19

Colonel no se levanta de la cama esta mañana. Sacude la cola con indiferencia, pero ni siquiera levanta la cabeza cuando le pregunto que si quiere salir. Miro el reloj. Es demasiado pronto para llamar al veterinario.

Después del ajetreo de ayer, la cafetería ha vuelto a la normalidad. Mis clientes habituales están sentados en la barra. Ben, Bob y Rolly Stuart están en una mesa junto a la ventana, leyendo el periódico. Pero estoy preocupada por Colonel y en cuanto el reloj da las ocho, llamo al veterinario. Me dicen que vaya mañana.

—Probablemente está notando los efectos de la edad —me explica amablemente la ayudante—. Para ser un perro tan viejo, está en muy buena forma. ¿Cuántos años tiene, catorce?

—Trece —contesto.

—Está muy bien para tener tantos años —insiste.

—Lo sé, pero hoy está raro.

Me paso el resto del día yendo y viniendo de mi casa a la cafetería. Consigo convencer a Colonel de que salga para que pueda hacer pis, pero vuelve a subir trabajosamente las escaleras en cuanto termina. Lo ayudo a volver a mi cama y le llevo un poco de agua.

—¿Qué te pasa, Colonel? —le pregunto, acariciándole la cabeza—. Mañana iremos a ver al doctor Kellar, ¿de acuerdo? Él te ayudará.

Tengo que preparar rápidamente un par de lasañas para un funeral y hornear varias docenas de galletas, pero durante todo el día, estoy deseando volver a casa con mi perro. Esta es una de las situaciones más dolorosas cuando se tiene una mascota: saber que le ocurre algo a tu leal compañero, pero no ser capaz de averiguar el qué. ¿Habrá comido algo que le haya sentado mal? ¿Estará enfermo? ¿Tendrá cáncer?

Vuelvo a casa alrededor de las cuatro, dando por fin terminado el día. Después, llamo a Christy para ver si puede venir a hacerme un rato compañía mientras cuido a Colonel. Pero todavía no está del todo bien y después de oírle contar que se ha pasado toda la noche yendo al cuarto de baño, no quiero hablarle de la apatía de mi perro. Me siento tan sola que termino llamando al padre Tim.

—Maggie, lo siento en el alma, pero tengo mucha prisa —me dice—. Esta noche voy a cenar con los Guarino. Gracias por las lasañas, por cierto. Estaban deliciosas.

Consigo sonreír. El padre Tim es el único hombre que conozco que es capaz de comerse una lasaña a las cuatro de la tarde y salir a cenar a las seis.

—De nada —le digo—. Estoy un poco preocupada por Colonel. Lleva todo el día muy callado. No parece él mismo.

—No te preocupes. Estoy seguro de que se pondrá bien. Mira, si quieres, te llamo más tarde, ¿te parece bien?

—Claro.

Cuelgo el teléfono y me tumbo en la cama al lado de mi perro. Le acaricio las orejas y hundo los dedos por su sedoso pelaje. Colonel se acerca a mí y gime satisfecho.

Mi padre me regaló a Colonel justo después de que Skip me dejara. Dos semanas después de que Skip hubiera hecho su retorno triunfal a Gideon’s Cove, estaba con la mirada perdida en la ventana cuando vi a mi padre llegar con Colonel, con un lacito azul atado al cuello. Rescatado de un centro de cría, Colonel era entonces un perro enorme y travieso de dos años. Fue amor a primera vista. Esa primera noche, fue subiendo paso a paso, con el mismo sigilo que un ladrón de joyas, hasta mi cama. A lo mejor pensaba que si lo hacía lentamente no notaría sus treinta y cinco kilos de peso. Por aquel entonces, todavía vivía en casa de mis padres y mi madre se puso histérica cuando a la mañana siguiente vio a Colonel con la cabeza en la almohada y mi brazo alrededor de su lanuda barriga.

—¡Por el amor de Dios, Maggie! ¡Es un animal! ¡Échale inmediatamente de la cama! ¡Puede tener pulgas, o piojos, o cualquier otra cosa!

Esa misma semana, me mudé a la casa en la que todavía vivo y Colonel y yo pasamos a la siguiente fase de nuestra vida en común. Cuando la humillación y la tristeza por el abandono de Skip amenazaban con superarme, Colonel se acercaba a mí y me hociqueaba la mano hasta que conseguía que le acariciara. O me dejaba una pelota de tenis a los pies y, si le ignoraba, repetía la misma operación diez o doce veces, hasta que yo entendía la indirecta. Dormía cada noche en mi cama, apoyando su enorme cabeza en mi estómago mientras yo intentaba combatir la soledad y diseñaba un plan para mi vida adulta.

Colonel solo necesitaba un poco de adiestramiento y pronto fui conocida como «la gemela del perro» para distinguirme de Christy. Nunca utilizaba correa. Colonel me perseguía alegremente, siempre capaz de mantener el paso, ya fuera yo en bicicleta o andando, moviendo la cola como si fuera una bandera. Si entraba en una tienda, esperaba pacientemente en la puerta a que saliera. Permanecía en la cafetería como un veterano camarero, sin molestar jamás a los clientes. Se limitaba a sentarse tras la caja registradora y a mirar a la gente hasta que llegaba la hora de marchar. Sí, ya sé que va contra las normas higiénicas de un establecimiento, pero nadie ha encontrado jamás un solo pelo en su comida y nadie se ha quejado nunca.

Cuando mi madre me decía que jamás encontraría a nadie, o cuando salía mal una cita, o cuando llegaba a casa después de haber cuidado a Violet, añorando tener mi propio hijo, lo único que tenía que hacer era mirar su rostro peludo y pedirle un beso. Colonel jamás me ha dicho que estaba desperdiciando mi vida. Para él mi vida era lo mejor que le había pasado. Nunca se ha quejado de que hable demasiado; en cambio, ha seguido con su mirada todos mis movimientos y siempre tiene las orejas erguidas y alerta cuando le hablo. Ha aceptado mis caricias en la barriga y las palmaditas en la cabeza como si fueran un regalo del mismísimo Dios, cuando en realidad solo eran una gota en el mar comparadas con su entrega.

—Eres mi mejor amigo —le digo.

Y mueve la cola como si quisiera tranquilizarme. Nos quedamos dormidos acurrucados el uno contra el otro.

Me despierto alrededor de las tres de la mañana, sabiendo inmediatamente que Colonel ha muerto.

Su cuerpo todavía está caliente, pero falta algo. Los ojos se me llenan de lágrimas, pero continuo acariciando su hermoso pelaje dorado. Le acaricio las mejillas blancas, sintiendo sus bigotes hirsutos y la suavidad de la papada. No enciendo la luz. Sería una especie de sacrilegio, me obligaría ver al perro con el que he pasado los últimos once años de mi vida muerto. Me abrazo a él, entierro la cara en su pelaje y lloro.

—¡Lo siento, Colonel! —lloro atragantada.

Siento no haber ido corriendo al veterinario para ver si le pasaba algo, siento no haberme tomado el día libre para atenderlo.

—Lo siento.

Lloro hasta empapar las sábanas, lloro hasta que el cielo deja de ser negro para transformarse en un azul aterciopelado que se tiñe después de rosa. Cuando sé que no puedo seguir evitándolo, me siento en la cama y miro su rostro noble y delicado y el pelaje sedoso de su vientre y sus piernas.

—Gracias por todo —susurro, y mis palabras me parecen dolorosamente inadecuadas.

Suena el teléfono. Sé que es Christy antes de oír su voz. Las dos sabemos cuándo está sufriendo la otra.

—¿Va todo bien? —susurra.

Son solo las cinco de la mañana.

—Colonel ha muerto —le digo.

—¡Oh, no! ¡Oh, Maggie! —llora, y yo empiezo a llorar otra vez—. Maggie, lo siento mucho, cariño. ¿Está…? ¿Has tenido que…?

—Ha muerto dormido, en mi cama —susurro.

—¡Oh, Colonel! —susurra sollozando.

Oigo de fondo la voz de Will y a Christy dándole la triste noticia.

—¿Podemos hacer algo por ti? —pregunta mi hermana.

—No, no —contesto—. Voy a llamar a Jonah. Él me echará una mano. ¿Cómo estás tú? ¿Sigues enferma?

Christy suspira.

—Todavía estoy bastante fastidiada, y la que está ahora mal es Violet. Ha estado vomitando toda la noche después de haberse comido tres raciones de pasta y albóndigas. Apenas hemos dormido.

Advierto entonces que todavía estoy acariciando a Colonel.

—Espero que te mejores —le deseo.

Llamo a mi hermano y le pregunto que si puede ayudarme a llevar a Colonel al veterinario para que le cremen en cuanto abran. Después, llamo a Octavio para que me sustituya en la cafetería.

Cuando llega Jonah a las ocho menos cuarto, sube las escaleras a toda velocidad y me abraza con los ojos llenos de lágrimas.

—Qué mierda, Maggie —se limita a decir con la mirada clavada en el suelo—. A lo mejor ahora está con Dicky en alguna parte. Los dos han sido unos perros increíbles.

Vamos al dormitorio y beso a Colonel en la cabeza una vez más mientras Jonah se seca los ojos con la manga de la camisa. Después, le envolvemos en una manta y lo llevamos a la camioneta de mi hermano. La señora Kandinsky sale a ver lo que está pasando.

—Colonel ha muerto esta noche —le digo.

La anciana, que ha enterrado a un marido, a tres hermanas y a dos de sus cuatro hijos, se deshace en lágrimas.

—¡Oh, Maggie! —solloza, y abrazo sus frágiles hombros, llorando yo también.

Jonah y yo colocamos a Colonel en la parte de atrás de la camioneta y me siento a su lado.

—Ahí vas a pasar mucho frío —me advierte mi hermano.

—No me importa —contesto.

Me agacho y coloco el brazo encima de la manta para que no se levante, porque sería demasiado triste ver lo que esconde.

En el veterinario, todo el mundo nos trata con extrema amabilidad. Nos ayudan a cruzar la puerta con Colonel y nos dan unos minutos para despedirnos de él.

—Te espero en la camioneta —me dice Jonah, cerrando la puerta suavemente tras él.

Quito la manta, y miro a Colonel por última vez. Parece muy cómodo, envuelto en la manta de cuadros rojos que utilizábamos en las noches más frías.

—Voy a echarte mucho de menos —susurro con un nudo en la garganta que apenas me permite hablar—. Has sido un gran perro. El mejor.

Le beso en la mejilla y mis lágrimas empapan su rostro. Y después me voy.

Jonah me lleva a casa para que pueda ducharme y deshacer la cama. Apenas soy capaz de mirar a mi alrededor. No soporto el silencio y la soledad de mi apartamento, así que voy a la cafetería, donde Judy y Octavio lloran al oír la noticia.

—Esto no será lo mismo sin él —solloza Judy—. Mierda, mierda, mierda. Voy a fumar un cigarro.

Octavio suspira y prepara un cartel que dice: Lamentamos tener que anunciar la muerte de nuestro gran amigo Colonel y lo pega en la caja registradora. Rolly sacude la cabeza con tristeza y Bob Castellano me da un beso. Al parecer, Jonah o Christy han llamado a mis padres, porque aparecen alrededor de las diez con mi hermana, que está muy pálida y un poco temblorosa. Mi padre, que llora abiertamente, y Christy, me envuelven en un abrazo.

—Gracias por venir —susurro.

En este momento, no soy capaz de soltar una sola lágrima.

Mi padre se suena la nariz y me abraza con fuerza.

—Lo siento mucho, cariño —me dice.

—Era el mejor —añade Christy con labios temblorosos.

—Lo sé, gracias.

—Bueno, Maggie —dice mi madre, y me preparo inmediatamente para lo que pueda venir a continuación—. Lo siento.

Parpadeo sorprendida. Mi madre nunca ha intentado disimular su desaprobación, a ella nunca le han gustado los perros. Apenas toleraba a Dicky, otro de los perros rescatados por mi padre.

Judy se encarga de los dos desayunos que quedan pendientes, nos mira de reojo y finge no escuchar.

—Por lo menos ahora no tendrás que pasar la aspiradora todos los días —me consuela mi madre—. Y, desde luego, la cafetería será más higiénica sin él.

¡Ah! Ahí está el verdadero rostro de mi madre. La miro con los ojos entrecerrados.

—¡Mamá! —exclama Christy—. ¡Ya vale!

—¿Qué pasa? —pregunta, todo inocencia—. Es verdad. Y mírate, Maggie, estás hecha un desastre. Y todo por un perro.

—Mamá —comienzo a decir con una fría calma—, sal de la cafetería.

—¿Perdón? —pregunta.

Mi padre retrocede asustado y Christy posa la mano en su brazo con un gesto protector.

—Sal de aquí, mamá. Adoraba a ese perro. Colonel ha estado conmigo en los momentos más difíciles de mi vida. Estoy harta de tu constante desaprobación, harta de que me digas que mi vida está en un callejón sin salida, harta de que me compares con Christy y con su vida perfecta. Vete y no vuelvas hasta que no seas capaz de comportarte como una madre que quiere a todos sus hijos por igual.

Mi madre me mira boquiabierta y, es curioso, en este momento la quiero más de lo que la he querido en mucho tiempo. Pero ya estoy harta.

—Papá —le digo—, deberías defenderme más.

—Lo sé —susurra.

—Christy, lo siento. Te quiero —le doy un rápido abrazo—. Espero que te mejores. Ahora tengo que volver a la cocina. Por favor, cuando salga, espero que ya no estéis aquí.

Octavio, diplomático como un suizo, no dice nada cuando entro en la cocina. Abro la despensa y me siento en el suelo, entre los botes de vinagre y las latas de tomate. Tengo la respiración entrecortada y advierto entonces que me tiemblan las manos. Octavio me deja cinco minutos sola y abre la puerta.

—¿Estás bien, jefa? —pregunta.

—Estoy genial —responde.

—Ya era hora de que echaras de aquí a esa mujer —me dice sonriendo.

Contesto con una carcajada.

—Gracias.

Envío a Judy a su casa antes de lo normal. Prefiero estar todo lo ocupada que me sea posible. Al parecer, la noticia ha corrido por el pueblo. Chantal viene a la hora del almuerzo, me abraza con una dulzura poco habitual en ella y me entrega un ramo de tulipanes.

—Lo siento —me dice mientras se sienta en una mesa.

—Gracias, ¿qué vas a tomar?

—Mm, no sé. A lo mejor hoy solo tomo un café. No me encuentro bien.

—Sí, hay un virus estomacal —le comento—. Christy y la niña lo han tenido.

—Vaya. Si me encuentro mejor, podría ir a verte esta noche, si necesitas compañía.

—Te lo agradezco, pero creo que prefiero estar sola.

Chantal asiente.

—Eh, ¿ha venido por aquí el padre Tim? —pregunta, mientras se revisa el lápiz de labios en el metal de la gramola.

—La verdad es que no. Tengo que ir a verle para contarle lo de Colonel.

De pronto, me entran ganas de ver al padre Tim, de oír sus palabras de consuelo y quizá de tomar una taza de té en el cuarto de estar de la rectoría. Sé que es allí donde por fin encontraré consuelo.

Llamo a Beth Seymour y le pido que me lleve las cenas de esta noche. Cuando se entera de lo de Colonel, se ofrece a decírselo a mis clientes. Muchos de ellos adoraban a mi perro.

—Gracias, Beth, te lo agradecería.

Siento un fuerte escozor en los ojos.

Cuando salgo de la cafetería, sostengo la puerta sin pensar durante unos segundos, hasta que me doy cuenta de que Colonel ya no me sigue. Ya no tengo a nadie a quien cuidar, nadie con quien hablar… Mi madre tiene razón. Soy patética.

La señora Plutarski me fulmina con la mirada cuando le pregunto si está el padre Tim.

—Hoy está muy ocupado, ¿sabes? —me dice mientras se ajusta las gafas sobre su nariz aguileña—. Es posible que este no sea un buen momento para… una visita social.

—Acabo de sufrir una pérdida en la familia, Edith —replico, sabiendo que odia que la tutee. Espera a que le diga quién ha muerto, pero no digo nada—. ¿Está o no? —pregunto.

—¿Maggie? Me ha parecido oír tu voz.

Ahí está él.

—Hola, padre Tim, ¿tiene un momento para hablar conmigo en privado?

—Para ti siempre. Edith, ¿te importaría enviar este fax? Tiene que llegar hoy mismo —le tiende una hoja de papel que ella recoge como si estuviera aceptando un anillo de compromiso—. Lo siento, Maggie. Son los asuntos oficiales de la diócesis. Gracias, Edith.

—No olvide que tiene que reunirse en Machias a las seis —le recuerda la señora Plutarski con los ojos clavados en mí.

«Date prisa», es lo que está diciendo en realidad.

—¿Qué puedo hacer por ti, Maggie? —pregunta el padre Tim mientras me conduce hacia el salón.

Me siento en la butaca, dispuesta a recibir su consuelo.

—Padre Tim, Colonel ha muerto esta noche.

Al principio parece no asimilar la noticia. De pronto, recuerdo que el padre Tim me dijo ayer que me llamaría por la noche y no lo hizo.

—¡Oh, Dios mío! —su sonrisa expectante se transforma en una expresión de tristeza.

Espero algo más. Pero no llega.

—Murió mientras dormía.

—Bueno, por lo menos es un consuelo, ¿verdad? Supongo que es mejor que tener que sacrificarle —mira el reloj.

—¿Tiene que marcharse? —le pregunto bruscamente.

—No, no. Todavía tengo un rato —se reclina en el asiento y cruza las manos en el regazo—. Bueno, supongo que debes de estar muy triste.

—Sí, lo estoy.

—Lo siento mucho —sonríe con amabilidad, pero por primera vez desde que le conozco, tengo la sensación de que no me está escuchando.

—Padre Tim, ¿cree que los animales van al cielo? —le pregunto.

La pregunta nace de mis ganas de comprometerle en la conversación, no de ninguna necesidad espiritual. Sé exactamente dónde está Colonel.

—No es la primera vez que me hacen esta pregunta —contesta pensativo—. Podría decirte que sí, puesto que Dios los creo, pero la verdad es que los animales no tienen la capacidad de elegir entre el bien y el mal. Ese es un regalo que Dios ofreció a los seres humanos, el libre albedrío, así que…

Continúa hablando. Yo he dejado de escucharle.

El padre Tim no va a consolarme. No va a decirme palabras tiernas, compasivas, comprensivas. Se está saliendo por la tangente sacando a relucir las enseñanzas de la iglesia, ignorando mi tristeza y ajeno a mi irritación.

—Muy bien —le interrumpo—. Mire, ahora tengo que marcharme.

—Maggie —se levanta—, lo siento mucho.

Me envuelve en un abrazo. No es un gran consuelo para mí, pero me ayuda un poco. Por lo menos, lo está intentando.

—Gracias, padre Tim —le digo mientras me separo—. Hasta mañana.

La señora Plutarski no me saluda cuando salgo y opta, en cambio, por moverse frenética por la habitación, como si quisiera demostrarme que está muy ocupada.

—Padre Tim, de verdad, tiene que marcharse —le avisa, como si estuviera tomando medidas extraordinarias.

Realmente, la odio.

Camino lentamente hasta mi casa. Mis ojos buscan instintivamente a Colonel en cada esquina, y casi espero sentir su nariz húmeda contra mi mano, como si quisiera tranquilizarme.

La señora Kandinsky me está esperando. En cuanto pongo un pie en el primer escalón, abre la puerta.

—Hola, cariño —me dice.

—Hola, señora Kandinsky —contesto.

Lo último que me apetece hacer esta noche es cortarle las uñas de los pies o ayudarla a asearse.

—¿Va todo bien?

—Sí, bueno, por lo menos para mí. Toma, hoy me he dedicado a hornear. No sé cuándo fue la última vez que lo hice. Esto es para ti.

Me tiende un plato de papel con galletas de cacahuete con la marca de las tijeras sobre el azúcar espolvoreada. Su rostro marchito es tan dulce y amable que los ojos se me llenan inmediatamente de lágrimas.

—Ahora probablemente necesitarás pasar algún tiempo a solas, así que no quiero entretenerte —me dice—. Pero si necesitas algo, aquí me tienes —me aprieta el brazo y cierra la puerta.

Abro la puerta de mi apartamento, entro y espero un minuto de pie, enfrentándome a mi pérdida. Es la primera vez que llego a casa y no está Colonel, o bien porque entra conmigo o bien porque sale a recibirme. El cuenco de la comida está todavía en su lugar, lleno de croquetas. El cojín en el que duerme, desgastado por los años, parece terriblemente vacío.

Dos horas después, estoy en mi apartamento con el pijama de franela más viejo y cómodo que tengo. Tiene un estampado de tazas azules flotando sobre un fondo naranja, una combinación que explica que me costara solo tres dólares. Los pantalones me llegan por encima de los tobillos y tengo el busto, o la falta de busto, salpicado de migas de galletas. Estoy agotada, pero no tengo sueño, así que miro con desgana el partido de los Red Sox. Mi madre me odia, mi padre es como si no existiera, tengo una hermana perfecta y, no lo olvidemos, mi perro ha muerto. En una palabra, no estoy muy animada. Por supuesto, es en ese momento cuando alguien llama a la puerta.

Me obligo a levantarme del sofá. Probablemente será Jonah, pienso. Pero no. Es lo último que necesito: Malone.

Abro la puerta.

—Malone, no llegas en un buen momento —le digo, clavando la mirada en su pecho.

—Solo será un momento —contesta y pasa por delante de mí.

¿Qué está haciendo aquí? ¿Acaso necesitamos romper? ¿Tenemos una relación que necesita escenificar una ruptura?

—Mira… —comienzo a decir.

Pero estoy hablando con su espalda, porque me ignora y se dirige directamente a la cocina. Se quita el abrigo, incluso. Qué valor. Y abre un armario. Si quieres saber mi opinión, está siendo bastante maleducado. Permanezco donde estoy, con los brazos en jarras. Si quiere pelea, la va a tener. Hoy no estoy de humor para tonterías, como mi propia madre podría atestiguar. Hoy he tenido un día pésimo y siento la garganta cada vez más tensa por el enfado.

—Malone, de verdad, no quiero…

Malone vuelve al cuarto de estar con dos vasos llenos de lo que parece y huele como a whisky. Me tiende uno y brinda conmigo.

—Por Colonel. Era un gran perro, Maggie.

Toda mi dureza se derrumba como un castillo de arena. Me tapo los ojos, que se me acaban de llenar de lágrimas.

—Malone… —susurro.

Me abraza y me besa en la cabeza. La amabilidad de ese gesto sencillo termina de destrozarme. Me aferro a su camisa y sollozo contra su pecho.

—Me lo ha contado Jonah —me dice, y vuelve a besarme—. Toma, bebe. Te sentirás mejor.

Es uno de los discursos más largos que le he oído en mi vida. Obedezco y hago una mueca antes de tragar. Después, me conduce al sofá, se sienta y me acurruca contra él, haciéndome apoyar la cabeza en su hombro. Las lágrimas se desbordan y le empapo el jersey, hipando incluso de vez en cuando. Permanecemos sentados durante largo rato, viendo perder a los Sox y sin decir nada. Bebo el whisky y siento cómo va creciendo un agradable calor en mi interior. Malone juguetea con mi pelo y yo me acurruco contra él. Comienzan a pesarme los ojos y mis pensamientos son cada vez más imprecisos y confusos.

No recuerdo haberme quedado dormida, pero cuando me despierto, estoy en la cama, tapada hasta la barbilla. Alargo el brazo en un gesto automático y toco un cuerpo sólido, pero no es el de Colonel, por supuesto. Es Malone. Se ha tumbado encima de las sábanas, completamente vestido. La luz de la luna que entra por la ventana me permite ver que está despierto.

—Hola —susurro.

—Hola —contesta.

—¿Me has traído tú a la cama?

Asiente.

—Eres muy fuerte —le digo, y sonríe, haciendo que me dé un vuelco el corazón.

Alarga la mano y me aparta un mechón de pelo de la cara. Desaparece la sonrisa.

—Maggie —dice con una voz áspera como las piedras de la playa—, el otro día, cuando viniste… no estaba en mi mejor momento.

¡Dios mío, una disculpa!

—Creo que eso ya lo has compensado.

—¿Quieres que pasemos mañana el día juntos? —me pregunta, sin dejar de jugar con mi pelo.

«Una cita», pienso. «Me está proponiendo que tengamos una cita». Octavio y Judy pueden llevar la cafetería sin mí por un día.

—Claro —vuelvo a sentir que me pesan los ojos—. ¿Quieres meterte en la cama? —musito—. Hace bastante frío.

La cama gime cuando se sienta. Le oigo quitarse la ropa, pero no soy capaz de permanecer con los ojos abiertos ni un minuto más. Se desliza entre las sábanas conmigo. Se ha quitado el jersey, pero creo que conserva los vaqueros y la camisa. Me estrecha contra él y deslizo las manos bajo la camisa para sentir el calor de su piel. Malone me besa la frente y, en medio minuto, me quedo dormida.