2

El viernes por la tarde, salgo de la cafetería en cuanto termino todos los dulces que voy a necesitar al día siguiente y me dirijo a casa. Voy particularmente animada. Will, el mejor cuñado del mundo, ha sido fiel a su palabra. Tengo una cita.

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez. Me devano los sesos intentando recordar cuándo he tenido mi última cita, y me quedo en blanco. Fue antes de que el padre Tim llegara al pueblo, de eso estoy segura.

En cualquier caso, no importa. Le acaricio el lomo a Colonel para tranquilizarlo y me cierro ligeramente el abrigo. Esta noche tengo una cita y pienso disfrutarla. Una cena agradable en compañía de alguien. Giro en mi calle y me dirijo hacia la casa que compré varios años atrás. En el primer piso vive la señora Kandinsky, mi inquilina. Tiene noventa años y es una anciana adorable, diminuta como un pajarillo, que teje gorros y jerseys a una velocidad impresionante, teniendo en cuenta que tiene los dedos agarrotados por la artritis.

Llamo a la puerta de la señora Kandinsky y espero. A veces le cuesta un buen rato levantarse. Al final abre la puerta con recelo, hasta que ve que soy yo.

—¡Hola, cariño! —me saluda.

—¡Hola, señora Kandinsky! —respondo mientras me agacho para darle un beso en la mejilla—. Le he traído un pastel de carne. Y también varias guarniciones.

—¡Oh, Maggie, qué amable! Todavía no sabía qué iba a prepararme esta noche. ¡Y ahora ya no tengo que cocinar! Eres un ángel. Pasa, pasa.

Habla de una forma tan enfática que parece estar cantando y en cuanto paso un rato con ella, me descubro imitándola.

Aunque todavía me quedan un par de horas, estoy deseando subir a mi casa y disfrutar del sentimiento de anticipación previo a una cita. Pero la señora Kandinsky es una mujer muy dulce y muchos días, yo soy la única persona a la que ve. Sus nietos, ya mayores, viven fuera del estado y la mayor parte de sus amigos han muerto. Normalmente le llevo algo de cenar por razones generosas y egoístas al mismo tiempo. Entre otras cosas, no quiero que me queme la casa intentando cocinar. Así que le llevo bizcochos de arándanos, magdalenas, macarrones con queso o cualquier otra cosa que haya cocinado a lo largo del día.

Entramos en el cuarto de estar, abarrotado de muebles y revistas y una pequeña televisión. La tiene conectada a mi antena parabólica y en este momento está viendo un partido de fútbol entre Italia y Rusia. El olor a persona anciana, a cerrado y a medicinas, me resulta extrañamente conmovedor. Siento un cosquilleo en la garganta.

—No puedo quedarme, señora Kandinsky —le explico—. Esta noche tengo una cita.

¡Ya estoy otra vez! Contándole mi vida a todo el mundo. Pero por lo menos en esta ocasión, sé que el hombre con el que voy a salir no es sacerdote.

—¡Qué maravilla! Recuerdo la época en la que el señor Kandinsky me cortejaba. Mi padre no lo aprobaba, ¿sabes?

Sí, claro que lo sé. He oído la historia docenas de veces. Para recordárselo, comento:

—Sí. Y solía enseñarle al señor Kandinsky su colección de pistolas, ¿verdad?

—Mi padre solía enseñarle a Walter mi colección de pistolas mientras me esperaba. ¿Te lo imaginas? —las arrugas de su rostro se multiplican cuando ríe con esa risa tan deliciosamente cantarina.

—El señor Kandinsky debía de quererla mucho si fue capaz de aguantar una cosa así —respondo, sonriendo.

—Claro que me quería. ¿Te importaría calentarme el pastel de carne, Maggie, cariño?

Me inclino hacia ella y le doy un beso en la mejilla.

—Claro que no me importa. Pero recuerde que tengo una cita.

Llevo el plato al microondas y pulso el botón. La señora Kandinsky tiende a olvidar cómo se utiliza el microondas, aunque a veces huele a palomitas a última hora de la noche. Posiblemente solo lo utiliza para lo que ella considera cosas importantes. En el mostrador de la cocina veo un tubo de una crema de manos reparadora para pieles extra secas.

—Señora Kandinsky, ¿le importaría dejarme su crema de manos? —le pregunto.

—¡Por supuesto! Mi madre siempre decía que a una dama se la puede juzgar por sus manos.

—Espero que no —musito mientras ataco una grieta que está cerca de mi pulgar.

Diez minutos después, estoy subiendo a mi apartamento. Colonel está más cansado de lo normal y tengo que subir con él los últimos escalones.

—Ya está, grandullón —le animo mientras le preparo la cena.

Introduzco una pastilla de glucosamina y otra de un antiinflamatorio para perros en una cucharada de mantequilla de cacahuete y le meto la cuchara en la boca.

—¡Mantequilla de cacahuete! —anuncio.

Colonel sacude la cola feliz mientras acaba la medicina.

—Buen chico. Y aquí tienes la cena, guapetón.

En consideración al estado de sus caderas, nunca le obligo a sentarse antes de empezar.

Una vez finalizadas mis responsabilidades, me tomo un minuto para sentarme en una silla y relajarme. Tengo una casa pequeña. Consta de una cocina diminuta, un cuarto de estar, un dormitorio pequeño y un cuarto de baño en el que apenas tengo suficiente espacio como para permanecer de pie. Pero me encanta. Como mesita de café tengo un baúl marinero en el que guardo las colchas de ganchillo que teje la señora Kandinsky. Las fotografías de Violet decoran la puerta del frigorífico y en el alféizar de la ventana florecen violetas africanas en honor a mi sobrina. Las colecciones de cajas de cerillas y de saleros con formas de animales las tengo alineadas en la estantería que mi padre y yo pusimos hace unos años. De la pared cuelgan varias fuentes antiguas y, en vez de percheros, utilizo pomos de cristal o porcelana para colgar los abrigos. En otra de las paredes tengo cerca de seis o siete casas decorativas para pájaros, regalos de mi padre, que las hace casi tan rápido como la señora Kandinsky teje colchas de ganchillo.

Bueno, ¡ha llegado la hora de prepararme para la cita! Ya tengo pensado lo que voy a ponerme esta noche: pantalones negros, un jersey rojo y unos zapatos de ante para el restaurante. El hielo, la sal y el barro que separan mi casa del coche destrozarían cualquier cosa que no sean mis fieles botas L.L. Bean con solo dar un solo paso. Me ducho, me seco el pelo, me maquillo y después me miro complacida en el espejo. No suelo dejarme el pelo suelto, pero hoy me parece que lo tengo particularmente suave y brillante gracias al nuevo corte de pelo y a los reflejos. El maquillaje agranda mis ojos grises y el colorete crea un efecto asombroso en mi piel clara. Me pongo un collar, le doy a mi perro un palo de cuero para que se entretenga y me voy.

Roger Martin, el enfermero con el que he quedado a cenar, me llamó hace tres días, urgido por Will. Parecía contento con la cita, aunque no habló mucho. Hemos quedado en encontrarnos en el Loon, un bonito restaurante de Machias que frecuentan Christy y Will. Por qué necesitaba que le concertaran una cita continua siendo un misterio, pero a mí también me han ayudado a encontrarle, así que decido no juzgarle por ello.

Me lleva un buen rato llegar al restaurante desde Gideon’s Cove. Las carreteras son estrechas y con numerosas curvas en nuestra pequeña península. Pero no me importa, voy tarareando una canción de la radio mientras conduzco. No suelo salir a menudo del pueblo y cuando lo hago, normalmente voy andando o en bicicleta. Mi coche, un Subaru familiar, es perfecto para llevar carga cuando voy al centro comercial de Calais. Allí compro litros y litros de productos de limpieza, lejía, bolsas de basura y harina. Para el día a día, prefiero el transporte humano.

Paso por la Universidad de Maine y continúo hasta el final de la calle. El restaurante es un local muy animado, con vigas expuestas en la fachada y luces a los pies de los arbustos que flanquean el camino de la entrada. La sensación al entrar es muy agradable. El local tiene los suelos de madera, las velas titilan sobre las mesas de manteles blancos y hay un piano en una esquina. Le pregunto al maître por Roger y me conduce hacia una mesa. Tal como cabía esperar, allí está, estudiando la carta. La extraña emoción de estar a punto de conocer a alguien fluye en mi interior.

—Hola, Maggie, soy Roggie —se presenta, tendiéndome la mano.

Es un hombre de aspecto normal, ni particularmente atractivo ni feo, de altura también media y con un ligero sobrepeso. Tiene los ojos azules y el pelo castaño y en franca recesión.

—Hola, soy Maggie. ¿Cómo estás? Bonito restaurante, ¿verdad? Es muy acogedor. Mi hermana dice que la comida es muy buena.

Me sonrojo ligeramente. Realmente, debería tener cuidado con esa tendencia mía a parlotear.

Roger sonríe.

—Siéntate —me invita.

Me siento, dejo el bolso a mis pies y comienzo a toquetear los cubiertos.

—Pues sí, bonito restaurante —repito—. Gracias por venir. Quiero decir, por… Bueno… ¡Oh, mierda! Lo siento —río nerviosa—. No suelo salir mucho —¡tengo que dejar de hablar!—. Por lo menos en citas a ciegas. Supongo que por eso estoy un poco nerviosa. Pero pareces una buena persona. Y tienes un buen trabajo, no es un trabajo que resulte amenazante. Al fin y al cabo, eres enfermero. Así que ya sabes, hasta ahora todo va perfecto.

Dios mío, ¡cualquiera que me oiga! Parezco un chimpancé hablando a toda velocidad.

—Eh, ¿te apetece una copa? —me pregunta.

El alcohol exacerba mi tendencia a hablar, así que debería rechazarla.

—Tomaré una copa de Chardonnay —le digo al camarero.

Aprieto los labios inmediatamente después y me obligo a esperar a que Roger diga algo.

—Will está casado con tu hermana, ¿verdad? —me pregunta.

—Sí —¡buen trabajo, Maggie!

—Y si no me equivoco, sois gemelas.

—Exacto.

—Idénticas, ¿verdad?

—Sí.

Arquea ligeramente las cejas. A lo mejor la de callarme no es la mejor opción.

—Sí, eh… Somos gemelas idénticas, tienes razón. Ella nació dos minutos antes que yo, pero a mí me gusta decir que mi madre me quiere más que a ella porque pesé menos. Mi hermana pesó cuatro kilos. Salió de mi madre como una bala. Y le hizo un desgarro bastante desagradable.

Con conversaciones de ese tipo, no es raro que continuara soltera.

—Sí, ya entiendo —dice Roger. Su sonrisa ha desaparecido.

Intento esconder mi rostro sonrojado tras la carta.

«Tengo que relajarme», me digo a mí misma. Esto no es un concurso. No tengo nada que perder. Lo único que tengo que saber es si ese hombre me gusta o no. O si a él le gusto o no.

Llega el camarero y pedimos lo que vamos a cenar. Tengo mucho cuidado de pedir un plato que no sea ni el más barato de todos ni especialmente caro. Bebo otro sorbo de vino.

—Entonces, Roger, ¿te gusta ser enfermero? —le pregunto.

«Así está mejor, Mags», me digo.

—Sí, claro que me gusta.

Me habla de su trabajo en el hospital. Y en ese momento lo comprendo. No es un hombre para mí. Es un poco… aburrido. En vez de hablar de los pacientes, de los médicos y de esa clase de cosas que pueden tener un interés humano, se sale por la tangente y comienza a hablar de las horas extras que trabaja, de los beneficios que obtiene gracias a ellas y de su plan de inversiones.

Pero puedo oír a mi hermana aconsejándome que le dé una oportunidad, así que lo intento.

Llega la cena. A diferencia de mí, Roger no ha tenido reparos a la hora de elegir el plato más caro de la carta. El camarero le sirve una langosta enorme, roja y humeante, y procede a colocarle un babero alrededor del cuello, haciéndole parecer un bebé gigante. La langosta debe de pesar cerca de dos kilos. Cualquiera diría que es un luchador de sumo en el mundo de las langostas. Roger le arranca una pinza con un gesto propio de un gladiador y la destroza con el correspondiente cascanueces.

—Así que tú eres chef, ¿no, Maggie?

Retuerce el tenedor dentro de la pinza para sacar un pedazo de carne que hunde en la mantequilla y se lleva después a la boca. La mantequilla y el jugo de la langosta le gotean por la comisura de los labios, pero tarda su tiempo en limpiarse. Las posibilidades de que llegue a amar a ese hombre durante el resto de mi vida se desvanecen al instante.

—No, qué va. No soy chef. Soy la propietaria de una cafetería en Gideon’s Cove y soy la encargada de cocinar, pero no soy chef. Hay una gran diferencia.

No consigo apartar los ojos de esa boca grasienta y brillante.

—¿Qué diferencia? —pregunta.

Arrancar, partir, pelar. Es como estar viendo al conde Drácula realizando una autopsia.

—Bueno, para ser chef hace falta… más preparación, supongo.

Romper, masticar, babear…

—Eh, mira, tienes mantequilla en la barbilla —sonrío débilmente y señalo mi servilleta.

—Y antes de que termine la cena habrá mucha más.

Sonríe, y tengo oportunidad de ver la carne rosada de la langosta en el interior de su carrillo. Mi bacalao al horno permanece enfriándose frente a mí. Incapaz de desviar la mirada de mi compañero de cena, le observo mientras arranca una pata más pequeña y la mastica con delicadeza, arrancando la carne con los dientes y sorbiendo después el jugo. Una imagen repentina de lo que podía ser el sexo con aquel hombre termina de quitarme el apetito.

—¿No te gusta la cena? —me pregunta, y se le escapa de la boca un pedacito de langosta—. ¡Eh! ¿Puedes traerme más mantequilla? —le pregunta a un camarero que pasa a su lado.

—Sí, claro que me gusta. Está riquísima. Sí, me gusta.

Tomo un pedazo y mastico con desgana. A lo mejor termino haciéndome vegetariana…

Me he quedado sin palabras… algo verdaderamente extraño. Pero Roger, embriagado del placer hedonista con el que estaba devorando la langosta, no lo nota. Y no es solo la langosta la que termina siendo devorada por el hambre insaciable de este hombre. Aplasta y acaba con el puré de patatas y las judías verdes y después desvía la atención hacia mi plato.

—¿Te vas a comer eso? —me pregunta.

Yo niego con la cabeza y, fascinada y horrorizada a la vez, le veo acabar con el arroz con verduras. Al final, se lanza hacia el pescado, que yo apenas he tocado. Lo ahoga en lo que queda de mantequilla y traga feliz como una ballena horca devorando a una desventurada criatura.

Cuando termina, aparta el plato con el cascarón de la langosta y se limpia la boca. Toma una toallita húmeda y se limpia las manos. Su contorno ha aumentado de forma considerable.

—¿Quieres postre? A mí no me importaría tomar una tarta de queso.

—¿Estás de broma? —le pregunto asombrada. Roger frunce el ceño—. Oh, lo siento… Es solo que ¡vaya! Esa langosta era enorme. Desde luego, comes bastante —¡ya basta Maggie!, me digo—. Y dime, Roger, ¿tienes alguna afición en particular?

Estoy deseando dejar de pensar en la comida y esa me parece una buena pregunta para una cita. Por supuesto, no hay ninguna posibilidad de que lleguemos a estar juntos. Pensar en besar aquella boca capaz de arrasar con cualquier cosa, me hace estremecerse.

—¿Tienes frío? —me pregunta.

—No, no. Háblame de tus aficiones —le pido.

—Bueno, en realidad, me alegro de que me lo preguntes. Me encanta trabajar como enfermero, pero lo que de verdad encuentro fascinante, lo que podría decirse que es mi verdadera vocación, es la comunicación entre animales.

—¡Oh! Suena muy bien —contesto. En realidad, no estoy muy segura de lo que es, pero cualquier cosa es preferible a estar viéndole comer—. ¿Y en qué consiste? ¿Es una especie de adiestramiento?

El camarero mira hacia nosotros y yo intento indicarle con un gesto que no se acerque. Si sigue comiendo, Roger va a reventar.

—No, no tiene nada que ver con el adiestramiento, Maggie. Y una chica inteligente como tú debería saberlo.

Añoro como nunca a Colonel. ¿Y yo me quejaba de estar soltera? Tonta de mí.

—Una persona que trabaja en la comunicación animal es capaz de leer los pensamientos de los animales —me instruye.

—Oh, ¿es que hablan inglés?

—¿Quiénes?

—Los animales. Quiero decir, si eres capaz de leer sus pensamientos, ¿no tienes que conocer el lenguaje de los perros, o de las cabras, o de cualquier animal en cuestión?

Roger frunce el ceño, claramente disgustado.

—No, Maggie. No es ninguna broma. ¿No has visto nunca en el canal Planeta animal, La Psicología de tu Mascota?

—¿Sabes? Creo que me los he perdido. Pero… eh… suena interesante. Así que, ¿lees sus pensamientos y de esa forma sabes si les duele algo, o si alguien les está maltratando?

Sonríe con aire condescendiente y mis ganas de estar en casa viendo la televisión aumentan.

—Hay personas que se dedican a eso, pero yo tengo un talento más especializado, Maggie. Me comunico con animales muertos.

—Vaya, eso es… increíble.

Debe de advertir la incredulidad en mi rostro, porque de pronto, se inclina hacia delante y se queda mirándome fijamente.

—¿Tuviste alguna mascota cuando eras niña, Maggie? —me pregunta.

—Sí teníamos una mascota —contesto—. Era…

—¡No me lo digas! —me sobresalto—. Lo siento —se disculpa—. Ahora, piensa en esa mascota. Imagínatela, recuerda todos los buenos momentos que disfrutaste con ella.

Comienzan a entrarme ganas de reír. Me imagino a Dicky, el perro que teníamos cuando éramos pequeños, un labrador adorable de color chocolate y tan grande y firme como un barril. Christy y yo solíamos montar a Jonah a lomos de Dicky y él paseaba orgulloso alrededor de la casa, flanqueado por nosotras. El álbum de fotografías de mis padres está lleno de imágenes de aquellos tiempos felices.

—Muy bien, muy bien —comienza a decir Roger—. Estoy empezando a percibir algo. ¿Esa mascota… era un mamífero?

¡Sorprendente!

—Bingo —contesto.

—Estupendo, Maggie, y, por favor, limítate a contestar con un «sí» o con un «no» —cierra los ojos y yo aprovecho la oportunidad para vaciar mi copa de vino.

—Maggie, ese animal… ¿era un gato?

—No.

Roger frunce ligeramente el ceño, pero no abre los ojos.

—¿No era un gato? ¿Estás segura?

—Sí —tenso la voz por el esfuerzo que estoy haciendo para no echarme a reír.

—¿Un perro?

—Sí.

—¡Genial! —exclama Rogers. Abre los ojos y me mira con el ceño fruncido—. ¿Estás segura de que estás imaginando a tu mascota?

«¡Dicky, Dicky, ven a mí!». Me tapo la boca con la servilleta para no echarme a reír.

—Sí, claro que me lo estoy imaginando —consigo decir.

—¡Se suponía que no debías decirme si era él o ella! Vamos, Maggie, quieres que siga con esto, ¿sí o no?

—En realidad, no…

Roger vuelve a cerrar los ojos.

—Muy bien, muy bien… Ahora vuelve. Exacto. Era un perro de color negro y blanco. Un dálmata, sí.

—No —no puedo evitar un ligero bufido, pero no altero el trance de Roger.

—De acuerdo, de acuerdo. ¿Es un perro negro?

—No.

—¿Un setter irlandés?

—No —respondo ahogando una risa.

—¿Estás segura de que no era un gato?

Ya no soy capaz de seguir conteniendo la risa.

—De acuerdo, Roger, gracias. Escucha, creo que debería marcharme. Me ha encantado conocerte, pero no creo que estemos hechos el uno para el otro —digo con toda la amabilidad de la que soy capaz.

—Desde luego. Lo he sabido desde que te he visto entrar.

Saca la cartera, deja varios billetes en la mesa y se va. No puedo decir que me duela verle marchar. Y me pregunto si en el hospital estarán al tanto de ese talento tan especial.

—¿Va todo bien, señorita? —pregunta el camarero.

—Sí, por supuesto. Perfectamente, gracias. ¿Puede traerme la cuenta?

No me sorprende comprobar que Roger solo ha dejado dinero suficiente como para pagarse la langosta. Ni siquiera llega para pagar el vino. Muy bien. Dejo la diferencia, además de una propina generosa en el mostrador.

Cuando llego a casa, encuentro un mensaje esperándome en el contestador. El padre Tim me pregunta por la cena que vamos a preparar para la próxima semana. Perfecto. Es demasiado tarde para llamar a mi hermana y el padre Tim acaba de proporcionarme la excusa perfecta para llamarle. Suele acostarse tarde, un dato que ha mencionado en el pasado y que yo almaceno en la enciclopedia sobre el padre Tim que recopilo en mi cerebro. Además, acabo de pasar por delante de la casa del párroco y no he podido evitar fijarme en que tenía la luz encendida.

—Maggie, ¿cómo estás? —me pregunta con calor.

—Oh, acabo de tener una cita divertidísima —contesto.

Para cuando termino la narración sobre Roger Martin, enemigo de las langostas y comunicador con los animales, el padre Tim se está riendo de tal manera que casi se ahoga.

—Maggie, eres una persona muy especial —me dice cuando recupera el control—. No puedo dejar de decírtelo. Necesitaba reír un rato y tú has sido la respuesta a mis plegarias.

Sonrío mientras le acarició el vientre a Colonel.

—Me alegro de haberle hecho reír —contesto—. Pero tengo que reconocer que estoy… no sé, un poco desilusionada. No es fácil conocer gente nueva.

—Lo sé, Maggie. Lo sé. Pero estoy seguro de que pronto conocerás a alguien muy especial. No olvides mis palabras. Eres una joya, Maggie Beaumont.

Lo que no me aclara es en qué sentido será especial.

—Bueno, gracias. Es muy amable al decírmelo.

Termina hablándome de la fecha prevista para la cena. Como siempre tengo el día libre.

—¡Maravilloso! —exclama—. No sé qué haría St. Mary sin ti. Cualquier día de estos terminarás uniéndote a nosotros como es debido, no solo como voluntaria, y ese día será un día feliz. Que Dios te bendiga, Maggie.

Nunca sé cómo contestar a eso. ¿Qué debo decir? ¿Amén? ¿Gracias?

—Lo mismo digo —respondo, y esbozo una mueca al oírle reír—. Quiero decir… buenas noches, padre Tim.

—Buenas noches, Maggie.

Cuelgo el teléfono delicadamente, me reclino contra la almohada y me permito dejarme llevar por una de mis fantasías. Imagino que he salido a cenar con el padre Tim, y que no es sacerdote. Somos, simplemente, dos personas enamoradas que tienen una cita. Dos personas ansiosas por hablar, por reír y compartir todo lo que les ha ocurrido a lo largo del día. Después, él comienza a acariciarme las manos, que en mi fantasía son suaves y sedosas, y veo cómo se multiplican las arrugas alrededor de sus ojos cuando sonríe. Y le imagino también insistiendo en que pida un postre, porque él sabe lo mucho que me gustan los postres.

Colonel gime.

—Lo sé, lo sé —admito—. Es una pérdida de tiempo.

Es un error soñar despierta con un sacerdote. E injusto. Estoy harta de recordarme que no tiene sentido, que es una estupidez, y aun así… y aun así, es algo que resulta demasiado fácil imaginar: Tim y Maggie. Maggie y Tim. Con un suspiro, desvío la mirada hacia el ejemplar de El pájaro espino que mi hermano me regaló al día siguiente de que descubriéramos de qué forma se ganaba Tim Halloran la vida.

La mirada de Colonel está cargada de reproches.

—Lo siento, Colonel. Tienes razón. Ahora mismo lo dejo.

Le palmeo la cabeza, me abrazo a la almohada e intento dormir.