigo, con el padre Tim. En realidad seremos un grupo, gente de la parroquia, ya sabes —es una invitación del padre Tim para todas aquellas personas que colaboran permanentemente con la parroquia—. ¿Qué tal el sábado?

Tarda cerca de un minuto en contestar.

—Claro, el sábado me parece bien. ¿A las siete?

—A las siete en punto. Eh, ¿quieres que prepare algo de cenar?

—No, Maggie —contesta en un tono de voz ligeramente más grave—. No cocines para mí.

Mi cuerpo reacciona como si acabara de desnudarme para hacer el amor conmigo en el suelo.

—De acuerdo —contesto con un susurro estrangulado.

Siento de pronto la necesidad de apoyarme contra el mostrador.

Christy ya está arreglada cuando llego a su casa. Se ha puesto una bonita falda larga y una blusa de tela muy ligera. Will está tan elegante y atractivo como siempre, con una chaqueta azul y unos pantalones beiges.

—Adiós, cariño —dice mi hermana, cubriendo a Violet de besos y envolviéndola en una nube de Eternity, su perfume—. ¡Mamá te quiere mucho! ¡Claro que te quiere! ¡Mamá quiere mucho a Violet! ¡Ba-ba-ba! ¡Muac! —simula el ruido que hace Violet cuando besa a alguien.

—De acuerdo, ya basta —digo, y le quito la niña a mi hermana—. Sal de aquí, es evidente que necesitas beber algo fuerte.

—¡Adiós, Mags! Y como siempre, muchas gracias.

—Gracias a ti. Violet, cariño, ¡es el momento de la tía Maggie!

Violet me agarra un mechón de pelo.

Durante la hora siguiente, jugamos a la granja. O por lo menos, juego yo, que soy la que camina a cuatro patas por el suelo rebuznando, graznando, mugiendo y cloqueando mientras Violet me lanza juguetes de plástico para que yo los recoja.

—¡Muuu! —mujo mientras recojo un aro amarillo.

—¡Uuuuu! —repite ella.

—Eres un genio —le digo—. Una niña inteligente. Violet es una niña muy inteligente.

—Ta-ta —se muestra de acuerdo.

Minutos después, mientras la veo dormir en la cuna, me permito una breve fantasía doméstica. Me imagino a mí contemplando a un bebé dormido y a Malone en el marco de la puerta. La bebé tiene el pelo negro como su padre y los ojos grises de su madre.

Después, avergonzada de mi estupidez, voy a la cocina a ver qué me ha dejado mi hermana para cenar. No me paga por cuidar a la niña, pero me alimenta bien. ¡Ohh! ¡Atún a la cazuela! Nuestro plato favorito, y un plato que nuestra madre se niega a cocinar, y galletas con trocitos de chocolate. Qué buena es mi hermanita.

Estoy viendo la televisión cuando regresan sonrojados y contentos.

—Dios mío —comento, apartando la mirada de la última víctima de Donald Trump—. ¿Qué habéis estado haciendo en el coche?

—Una pregunta muy poco extraña —responde Will—. Realmente, esto de las gemelas es bastante misterioso.

—Lo sé —le digo—. El hecho de que lleves la bragueta desabrochada solo ha sido la confirmación.

Will sonríe, se sube la cremallera y sale volando a ver a su preciosa Violet mientras Christy se sienta a mi lado en el sofá.

—¿Qué has hecho con Violet? —pregunta.

—Lo de siempre. Hemos estado encendiendo cerillas y le he dado unos cuantos tragos de vodka, que parece gustarle. Después hemos subido al tejadillo del tejado y le he dejado asomarse a la barandilla. Ha sido muy divertido.

Christy me tira un cojín.

—Estás bien, ¿verdad? Estás llevando muy bien lo de Colonel.

Asiento.

—Es verdad. Aunque la sensación es extraña. No había estado nunca sin él, desde que soy adulta, por lo menos —se me humedecen los ojos, pero sonrío.

—¿Dónde estabas el otro día? Te llamé e incluso me pasé por la cafetería, pero Octavio me dijo que te habías tomado el día libre.

Le hablo a mi hermana de Malone, le cuento que vino a mi casa y durmió conmigo, que al día siguiente me llevó a la feria y lo increíblemente amable que fue conmigo durante todo el día.

—Entonces… ¿estáis saliendo juntos? —me pregunta.

Toma una galleta de la lata que hay encima de la mesita del café y le da un mordisco.

—Están riquísimas, ¿verdad?

—Sí, están muy ricas y, sí, supongo que se puede decir que estamos saliendo.

Christy inclina la cabeza y arquea una ceja.

—¿No estás segura?

Suspiro.

—Bueno, es un poco raro. Y es genial, de verdad. Pero no es…

—¿Qué?

—Bueno, la verdad es que es bastante raro. Cuando estuvimos en la feria, le hice un par de preguntas. Ya sabes, cosas normales, como si tiene una buena relación con su hija, o cómo se llama en realidad.

—¿Todavía no lo sabes? —me interrumpe Christy.

—No, no lo sé. Y nunca me cuenta nada. Así que estamos juntos, pero no sé si solo nos estamos acostando juntos o si en realidad esta es una especie de relación.

—Bueno, pues se me ocurre una gran idea. ¿Por qué no se lo preguntas? —sugiere mi hermana.

Esbozo una mueca.

—Sí —musito, y agarro otra galleta. Debe de ser la quinta—. No.

—¿Por qué no, tonta? No tiene por qué ser ningún misterio. Tienes derecho a saber lo que piensa. Lo que quiero decir es, ¿qué puede pasar si lo único que él quiere es que le calientes la cama de vez en cuando y tú estás pensando en casarte y tener hijos? Creo que deberías preguntárselo.

Pienso en ello. Tiene razón por supuesto, pero ella nunca ha tenido que enfrentarse al desafío de entablar una conversación con Malone y, menos aún, de hablar sobre una relación.

—Quizá.

Sigo dándole vueltas mientras regreso a mi casa. La noche es fría y húmeda, siento la caricia del rocío contra mis mejillas. Por supuesto, detrás de mi renuencia a hablar con Malone se esconde el miedo a que, efectivamente, solo quiera acostarse conmigo de vez en cuando. Y una vez más, si ese es el caso, no debería estar perdiendo el tiempo con él. Como es habitual, Christy tiene razón. ¡Qué rabia!

Mi padre viene a desayunar a la cafetería al día siguiente, solo. Se sienta en una de las mesas, lo cual me parece perfecto, porque la cafetería está desierta esta mañana. Desde las seis solo han entrado cuatro clientes. He pagado las cuentas, he encargado la comida que me falta y he limpiado el cuarto de baño. Y son solo las nueve de la mañana. Judy se ha ido a las ocho, disgustada por la falta de clientes a los que ignorar y Georgie solo viene tres días a la semana.

—¡Hola, papá! —le saludo desde la barra—. ¿Qué quieres tomar hoy?

—Un café, cuando tengas un momento, cariño.

Mira por la ventana con el rostro sombrío. Me acerco a él, le sirvo un café y me siento a la mesa.

—¿Va todo bien, papá? Pareces…

—Tu madre y yo vamos a divorciarnos —me interrumpe.

Le miro boquiabierta, pero no soy capaz de articular palabra, apenas consigo emitir un pequeño suspiro. Mi padre se mueve incómodo en el asiento, después clava la mirada en la mesa y sacude la cabeza.

—Lo siento, cariño —suspira—. Lo sé. Llevamos casados treinta y tres años. Parece una tontería, ¿verdad?

Se me llenan los ojos de lágrimas, agarro una servilleta del dispensador de la mesa y me sueno la nariz.

—¿Qué ha pasado? —susurro.

—Nada. Nada verdaderamente importante, por lo menos. Es solo… —se interrumpe y juguetea con la cucharilla—. No es culpa de tu madre —continúa—. Es solo que… estoy intentando decir esto de la forma más delicada…

—No quieres vivir con mamá durante el resto de tu vida —le ayudo.

—Exacto. Estoy harto de vivir encerrado en el búnker.

Me enderezo en la silla.

—Papá, mira, sé que mamá a veces puede ser una vieja bruja. Desde luego, estoy cansada de que me esté aguijoneando todo el rato, pero yo pensaba… —se me quiebra de pronto la voz—, yo pensaba que la querías —termino con un ronco susurro.

A mi padre también se le llenan los ojos de lágrimas.

—Y la quiero. O la quería. Pero Maggie, durante los últimos años… no hemos sido felices. Ella no es feliz y yo estoy cansado de intentar adivinar de qué humor está y cómo puedo hacerle sentir mejor.

—¿Ella qué piensa de todo esto?

—Está furiosa —tensa los labios, que de pronto vuelven a temblarle—. Me ha dicho que si eso es lo que quiero, es que soy más idiota de lo que pensaba y que se alegra de poder deshacerse de mí.

Muy propio de mi madre, desde luego.

Mi madre nunca ha sido la típica madre hogareña. La madre dulce y entregada que describían los libros de nuestra infancia. Por supuesto, nos cuidaba, nos alimentaba y nos hacía acostarnos a la hora debida. Pero siempre había cierta tensión en ella, y aunque nunca he puesto en duda su amor, siempre he tenido la sospecha de que yo no le gusto demasiado. Christy siempre se ha llevado mejor con ella. Era una niña más callada, más estudiosa y más dispuesta a colaborar, mientras que yo tendía a desaparecer cuando había que limpiar la cocina o me metía en el cuarto de baño en el momento de guardar la compra. Y con Jonah, que ha sido el clásico benjamín, siempre sucio, metiéndose en líos y perdiendo cosas, la paciencia de mi madre llegó al límite. Jonah no se convirtió en una persona con la que mi madre parecía disfrutar hasta que no se fue de casa.

—Tuvimos que casarnos a la fuerza, ¿sabes? —me confiesa mi padre, interrumpiendo el rumbo de mis pensamientos.

—¿Qué has dicho?

—Tu madre estaba embarazada cuando nos casamos.

Más tranquilo ya, mi padre bebe un sorbo de café.

—¿Éramos deseadas? —pregunto al instante—. ¿Christy y yo somos hijas deseadas?

Mi padre esboza una media sonrisa.

—Sí. ¿Nunca te lo habías imaginado?

—¡No! ¡Papá, no puedes soltar todas estas bombas al mismo tiempo!

Octavio asoma la cabeza por la puerta de la cocina.

—¿Sigues necesitándome, jefa?

—No, no, Tavy, gracias.

—Si no te importa, quiero pasar por casa antes del almuerzo.

—Claro, claro. No te preocupes —un segundo después se cierra la puerta de atrás de la cafetería y mi padre y yo nos quedamos completamente a solas—. Así que dejaste embarazada a Lena Grey y tuviste que casarte con ella.

—Sí, y después aparecisteis Christy y tú, dos por el precio de una.

—¿Mamá quería casarse contigo?

—Bueno, digamos que eso era lo que se hacía en aquella época. Ahora ya nadie se casa si no quiere. Pero entonces, dejabas embarazada a una chica y tenías que casarte rápidamente con ella.

—Entonces, ¿cuándo es vuestro verdadero aniversario?

Como mis padres nunca han celebrado especialmente esa fecha, y ahora tengo más claro por qué, nunca ha sido un acontecimiento realmente importante en nuestras vidas.

—Nos casamos el quince de marzo. Christy y tú nacisteis seis meses después.

—¿Los idus de marzo? ¿Os casasteis en los idus de marzo? —comienzo a reír a carcajadas—. No me extraña que os vayáis a divorciar. «Guárdate de los idus de marzo, César» —recito—. Shakespeare sabía de lo que hablaba.

Mi padre me sonríe, pero sus ojos están tristes.

—Escucha, cariño, tu madre va a necesitar un poco de compasión. No seas muy dura con ella, ¿de acuerdo?

—La verdad es que ahora mismo no nos hablamos —le digo—. No hemos vuelto a hablar desde que la eché de la cafetería el otro día.

—¡Ah, es cierto! Bueno, estaría bien que pudierais hacer las paces.

—Sí, claro. Al fin y al cabo, lo único que hizo fue insultar a mi querido perro el día que murió.

Mi padre vuelve a suspirar.

—Lo sé, Maggie. Pero hazlo por mí, ¿de acuerdo?

Por supuesto, claro que lo haré, y mi padre lo sabe.

—¿Se lo has dicho a Jonah y a Christy?

—Ayer por la noche se lo conté a Jonah. Ahora iré a casa de Christy.

—¿Quieres que se lo diga yo, papá? Debes de estar cansado de contarlo.

Los ojos le brillan de gratitud.

—Sería magnífico, cariño. Te lo agradecería mucho. Eres lo que más quiero, lo sabes, ¿verdad?

—Sí, y también sé que le dices lo mismo a Christy, tramposo —me acerco a mi padre y le abrazo—. Te quiero, papá.

—Gracias, hija mía —susurra—. Siento todo esto.

—¿Dónde vas a quedarte? No os imagino a los dos viviendo en la misma casa estando mamá enfadada.

—Bueno, mi abogado me ha dicho que no me vaya todavía de casa —¡su abogado! ¡Ha llamado a un abogado!—, así que de momento me quedaré allí, en el sótano, como siempre.

Un minuto más tarde se va. Le veo avanzar por la calle con los hombros hundidos y la mirada clavada en el suelo. Pobre papá, tiene que estar completamente desesperado para recurrir a algo así. Y no solo desesperado, sino también dispuesto a actuar.

Quedo con mi hermana en la cafetería a la hora del almuerzo. Le doy la noticia mientras come, pero Christy no parece tan sorprendida como yo esperaba.

—Siempre me lo había preguntado —reflexiona—. El hecho de que tuvieran que casarse puede explicar muchas cosas.

—¿Quieres decir que explica por qué mamá está de mal humor desde el día que nacimos? —le pregunto, menos compasiva que mi hermana.

Desde luego, se merece el título de «hermana buena».

—Supongo que sí, Maggie. En esa época, era una vergüenza quedarse embarazada sin estar casada. Así que supongo que de pronto se vio con veintidós años y una vida completamente planificada. No tenía posibilidad de elegir. Acababa de terminar los estudios, ¿te acuerdas? Quería llegar a convertirse en editora y vivir en Nueva York y en cambio, se vio embarazada, en el pueblo y tejiendo botitas de punto. Para unas gemelas. Supongo que esa fue la guinda.

—¿Quería ser editora? No lo sabía —le digo.

Christy parte un pedazo de queso y se lo ofrece a Violet, que abre la boca obediente como un pajarillo.

—Sí —Christy se vuelve de nuevo hacia mí—. Imagínatelo, Maggie. Era la primera persona de su familia que había ido a la universidad. El abuelo estaba tan orgulloso que se lo contaba a todo el pueblo: su hija se iba a convertir en una universitaria. Y de pronto, ¡zas! Se queda embarazada. Adiós al futuro en Nueva York y bienvenida a una vida rodeada de moscas negras, barro y cólicos de bebés.

—Sí, eso cambia un poco la perspectiva. Tienes razón.

—¿Ya has terminado, Violet? —pregunta Christy—. ¿Has terminado?

—Brrr —contesta Violet, retorciéndose en la silla—. Na-na.

Me preparo para la batalla y llamo esa misma tarde a mi madre, pero los dioses son clementes y se activa el contestador.

—Hola, mamá, soy Maggie. Me he enterado de la noticia y… lo siento. Eh… te llamaré más tarde. Espero que estés bien. Adiós.

Un mensaje fugaz, pero un mensaje al fin y al cabo.

Voy a hacerle una visita a la señor Kandinsky. Estamos un rato charlando, pero no abordo la situación de mis padres. La señora Kandinsky va a ir a visitar a su sobrina nieta este fin de semana y mi diminuta inquilina está ocupada haciendo la maleta.

—¿Fue usted feliz mientras estuvo casada, señora Kandinsky? —le pregunto mientras ella dobla jerseys con sus manos artríticas con una sorprendente agilidad.

Aunque solo va a estar dos días fuera, tiene seis conjuntos completos sobre la cama. Me siento sobre el edredón y le tiendo la ropa que me va indicando.

—Claro que sí —contesta—, éramos felices. Dame ese jersey rosa, cariño.

—¿Y cuál fue su secreto?

Sonrío, sabiendo lo mucho que le gusta hablar del señor Kandinsky, que lleva ya más de veinte años muerto.

—Creo, querida, que nuestro secreto fue que practicábamos asiduamente el sexo —reconoce abiertamente—. Uno no puede ser desgraciado si practica el sexo.

—Ya entiendo —me sonrojo—. Bueno, me alegro por usted, eso es genial.

—Tengo que reconocer que es algo que echo de menos. Probablemente me mataría, pero si uno tiene que morir de todas formas…

—¡Señora Kandinsky! —me echo a reír—. Es usted increíble.

—Bueno, yo creo que todo el mundo es muy parecido, Maggie —replica—. Querida, ¿puedes pasarme esa chaqueta? Tú y ese hombre que siempre está con el ceño fruncido, ¿cómo se llama? ¿McCoy?

—Malone —farfullo con el rostro encendido.

—Sí, Malone. Por lo que se oye desde aquí, seréis muy felices —ríe a carcajadas—. El otro día llegaste a casa muy contenta.

—Muy bien, ahora tengo prisa. Que tenga un buen fin de semana.

Avergonzada, y secretamente complacida por haber impresionado a la anciana, le doy un beso en la mejilla y corro escaleras arriba.

Y, hablando de estar secretamente complacida, hay una parte de mí que no puede evitar sentirse secretamente orgullosa por el divorcio de mis padres. Aunque ha sido una noticia impactante, y no puedo decir que buena, ha anidado en mi pecho un cierto sentimiento de vindicación.

Siempre he pensado que mi padre era demasiado bueno para mi madre. Ella nunca ha parecido apreciarle, siempre está metiéndose con él, dándole órdenes, como si fuera Napoleón dándoles órdenes a sus tropas en Rusia. Y, al igual que Napoleón, ha terminado yendo demasiado lejos. Lo siento por lo incómodo y violento de esta situación. Lo siento también porque nuestra familia ya nunca volverá a ser la misma, pero tengo la sensación de que mi madre se lo merecía.

Saco uno de mis jerseys más bonitos del armario y me tomo mi tiempo para maquillarme. La cena de los voluntarios promete ser divertida. El padre Tim suele darnos bien de comer y de beber. Normalmente nos quedamos hasta bastante tarde. La última vez, Betty Zebrowski estuvo tocando el piano y los demás cantando. Más tarde, algunas de nosotras fuimos a la iglesia, supuestamente para rezar a medianoche, pero terminamos riéndonos de tal manera que Betty Zebrowski se orinó encima. Es una de las fiestas más divertidas del pueblo.

Cuando llego a la casa del párroco, ya está todo el mundo allí reunido. La señora Plutarski, desgraciadamente, Lousie Evans, Mabel Greenwood, Jacob Pelletier, Noah Grimley y Beth Seymour. Betty, la que tuvo problemas en la iglesia, está ingresada en el hospital para someterse a una operación de vejiga.

—¡Maggie! —exclama el padre Tim al verme entrar.

Se levanta, me da la mano y la sostiene entre las suyas durante largo rato.

—¿Cómo estás, Maggie? —pregunta—. Te llamé el otro día, pero no estabas en casa. He estado pensando en ti y en tu querido Colonel.

—Gracias, padre Tim —contesto, sintiéndome reconfortada por su consideración.

—Me alegro de que hayas venido. Ahora la fiesta ya puede empezar. ¿Quieres beber algo, Maggie? He abierto ya una botella de vino y ha desaparecido más rápido que el demonio en una habitación de baptistas.

El padre Tim está en plena forma. Me pasa los entremeses, quitándole la bandeja a la señora Plutarski que intenta dejar claro que ella es la que más ayuda allí. Aunque normalmente compito con ella por el puesto, esta noche me conformo con ser atendida. Mastico satisfecha los escalopes envueltos en lonchas de beicon y los buñuelos de langosta y hablo con Jacob, que arregló las goteras de la parroquia el año pasado.

—Están deliciosos, padre Tim —señalo los buñuelos de langosta mientras el sacerdote me vuelve a llenar la copa.

—Sabía que eran uno de tus platos favoritos —sonríe—. Los daría en misa si así pudiera conseguir que vinieras.

Sonrío a modo de respuesta, pero no contesto. Jake se aleja para coquetear con Louise Evans, al parecer, tuvieron algo cuando estaban en el instituto, hace unos cuarenta años. El padre Tim se pone repentinamente serio.

—Maggie, hoy he estado hablando con tu madre —me dice con voz queda.

—¡Vaya! Pues sí que se ha dado prisa —contesto—. ¿Cómo está? Antes he llamado a casa, pero no me ha contestado.

—Está destrozada, por supuesto, y esperando que tu padre vea la luz. Le he ofrecido algunos consejos con la esperanza de que puedan mejorar las cosas entre ellos sin necesidad de recurrir a… bueno, ya sabes —me palmea las manos y me las aprieta con cariño—. Debe de ser terrible para ti.

—Desde luego, ha sido una noticia sorprendente —respondo con prudencia—. La cuestión es, padre Tim, que no es fácil vivir con una mujer como mi madre. Le cuesta ponerse en el lugar de los otros. No sé si entiende lo que quiero decir.

—Claro que lo entiendo, Maggie, claro que lo entiendo. Pero estamos hablando del sagrado sacramento del matrimonio y creo que hay que preservarlo a cualquier precio. Uno no puede abandonar a una persona a la que ama.

—Umm, no, por supuesto. Pero mi padre ha vivido dominado por ella durante toda su vida, padre Tim. Supongo que usted mismo lo ha visto, ¿verdad? Mi madre no es… bueno, a lo mejor este no es el mejor momento de hablar sobre ello —le digo al ver a Beth desesperada por establecer contacto visual conmigo.

Noah Grimley ha abandonado la fuente del cóctel de gambas y se ha acercado a ella. Y aunque tiene edad suficiente como para ser su abuelo y le falta algún diente, debo intervenir. Ella hizo lo mismo por mí el pasado otoño.

—A lo mejor podemos hablar más tarde —sugiere el padre Tim.

—Claro —contesto.

Pero a decir verdad, no tengo muchas ganas de hablar con nadie del matrimonio de mis padres. Me acerco a Noah y le pregunto por su nueva embarcación, un tema con el que, por lo menos en la costa de Maine, se puede conseguir que un hombre deje de pensar en el sexo.

La fiesta es maravillosa. El padre Tim nos entretiene, nos alimenta y nos da de beber hasta que terminamos todos achispados y riendo a carcajadas con las anécdotas que cuenta sobre su infancia en Irlanda y las travesuras que hacía con sus seis hermanos. No puedo evitar sentirme especial, al parecer siempre se las arregla para reconocer públicamente que nuestra amistad es algo diferente.

«Bueno, supongo que la pobre Maggie ya habrá oído esto alguna vez», dice antes de contar alguna anécdota, o «cuando Maggie, su padre y yo fuimos el otoño pasado a Machias para buscar la imagen de la Virgen de Fátima»… El rostro de Edith Plutarski está cada vez más sombrío, advierto en medio del agradable mareo provocado por el vino. Definitivamente, esta es la señal de que estamos disfrutando de una velada feliz.

Cuando no podemos comer ni una miga más, el padre Tim nos acompaña a la puerta.

—Ten cuidado con el coche, Jacob —le recomienda al único abstemio del grupo.

Jake llevará a todos los que viven lejos de allí, aunque Noah y yo volveremos andando.

—Os acompaño, si no os importa —se ofrece el padre Tim—. Me vendrá bien tomar un poco de aire fresco.

Noah envuelve unas cuantas gambas en una servilleta y se las guarda en el bolsillo. El padre Tim y yo fingimos no darnos cuenta.

—¿Vienes, Noah? —le pregunto mientras él sigue supervisando las bandejas.

—Sí —gruñe.

El aire de la noche es frío, más propio de febrero que de abril, pero se agradece después de haber soportado el calor sofocante de la rectoría. La casa de Noah está a una manzana de la mía. En cuanto llegamos, el padre Tim se despide de él estrechándole la mano.

—Gracias por venir —le agradece.

—De nada —responde Noah—. Buenas noches, Maggie.

—Buenas noches, Noah.

El padre Tim se detiene.

—Bueno, ¿te importa que te acompañe a casa?

—Claro que no —contesto.

En realidad, estoy al lado. No puedo evitar notar que el padre Tim parece… triste. Siento que se me encoge el corazón en el pecho.

—¿Va todo bien, padre? —le pregunto mientras andamos.

—Es curioso que seas tú la que lo preguntes —responde suavemente.

Parece escrutar el cielo con la mirada antes de mirarme a los ojos. Como siempre, siento la extraña atracción que me invade cuando miro esos ojos bondadosos y ese rostro perfecto. El padre permanece en silencio durante cerca de un minuto y el corazón comienza a latirme violentamente en el pecho por culpa de los nervios. O a lo mejor es porque me siento culpable por seguir encontrándole tan atractivo.

—Bueno, tengo que enfrentarme a decisiones difíciles —dice enigmático.

Parece, más que de un sacerdote, una frase de una galleta de la suerte. No añade nada más y yo no pregunto.

Apenas tardamos unos minutos en llegar a mi casa. El padre Tim se vuelve entonces hacia mí.

—Espero que sepas que eres una amiga muy especial para mí, Maggie —susurra—. Una gran amiga.

Qué raro.

—Claro —trago saliva—. Y yo pienso lo mismo de usted.

Desvío la mirada para ver si la señora Kandinsky nos está espiando y entonces recuerdo que va a pasar el fin de semana fuera del pueblo.

—Tienes algo muy especial, Maggie —añade con voz queda—. Espero que seas consciente de ello. Incluso en el caso de que las cosas cambien, espero… Bueno —me mira intensamente, como si estuviera intentando decirme algo de forma telepática.

«Incluso en el caso de que las cosas cambien». ¿Qué significa eso? ¿Qué demonios está intentando decirme?

Me sonrojo.

—Es muy amable al decírmelo. La velada de esta noche ha sido muy divertida. Mucho. Gracias, padre Tim.

El padre Tim no se mueve. Continúa mirándome profundamente a los ojos. Después, desvía la mirada y suspira.

—Bueno, buenas noches, Maggie.

—¡Buenas noches! Y gracias, gracias por todo. ¡Adiós!

Recorro a toda velocidad la distancia que me separa del porche y subo las escaleras alegrándome, quizá por primera vez en mi vida, de poner cierta distancia con el padre Tim.