Malone es el primero en despertarse y levantarse de la cama.
—Nos vemos en el muelle a las siete, ¿de acuerdo? —me pregunta.
—De acuerdo —contesto, frotándome los ojos.
Se va y cierra la puerta quedamente tras él.
Me levanto intentando no buscar a Colonel en cada rincón, me doy una ducha rápida y me pongo unos vaqueros y un jersey. Me acerco un momento a la cama de Colonel, me agacho y acaricio el cojín afelpado.
—Te echo de menos, cariño —susurro.
Después, llamo a Octavio y le digo que me voy a tomar el día libre.
—Claro, jefa —me dice—. Te lo mereces.
Si las siete de la mañana no es una hora demasiado temprana para ir a la cafetería, es incluso tardía si eres un pescador de langosta. La mayoría de las embarcaciones están ya preparadas, incluyendo la de mi hermano, La Amenaza de las Gemelas, sin embargo Anne la Fea continúa bamboleándose en su amarre mientras sube la marea. Malone me espera al lado de un bote neumático.
—¿Vamos a salir a pescar? —le pregunto.
—No —responde mientras me tiende la mano para meterme en el bote.
El olor a arenque, que es el cebo que utilizan los pescadores de langosta, es un olor rancio y fuerte, pero es un olor que he tenido cerca durante toda mi vida. Aun así, paso un buen rato respirando solo por la boca, hasta que vamos hacia Anne la Fea. Las olas rompen contra el casco de la embarcación, mojándome de vez en cuando.
—Un nombre encantador —comento mientras nos acercamos al bote. Malone sonríe, haciendo más profundas sus arrugas—. ¿Quién es Anne?
—Mi abuela —contesta.
—¿Y ella sabe que la has inmortalizado de esa forma?
—Sí —sonríe, pero no dice nada más. Sube a bordo y me tiende la mano—. Siéntate —me pide.
En una embarcación de pesca, todo está diseñado para trabajar, no hay comodidades de ningún tipo. No hay un lugar en el que puedas acomodarte, solo una zona en medio para que puedas sentarte si lo necesitas, algo que rara vez les ocurre a los pescadores. La cabina está abarrotada con el equipo: un par de radios, el GPS y un radar. Hay unos toneles para el cebo y tanques para las langostas. Si Malone fuera a revisar trampas, habría diez o doce trampas extra apiladas en la cubierta y metros de líneas de nasas esperando, pero cada noche, los pescadores descargan el barco en el muelle y la cubierta está completamente vacía en este momento. Me siento en la borda, intentando no molestar.
Malone comprueba todos los aparatos antes de zarpar, pone la embarcación en marcha y suelta las amarras. El viento es frío y limpio y nos dirigimos hacia el mar. Malone pasa por delante del Douglas Point y sortea el banco de arena Cuthamn’s. Las boyas de colores salpican el agua. Son tantas y están tan juntas que uno podría regresar caminando hasta casa, como dice Billy Bottoms. Avanzamos como si estuviéramos navegando en un laberinto. Tardamos cerca de veinte minutos en salir de la zona de boyas e incluso entonces, la costa está llena de peligrosos bancos de arena, islas diminutas y mareas y corrientes peligrosas. Pero en cuanto nos alejamos un poco, Malone suelta el timón y me mira.
—¿Vamos a revisar las trampas? —aventuro mientras me pongo la capucha del abrigo.
—No.
—Entonces, ¿adónde vamos?
Revisa los controles y me mira. Yo estoy sentada en la borda, suficientemente insegura como para ir agarrada.
—Es una sorpresa —contesta mientras abre un termo—. ¿Quieres café?
Me sirve una taza de café, solo, pero no me quejo, ni menciono que ya sabía que tomaba el café solo y sin azúcar. Después fija de nuevo la atención en el mar. Yo miro hacia atrás y observo a las gaviotas y a los cormoranes que nos siguen, esperando apoderarse de algún cebo. A Colonel le habría encantado estar aquí, pienso. El olor, el pescado… a lo mejor hasta se habría revolcado en algo fétido, un pasatiempo que adoraba por encima de todos los demás.
El sonido del motor es tranquilizador y la brisa húmeda y salada con un ligero olor a pescado. El sol parece coquetear con la posibilidad de hacer su aparición, pero reconsidera su postura y continúa escondido. Los jirones de niebla abrazan la rocosa orilla salpicada de pinos.
Bebo el café y estudio al capitán, que en el mar parece un hombre diferente. Está tranquilo, algo que rara vez he visto en Malone. Comprueba de vez en cuando el panel de mandos, ajusta el acelerador y dirige la embarcación con confianza. Como la cabina está abierta, el viento le agita el pelo y la chaqueta.
—¿Estás bien? —pregunta.
—Claro —contesto.
Malone señala un grupo de frailecillos, unos pajaritos negros y blancos que caminan con pasos inseguros por la orilla de un islote. Le hago algunas preguntas sobre el barco, pero apenas hablamos. Y la verdad es que es un silencio agradable. A unos metros de la embarcación asoma la cabeza negra de una foca. Nos mira un momento, con su piel sedosa y resplandeciente, y vuelve a deslizarse bajo la superficie. El pelo me azota la cara hasta que Malone me ofrece una goma, una de las miles que tiene para sujetar las pinzas de las langostas. El motor suena alto y fuerte, pero no tanto como para hogar los chillidos de las gaviotas que nos siguen o el chapoteo de las olas.
Al cabo de una hora volvemos a encontrarnos con una zona de boyas. Malone reduce la velocidad y navega con cuidado a través de ellas. Después, se dirige hacia un muelle en el que hay cerca de doce embarcaciones amarradas.
—¿Dónde estamos? —le pregunto.
—En Linden —no me mira.
—¿Y qué estamos haciendo aquí?
Se encoge de hombros y busca mis ojos. Parece un poco avergonzado.
—Bueno, hoy hay algo especial. Una competición de leñadores. He pensado que te gustaría verlo.
Asegura la barca y sale al muelle. Después, me tiende la mano para ayudarme a desembarcar.
—¿Una competición de leñadores? —pregunto.
—Sí, ya sabes, cortan árboles con hachas y esas cosas. También hay una feria. Puestos de artesanía, juegos… y comida.
¿Se está sonrojando? Se vuelve antes de que pueda estar segura.
—¿Malone? —le llamo.
—¿Sí?
—¿Sabes? Esto se parece sospechosamente a una cita —sonrío mientras lo digo—. Da la sensación de que lo tenías todo planeado.
Malone me mira con los ojos entrecerrados, pero está sonriendo.
—¿Quieres que gane uno de esos muñecos de las ferias o no?
—¡Sí, sí quiero! —contesto, agarrándole del brazo—. La pregunta es, ¿podrás conseguirlo?
—Claro que sí, Maggie —responde—. La pregunta es, ¿cuánto dinero tendré que perder para ello?
Es casi surrealista estar aquí con el sombrío Malone. Y del brazo, nada menos. Siento una burbuja de felicidad dentro de mí, una sensación extraña y muy agradable mientras nos dirigimos hacia la feria. El olor a pescado desaparece ahogado por la fragancia deliciosa de la canela.
—Parece que están vendiendo desayunos en el club de tiro.
—Genial, tengo tanta hambre que hasta el cebo que llevas en el barco está empezando a parecerme apetitoso.
Malone me pide un sándwich de huevos con jamón, un bollo de canela y una taza de café y pide lo mismo para él. Agarramos nuestra comida y nos vamos a sentar a una de las mesas, desde donde nos dedicamos a mirar a la gente.
—No puedo decir que te haya visto nunca comer mucho, Malone —comento con la boca llena del que probablemente sea el mejor sándwich que he desayunado en mi vida.
—Pues lo hago todos los días —responde—. Vamos, vamos a dar una vuelta.
En esta zona de Maine, la feria es todo un acontecimiento. Está demasiado al sur como para que hubiéramos podido venir en coche. Nos habría llevado horas, pero en barco está prácticamente en línea recta. A medio camino nos encontramos con una zona de atracciones. Los niños corren del tiovivo a la noria, tirando a sus padres de la mano, pidiendo más vueltas, más comida, más juegos. Los sonidos alegres de la feria nos llegan por oleadas, la música de las atracciones, los gritos de los niños, la risa de los padres. Sin pensar siquiera en lo que hago, deslizo la mano en la de Malone. Él vuelve la cabeza para mirarme y veo cómo la comisura de sus labios se alza en algo parecido a una sonrisa. El corazón me da un vuelco.
—¡Gane un premio para la señorita! —dice uno de los feriantes—. Tiene tres tiros para ganar un premio —señala las escopetas colocadas en línea sobre el mostrador.
—¡Viva! —exclamo—. Aquí tienes tu oportunidad, Malone. Demuestra tu virilidad y gana un premio para mí. Umm, veamos, ¿qué tal esa rata de peluche azul?
—¿Estás segura? ¿No prefieres la cebra rosa?
—No, no. Yo quiero la rata azul.
—Entonces, a por la rata azul.
Doce dólares después, soy la orgullosa propietaria del animal de peluche más feo sobre el que he puesto jamás mis ojos.
—Gracias, Malone —le digo, besando mi trofeo.
—De nada. Y quiero que sepas que el cañón de esa escopeta estaba trucado.
Prescindimos de las atracciones porque tengo miedo a las alturas y, dejando de lado el tiovivo, el resto parecen diseñadas para una muerte rápida. En cambio, nos acercamos a ver una competición de altura. Los hombres suben unos postes de unos doce metros de altura con la agilidad de una ardilla. Cuando termina el concurso vamos a ver a un hombre tallando un oso del tamaño de un ser humano en un bloque de madera.
—Quedaría genial delante de la puerta de la cafetería —comento medio en serio.
Malone se echa a reír.
Hay una tienda en la que venden artesanías: alfombras, mantas de ganchillo, bordados y lazos vuelan al viento. Paseo por la zona de los dulces, viendo las tartas de café, las galletas, los pasteles y las tartas de queso. Malone me compra una porción.
—Me gustan las mujeres que comen —me dice, y le doy un puñetazo en el brazo.
—Entonces, Malone —comienzo a preguntar después de morder un pedazo de una cremosa tarta de queso—, ¿nunca vas a decirme cómo te llamas?
—¿Por qué quieres saberlo? —me pregunta sin mirarme.
—Porque… porque sí.
—Umm. Es una pena.
—¿Sabes? Podría preguntárselo a Chantal. Ella tiene acceso a toda clase de documentos. Apuesto lo que quieras a que tu nombre aparece en alguna parte. Además, no pienso darte ni un poquito de tarta de queso si no me lo dices, y, como puedes ver, está desapareciendo bastante rápido. Estás perdiendo tu oportunidad.
—A lo mejor en otro momento.
Suspiro.
—Eres consciente de que no hablas mucho, ¿verdad, Malone? —le digo y tomo otro pedazo de tarta.
—Tú hablas por los dos —contesta él, y vuelve a darme la mano.
Hace un día maravilloso. No hace demasiado frío y no llueve, lo que para nosotros se traduce en un tiempo inmejorable. Un cuarteto de cantantes a cappella interpreta una cursi canción de la Segunda Guerra Mundial. Aparentemente, los gaiteros harán su aparición en otro momento del día.
Para la una y media estamos cansados de la feria, aunque no hemos recorrido ni la cuarta parte de ella. Hay un rompeolas hecho de bloques de piedra, caminamos hasta allí y nos sentamos. La piedra está fría, pero no me importa. Malone me pasa el brazo por los hombros.
—¿Tienes frío?
—No —contesto. Me apoyo en su hombro—. Malone, háblame de tu familia.
Al menos no se tensa, pero permanece completamente quieto.
—¿Qué quieres saber?
Por supuesto, lo primero que quiero saber es cómo es su relación con su hija. Una hija adolescente, ¿qué supone para él? Y, para ser sincera, ¿qué puede significar para mí? La verdad es que, tal como ha sido hasta ahora mi relación con Malone, no he sido capaz de imaginar nada al respecto, pero quiero saberlo. ¿Su hija aceptaría que su padre tuviera novia? ¿Podríamos ser amigas? ¿Me odiaría, se negaría a visitar a su padre y clavaría alfileres en una muñeca vudú con mi nombre? Me aclaro la garganta.
—Tienes una hija, ¿verdad?
—Sí.
—¿Estáis muy unidos?
—Todo lo unido que puedes estar cuando vives en el otro extremo de la costa —responde en tono neutral.
—Supongo que la echas de menos.
—Sí.
Ahogo un suspiro. El tema de su hija parece cerrado.
—¿Sabes que fui al colegio con tu hermana?
—Sí.
Espero, pero no dice nada más.
—Creo recordar que no tuvisteis una infancia muy feliz —aventuro con cuidado.
No es del todo cierto, Christy es la única que se acuerda, no yo, pero espero que eso le ayude a abrirse un poco.
Malone deja caer el brazo que me estaba pasando por los hombros y se vuelve hacia mí.
—Maggie… —su boca se transforma en una línea tensa—. Mira, tienes razón. No fue muy agradable, pero ya ha pasado mucho tiempo y te he traído hasta aquí para que pases un buen día, ¿de acuerdo? Prefiero no hablar de toda esa mierda.
—De acuerdo, de acuerdo —veo que frunce el ceño con fiereza.
«Cada cosa a su tiempo, Maggie», me digo y levanto la mano.
—Lo siento. Para mí está siendo un día muy agradable. Mucho —se suaviza el ceño—. Estás siendo encantador. De hecho, no sabía que podías ser tan caballeroso.
Por fin sonríe, aunque a regañadientes.
—De acuerdo. Bueno, hace más de media hora que no comes, debes de estar desfallecida. ¿Te apetece una sopa de pescado?
—¿Qué te parece una sopa de langosta? Quiero apoyar a la industria local y todas esas cosas.
Malone se levanta, me ayuda a incorporarme y volvemos a la zona de los puestos. Nos detenemos delante de uno con un letrero que dice: La mejor sopa de langosta de Eva. Y tengo que reconocer que debe de ser cierto. Rebaño el plato con la cuchara y veo que Malone me mira divertido.
—En realidad no como tanto —me defiendo—. El problema es que tú no comes nada.
—Querrás decir que no como lo que tú cocinas.
—Sí, ya lo he notado. Y tú te lo pierdes, porque mis habilidades culinarias son increíbles.
Malone se inclina hacia mí y me roza la mejilla con su mejilla sin afeitar.
—Estoy más interesado en otras de tus habilidades, Maggie —susurra.
Siento que se me debilitan las rodillas, tiro el cuenco vacío en una papelera y le rodeo la cintura con los brazos. Me besa, es un beso maravillosamente intenso. La suavidad sedosa de sus labios contrasta con la aspereza de su barba.
—Vamos —susurra—, volvamos al bote.
Malone conduce Anne la Fea desde el puerto hasta un pequeño islote, donde me enseña algunas cosas más sobre la pesca de la langosta, como que es posible hacer el amor en la cabina de la embarcación, aunque quede poco sitio para las equivocaciones. Tiramos alguna que otra cosa de vez en cuando y para cuando terminamos, tengo las piernas temblorosas y la respiración agitada.
—Si he gritado demasiado, lo siento —susurro.
Sí, ahora estoy callada, pero hace dos minutos no lo estaba tanto.
—He pensado que me gustaba cómo gritabas —responde Malone, sonriendo contra mi cuello.
Unos minutos después, vuelve a poner el motor en marcha y abandonamos el laberinto de boyas.
Me subo la cremallera del abrigo y observo cómo desaparece el puerto tras nosotros. Algunas gaviotas esperanzadas siguen la embarcación durante un rato, hasta que se dan cuenta de que no vamos a pescar nada y deciden renunciar y volver a tierra.
—¡Mierda! —exclama Malone desde la cabina.
—¿Qué pasa? —le pregunto.
—Las aletas del turbo han vuelto a atascarse, maldita sea.
Me acerco a la puerta de la cabina.
—Pero podremos volver a casa, ¿verdad?
—Sí, a casa podremos volver. Pero después tendré que limpiarlas y comprobar cuál es el problema —me mira y se aparta—. Ven, ¿quieres ser capitán por un día?
Nos hemos alejado ya de las boyas y las nasas que podrían enredarse en el barco, así que me siento suficientemente segura. Malone permanece detrás de mí y corrige delicadamente el curso cuando se necesita. Yo me reclino contra él y él apoya la barbilla en mi cabeza.
—¿Te gusta dedicarte a la pesca de la langosta? —le pregunto.
—Claro —contesta.
—Pero es una vida muy dura.
—Y también una vida maravillosa —me sonríe—. Maggie, mira, tenemos a un grupo de marsopas delante.
—¿Sabes, Malone? —le digo mientras observamos el blanco plateado de las marsopas.
—¿Qué? —me pregunta.
—El de hoy ha sido el mejor día que he tenido en mucho tiempo —me vuelvo y le doy un beso en la mejilla.
—¡Cuidado! —me advierte cuando la embarcación gira de pronto. Alarga el brazo y me ayuda a ajustar el rumbo—. La marea es bastante fuerte. Yo también, por cierto.
Para cuando regresamos al muelle, es ya la hora de cenar.
—Ahora que ya has probado las otras, ¿quieres que te demuestre mis habilidades culinarias, Malone? —sonrío mientras él amarra el barco a toda velocidad.
Se endereza.
—Lo siento, Maggie —me dice—. Necesito arreglar el cargador para mañana, y no es un trabajo agradable.
—Ah, vale.
Me siento repentinamente desilusionada. Malone salta a la pasarela y me ayuda a bajar. En cuestión de segundos, estamos de nuevo en el muelle. Billy Bottoms nos saluda, va ya de camino hacia su casa, pero aparte de él no hay nadie por los alrededores.
—Eh, bueno, gracias, Malone. Ha sido un día… muy bonito. Muchas gracias.
Siento cómo van enrojeciendo mis mejillas mientras permanecemos mirándonos el uno al otro en silencio. La inseguridad que me produce esta relación hace su aparición.
—Hasta pronto —se despide.
Me agarra por la barbilla. «¿Hasta cuándo?», quiero preguntar, pero sé que ahora mismo está pensando en el barco.
—Gracias otra vez. Adiós —me alejo de la plataforma para regresar a tierra firme.
Tengo cuatro mensajes esperándome en casa: de Christy, Jonah, Chantal y del padre Tim. Todos dicen lo mismo, quieren saber cómo estoy y si necesito compañía, pero esta noche quiero estar sola. La tristeza que siento por la muerte de mi mascota ha sido atemperada por la sorprendente dulzura de Malone y esta noche quiero entregarme a ambos sentimientos. Meto una pizza congelada en el horno y después guardo las cosas de Colonel en una caja, permitiéndome llorar con todas mis ganas. Algún día tendré otro perro, pero nunca será un amigo como Colonel. Pero ahora tengo otro amigo: Malone. Ha estado a mi lado cuando le he necesitado.