18

Por alguna extraña razón, al día siguiente la cafetería está a rebosar. Es algo que ocurre de vez en cuando. La luna, o las mareas, provocan la salida de una masa histérica en busca de desayuno. La gente tiene que esperar a que se quede libre una mesa, algo que ocurre solamente el fin de semana de Acción de Gracias o durante los buenos fines de semana del verano. Octavio prepara los pedidos y Judy y yo trabajamos sonrientes; bueno, por lo menos yo, y a toda velocidad, sirviendo los platos a los hambrientos habitantes de Gideon’s Cove, pasando papeletas y bolígrafos para el concurso e intentando cobrar rápidamente para que no se formen colas delante de la caja registradora. Aparece Jonah, pero solo tengo tiempo de colocarle unas tostadas con huevo. Como no paga nada, se come todo lo que le sirvo.

—Gracias, hermanita —me dice, y vuelo inmediatamente a la cocina.

Mis padres, sucumbiendo a la fiebre del desayuno, hacen también su aparición. Mi madre frunce el ceño mientras intenta sobrevivir en medio de la ruidosa multitud.

—Bueno, tendremos que esperar —dice.

Cuando viene y encuentra la cafetería vacía, dice que nunca conseguiré ganarme la vida con ella. Y si estoy demasiado ocupada, se ofende. Pero hoy no estoy de humor para aguantarla.

—Parece que hoy es un buen día para el negocio, Maggie —comenta mi padre.

—Desde luego, papá. Hola, Rolly, ¿cómo estaba tu desayuno?

—Crujiente —contesta.

Lo tomo como un cumplido.

—¿Has llenado ya la papeleta? —le pregunto.

—Como cada día, Maggie. Como cada día.

Por fin se queda libre una mesa para mis padres. La barra está abarrotada.

—¿Qué quieres desayunar, mamá? —le pregunto.

—Oh, no sé. Creo que debería haber comido salvado de trigo.

—Yo tomaré unas tortitas, Maggie —pide mi padre.

—Unas tortitas —como he sido camarera durante más de media vida, ni siquiera necesito tomar nota—. ¿Y tú, mamá?

Mi madre suspira.

—Bueno, no sé. Supongo que empezaré con un zumo de naranja, pero no me llenes el vaso. Los vasos que tienes son demasiado grandes. Lléname solo tres cuartos, ¿crees que es posible? Porque si no, no voy a ser capaz de bebérmelo todo.

—Tres cuartos de zumo, entendido.

Llega Georgie en ese momento y posa la cabeza en mi pecho.

—¡Hola, Maggie! ¿Cómo estás, Maggie?

Le rodeo la cabeza con el brazo y le doy un beso en el pelo, que lleva cortado a cepillo.

—Hola, Georgie. Alguien ha tirado el zumo en la última mesa, ¿te importaría limpiarlo?

—¡Ahora mismo, Maggie! —me abraza y corre a buscar la fregona.

Miro hacia la barra, donde unos terminan sus desayunos mientras otros todavía están pidiendo. Vuelvo a mirar.

Veo a Malone en la barra.

Está al lado de Jonah, hablando con él. Me ruborizo al verle. Desvía la mirada, tiene el rostro tan inexpresivo como una pizarra escolar en julio. Ni una sonrisa de disculpa. Ni un encogerse de hombros. Solo su mirada penetrante y las perpetuas arrugas de su ceño fruncido.

—¿Mamá?

—¡No sé, Maggie! Hay demasiado donde elegir.

—Muy bien, entonces no tomes nada.

Le quito la carta y vuelo a la cocina, ignorando a Malone y los gritos de indignación de mi madre. Tomo un plato con una tortilla de espinacas, otro con tostadas y un tercero con tortitas.

—Otro de tortitas para mi padre, Tavy —le digo a Octavio.

—Marchando.

Sirvo a la familia de la mesa cuatro, agarro la cafetera y me dirijo hacia la barra. Oigo entonces a Jonah diciendo.

—¡Oh, no fue nada! Tú habrías hecho lo mismo por mí.

Así que Malone ha venido a ver a Jonah. A darle las gracias. No a verme a mí, ni, por supuesto, a agradecerme nada.

—Buenos días, Malone —le saludo con brío—. ¿Un café? Deja que adivine… Lo quieres solo, fuerte y amargo. Y a lo mejor te apetece lamerlo directamente del suelo.

Malone vuelve sus ojos claros hacia mí.

—Maggie —musita.

—Espero que hayas dormido bien —le espeto.

Jonah abre los ojos como platos, pero es suficientemente inteligente como para abstenerse de hacer ningún comentario. Malone no aparta sus ojos de los míos. Le echo el café en la taza, desbordándola ligeramente, y coloco la cafetera en el mostrador con un golpe. Sin desviar la mirada, Malone toma la cremera y se echa casi la mitad del contenido en la taza. Después sacude cuatro sobres de azúcar, los abre y se echa los cuatro en la taza.

—¡Ya he terminado, Maggie! —anuncia Georgie alegremente.

—Gracias, Georgie. No sé qué haría sin ti —contesto, sin desviar la mirada del Heathcliff de los mares.

—Qué día tan maravilloso. Hola, Mabel, cariño, ¿cómo estás esta mañana? —acaba de entrar el padre Tim, pero yo todavía no he apartado la mirada del sombrío rostro de Malone.

—¿Tienes algo que decirme, Malone? —le pregunto.

—Tengo muchas cosas que decirte, Maggie —contesta sombrío.

Jonah se escabulle y se sienta junto a nuestros padres.

—Estoy esperando a oírlas —le digo.

—Perdón, ¿puedes traerme un poco de ketchup? —pide Helen Robideux desde la esquina.

—Hola, Maggie, cariño. Qué día tan bonito.

El padre Tim se mete detrás de la barra, al fin y al cabo es un cliente habitual, y toma una taza. Al final, decido abandonar el concurso de miradas con Malone y me vuelvo para saludar a mi amigo. Mi alegre, feliz y buen amigo.

—¡Padre Tim! ¡Qué alegría verle! Y parece que está de muy buen humor. Ha iluminado la cafetería al entrar, ¿lo sabe? —creo que oigo gruñir a Malone.

—Ah, Maggie, qué amable eres. Voy a servirme un poco de café y te dejo volver al trabajo —abre la puerta de la cocina y asoma la cabeza en el interior—. Buenos días, Octavio, mi buen amigo. ¿Puedo ponerme a tu merced y pedirte unas torrijas con puré de calabaza?

Tengo trabajo que hacer. Malone puede irse al infierno y jugar allí con sus compatriotas. Rodeo a Colonel, cobro a una pareja que ha estado esperando pacientemente, les pregunto por sus hijos y le llevo el Ketchup a la señora Robideaux. Malone sigue sentado en la barra, mirando fijamente hacia delante.

Suena la campana de la puerta y suspiro. Otro cliente, un hombre de mi edad con el pelo cano. Mira a su alrededor con cierta inseguridad.

—Estaré con usted en un segundo —le digo.

Judy ha desaparecido. Debe de ser la hora de fumarse el cigarrillo.

—Maggie, por favor, ¿puedes ponerme un huevo frito? —me pide mi madre.

—Ahora mismo.

He oído decir que en algunos restaurantes caros de Nueva York, los camareros escupen en los platos de los clientes desagradables. Me entran ganas de probarlo.

—Hola, Stuart, ¿lo de siempre?

—Sí, lo de siempre —responde Stuart, sentándose al lado de Malone.

—¡Adán y Eva en balsa! —le digo a Octavio, utilizando la jerga para pedir dos huevos fritos sobre sendas tostadas.

—¿Con una guarnición de revuelto de verduras podría ser? —pregunta Stuart.

—¡Con guarnición de restos de cocina! —grito.

Oigo gruñir a Octavio. Está muy orgulloso de su revuelto de carne con verduras y esa forma de llamarlo no le hace ninguna gracia. Stuart, sin embargo, se ríe.

—¡Restos de cocina! —le repite a Malone, riendo.

Malone no se ríe.

—Hola —saludo al desconocido de pelo gris—. Lo siento, pero hoy estamos bastante ocupados. ¿Viene solo?

—¿Eres Maggie? —pregunta.

—Sí, soy Maggie.

—Soy Doug —se presenta y me tiende la mano—. El tipo que te dejó plantada —añade al ver que no le reconozco.

—¡Ah, hola! —le estrecho la mano y miro por encima del hombro—. Eh, ¿por qué no se sienta con el padre Tim? Fue él el que concertó esa cita. ¿Padre Tim? Le presento a Doug…, lo siento, he olvidado el apellido.

—Andrews —contesta.

Es un hombre atractivo, de ojos castaños y amables y profundas ojeras.

—Mira, me encantaría sentarme a hablar contigo, pero tengo que atender a toda esta gente. Ahora mismo vuelvo.

Malone se ha ido. Hay un billete de cinco dólares bajo su taza. Veo que no se ha tomado una gota del empalagoso café.

Recojo y limpio mesas, tomo notas y sirvo cafés. No tengo oportunidad de hablar con Doug, que está enfrascado en una conversación con el padre Tim de la que oigo algunos retazos.

—… nosotros no siempre comprendemos las razones… el consuelo de saber que fue profundamente amada —y se me ablanda el corazón al oír las palabras amables y delicadas del padre Tim.

Al final, Doug se acerca a la caja registradora a pagar.

—Maggie —me dice—, solo quería disculparme personalmente por no haber ido la otra noche.

—No tienes por qué —contesto—. Siento que no hayamos tenido oportunidad de hablar esta mañana. La cafetería está así desde las seis.

—No te preocupes. Me ha gustado poder hablar con el padre Tim. Y quiero volver a decirte que te agradezco lo amable que fuiste a pesar de lo que pasó. En otras circunstancias… —se le llenan los ojos de lágrimas.

—No, tranquilo, no llores —le suplico—. Gracias. Eres un buen hombre, Doug. Cuídate.

Para cuando acaba el turno de comidas, tengo los pies reventados, la cara cubierta de aceite, las manos en carne viva y la espalda dolorida. No hace falta decir que estoy de un pésimo humor. Como lo último que me gustaría sería darle una mala contestación a Georgie, le envío a casa antes de lo habitual. Judy ya se ha ido y Octavio y yo seguimos limpiando en silencio.

—¿Va todo bien, jefa? —pregunta Octavio mientras se pone la chaqueta.

—¿Cuánto tiempo hace que estás casado, Octavio? —le pregunto mientras escurro la bayeta.

—Ocho años —sonríe.

—Patty y tú parecéis muy felices.

—Y lo somos.

—Tengo la sensación de que nunca voy a encontrar a alguien —le confieso y, de pronto, vuelvo a sentir un nudo en la garganta.

Octavio me mira pensativo.

—¿Qué ocurre? —le pregunto.

—Malone ha venido hoy a la cafetería. Nunca le había visto por aquí.

Suelto un bufido burlón.

—Sí, ha venido a darle las gracias a mi hermano. Ayer Jonah le echó una mano.

—Umm —Octavio es hombre de pocas palabras—. Bueno, jefa, buenas noches.

—Adiós, grandullón —y son solo las cuatro.

Hace una tarde preciosa, por fin estamos a unos doce grados. Comienzan a salir los brotes en las ramas, brotes de un verde muy claro, y sopla un viento suave y salado. Desgraciadamente estoy demasiado ocupada como para salir a montar en bicicleta. Así que me dedico a hornear unas magdalenas de chocolate para el desayuno de mañana. Después, cargo el coche y me dirijo al parque de bomberos.

Me pagan para que les cocine una vez al mes, y aunque no es mucho, es una de esas aportaciones que ayudan, sobre todo durante la temporada baja. Aunque cubro gastos todos los meses, normalmente no me sobra nada. Las mañanas como la de hoy son muy escasas. Sé que debería tener algunos ahorros por si algo va mal, pero la verdad es que estoy sin blanca. Si ganara el premio a la mejor cafetería de la zona, serviría de ayuda, aunque solo fuera para conseguir que los habitantes de los pueblos vecinos se pasaran por la cafetería los fines de semana.

Colonel se sienta en una esquina de la cocina del parque de bomberos mientras descargo el coche. Siento la caricia del aire de abril y vuelven a entrarme ganas de montar en bicicleta, pero para cuando termine, ya será de noche. Además, Colonel necesita estar en casa. Parece cansado, está más tranquilo de lo habitual.

—¿Estás bien, cachorro? —le pregunto.

Me mira con sus preciosos ojos, pero no mueve la cola.

—¿Quién es mi perro bonito? —le canturreo mientras me arrodillo para acariciarle la cabeza.

Ya está. Comienza a mover la cola, le doy un pedazo de asado y continuo trabajando.

¿Qué estará haciendo Malone esta noche?, me pregunto, pero inmediatamente saco ese pensamiento de mi cabeza. Malone ha sido muy desagradable conmigo, y yo no he sido mejor que él. Mi conducta ha sido vergonzosamente promiscua, me dice una voz interior idéntica a la de mi madre. «Los necios se atreven a entrar allí donde los ángeles no osan», diría mi madre. Pongo la radio y me ahogo en la autocompasión.

Los chicos, perdón, los bomberos, comienzan a llegar alrededor de las cinco y media, Jonah entre ellos. Me saluda con la mano, pero está enfrascado en una conversación con el responsable del transporte. Los bomberos están convencidos de que Gideon’s Cove necesita un coche con escalera, aunque también necesitamos un nuevo edificio para guardarlo, y los chicos, perdón, los bomberos, estarían encantados de cambiar de sede.

Coloco los quemadores y saco las bandejas de comida, básicamente, platos fuertes: carne asada, puré de patatas con rábanos picantes, judías verdes, pollo al pesto, pasta y salsa. Normalmente aparecen unos veinte bomberos. Chantal asoma la cabeza en la cocina.

—¡Hola, amiga! —me saluda.

—¡Eh, Chantal! —contesto—. Había olvidado que eras miembro del comité —sonrío al decirlo.

—Es lo mejor que he hecho en mi vida —suspira de forma exagerada—. Colaboro con la comunidad y todas esas tonterías. Por no decir con los hombres más atractivos del pueblo.

—No sabía que acostarse con el departamento de bomberos fuera prestar un servicio a la comunidad —respondo mientras vierto la salsa sobre la pasta.

—Claro que lo es. Y no dejes que te convenza de lo contrario, Chantal —interviene Jonah.

Se acerca y le pasa el brazo por los hombros a Chantal, que ríe a carcajadas.

—Y aquí tienes a un bombero que necesita de tus servicios especiales.

—Eres repugnante —le digo.

Chantal ronronea.

—¿Quieres probar la manguera? —murmura Jonah, ignorándome.

—Jonah, déjanos en paz —le ordeno. Y, por una vez, mi hermano obedece—. ¿Te apetece salir después a tomar una cerveza? —le pregunto a Chantal, que continúa con los ojos fijos en mi hermano. En su trasero, para ser más exacto—. ¡Chantal!

Chantal se sobresalta.

—¡Oh, lo siento, Mags! Tengo planes —le cambia la voz—. Hola, jefe —saluda, convirtiendo sus palabras en un tórrido ronroneo.

—¿Cómo está mi pequeña socia? —responde el jefe Tatum en el mismo tono—. ¿Ha practicado algún rescate últimamente?

—Muy bien, ya no aguanto más —advierto, sonando demasiado irritada incluso a mis propios oídos—. Vamos Colonel, no quiero seguir oyendo esta clase de conversaciones.

Chantal y su amigo ni siquiera me oyen.

Le llevo una ración de pasta a la señora Kandinsky y se la caliento en el microondas. Después la ayudo a buscar las zapatillas.

—Pero las cómodas, no esas con las que me duelen los juanetes.

Pero esta noche estoy nerviosa e irritable, así que acorto mi visita.

Al enfrentarse a las escaleras, Colonel se vuelve hacia mí y le subo en brazos.

Para añadir sal a la herida, encuentro la sopa, el pan el queso y la tarta que le llevé a Malone delante de la puerta. Dejo que Colonel entre, agarro la comida y la dejo bruscamente sobre el mostrador. Qué estúpido. Por mí, como si se muere de hambre.

Colonel no parece querer cenar esta noche. Le doy la medicación y le acompaño a acostarse, después me apunto en el tablero que debo llamar al veterinario para ver si puedo hacer algo.

A lo mejor mi madre tiene razón, pienso mientras tiro la sopa por el fregadero. A lo mejor la cafetería es un callejón sin salida en el que yo misma me he metido. Mi abuelo nos puso a trabajar muy pronto en la cafetería, lavando vasos, despejando las mesas… ¿Pero de verdad es algo que quiero hacer durante el resto de mi vida?

Clavo la mirada en la ventana y contemplo el puerto mientras pienso.

La respuesta es sí.

A lo mejor no es el trabajo más importante del mundo, pero una de las funciones de la cafetería es la de proporcionar un lugar de reunión al pueblo. Cualquiera puede venir a la cafetería, aunque solo sea a tomar una taza de café, y pasar la mañana poniéndose al día de las noticias y charlando con sus vecinos. También está el Dewey’s, por supuesto, pero solo abre por las noches y el ambiente es muy diferente. La gente va allí por motivos concretos: para conocer a alguien, para tomar una copa y, si eres de los duros, para emborracharte. Pero nuestra cafetería es un centro social en un pueblo que necesita desesperadamente uno. Y el hecho de que tenga un diseño auténtico de Mahoney no le hace ningún daño, al contrario. Me pregunto cómo podría conseguir apuntarlo en algún registro nacional o algo parecido.

Pero las constantes pullas de mi madre han conseguido minar mis defensas. Cuando me proyecto de aquí a unos años en la cafetería, me imagino a un marido y a unos hijos entrando y saliendo, me imagino volviendo a casa con ellos. No me imagino sola, metiendo los pies hinchados en agua con sal todas las noches, con la única compañía de mis sucesivos perros.

Meto un pedazo de pizza en el horno, espero a que se caliente y la como lentamente. ¿Cuántas citas he tenido durante el mes pasado? ¿Cuatro? ¿Cinco? Y no nos olvidemos de Malone. Aunque lo suyo no eran citas. Era sexo, por supuesto. Solo sexo. Pero el mejor sexo del que he disfrutado en toda mi vida.

«Momento de llamar a Christy», pienso cuando mi autocompasión comienza incluso a molestarme. Presiono la tecla para llamarla.

—Hola, soy yo —saludo cuando Will contesta.

—Hola, Maggie, ¿cómo estás?

—Bien, supongo. ¿Seguís pensando en salir mañana? ¿A la hora de siempre? —pregunto.

Los martes es el día que me quedo con Violet.

—La verdad es que no estoy seguro. Christy no se encuentra bien. Hay un virus estomacal y creo que lo ha pillado.

—Oh, bueno, si necesitáis cualquier cosa, decídmelo. Y dile que espero que se cure pronto.

—Gracias, cariño, lo haré.

Cuando Christy conoció a Will, ambos supieron de forma inmediata que habían conocido a su alma gemela. Seis meses después, Will, por aquel entonces médico residente en Orono, tuvo una noche libre y me invitó a cenar. Sola. Me llevó a un bonito restaurante y aunque estaba agotado porque acababa de salir de un turno larguísimo, fue divertido y encantador. Mientras estábamos cenando, sacó una cajita de terciopelo y me la tendió.

—Eh, creo que te estás equivocando de gemela.

—Sé perfectamente quién eres —Will sonrió.

—Entonces, ¿esto es una prueba o algo parecido? —pregunté.

—Escucha, Maggie —respondió, poniéndose serio—. Quiero casarme con tu hermana. Jamás había conocido a una persona tan maravillosa. Cada día me despierto sintiéndome como en un sueño porque sé que me va a llamar o que voy a verla, o que voy a sostenerle la mano.

—Eso es tan bonito —le dije con los ojos llenos de lágrimas.

En aquel momento, estaba segura de que también yo encontraría a alguien tan maravilloso como Will.

—Pero sé lo unidas que estáis, y sé que, podría, bueno, interponerme entre vosotras no, porque eso es algo que jamás haría y que nunca querré. Pero le estoy pidiendo a Christy que comparta su vida conmigo. Y quiero contar con tu bendición —también él tenía los ojos llenos de lágrimas.

En la caja había una preciosa sortija de granate, la piedra de nacimiento de Christy y mía.

Por supuesto, le di mi bendición. ¿Cómo iba a decir que no a la posibilidad de que mi hermana pasara la vida con un hombre tan maravilloso?

Nunca he conocido a nadie como Will. Posiblemente no haya nadie como Will en el mundo. Lo más parecido que me he encontrado ha sido un viudo lloroso, un pescador malhumorado y un sacerdote.

—Qué miseria —digo, mientras le ofrezco a Colonel la corteza de mi pizza. La come con mucha delicadeza—. ¿Te encuentras mejor, amigo? —le pregunto.

Colonel posa la cabeza en mi regazo.

Los Red Sox no juegan hoy, y casi lo prefiero. Últimamente lo han estado haciendo con la misma habilidad que un niño de cinco años. Voy buscando programas en la televisión y cuando llego al canal número cien, decido acostarme. No me pasa por alto que irme a la cama acompañada por Colonel es lo mejor que me ha pasado en todo el día.